2. ELTHAM DESAPARECE

Smith corrió escaleras abajo como un poseso. Abrumado por un trágico presentimiento que llevaba dos años sin asaltarme, lo seguí por el vestíbulo hasta llegar a la calle. Aquella noche tranquila y hermosa no hizo sino incrementar mi inquietud. El cielo estaba iluminado por el fulgor casi tropical de las estrellas, que resplandecían con una intensidad que no recordaba haber visto desde que abandoné Egipto, al dar por concluida la infructuosa búsqueda de Karamaneh. La reluciente luna amarilleaba la luz de las farolas que salpicaban el parque en toda su extensión. La noche era tan apacible como suele serlo en Londres. El único sonido que perturbaba la quietud era el ronroneo amortiguado de algún automóvil.

Con una rápida mirada a derecha e izquierda, Smith echó a correr por el parque y, sin molestarme en cerrar la puerta, le seguí. El camino que había tomado Eltham finalizaba casi enfrente de mi casa. Desde allí, podías recorrerlo con la vista varios cientos de metros, blanco y vacío, hasta más allá del estanque y aún más lejos, hasta el lugar donde las sombras lo eclipsaban y se perdía en una pequeña arboleda.

Alcancé a Nayland Smith y, codo con codo, seguimos corriendo. Entre jadeos, le conté lo sucedido.

—¡Ha sido un truco para separarlo de usted! —exclamó Smith—. Sin duda tenían intención de capturarlo en su casa, pero como salió con usted utilizaron un plan alternativo.

A la altura del estanque, mi compañero redujo la marcha y se detuvo al fin.

—¿Dónde ha visto a Eltham por última vez? —preguntó a toda prisa.

Lo tomé del brazo, lo hice volverse un poco a la derecha y señalé un punto del parque bañado por la luna.

—¿Ve aquella mata al otro lado de la carretera? —dije—. Hay un camino a la izquierda. Yo he tomado aquel sendero y él ha cogido este. Nos hemos separado en el lugar donde se había topado con la muchacha.

Smith caminó hacia el borde del agua y escudriñó la superficie.

No acierto a imaginar qué esperaba encontrar allí. Fuera lo que fuese, pareció decepcionado. Se volvió hacia mí con el ceño fruncido por el desconcierto y observé que se estiraba el lóbulo de la oreja izquierda, una vieja manía que me recordó los espeluznantes sucesos compartidos por ambos en el pasado.

—¡Vamos! —me apremió—. Podría estar entre los árboles.

Por su tono de voz, adiviné que tenía los nervios de punta, y su estado de ánimo no hizo sino aumentar mi aprensión.

—¿A qué se refiere? ¿Qué es lo que podría estar entre los árboles?

No se detuvo.

—Dios sabe, Petrie, pero me temo que…

A nuestras espaldas, un tranvía avanzó balanceándose; seguramente transportaba de vuelta a casa a unos cuantos trabajadores nocturnos. La absoluta incongruencia de la imagen era espantosa. Qué poco imaginaban aquellos fatigados trabajadores sumidos en la rutina diaria que, casi visibles desde las ventanas de la vagoneta, entre prosaicos bancos, vallas y triviales farolas parpadeantes, dos tipos se movían en los límites del horror.

Un manto de sombras de agudos bordes se desparramaba bajo el bosquecillo. A casi diez metros del primer árbol, ambos sin sombrero y presos de un temor común, nos detuvimos un instante y escuchamos.

El tranvía se había parado en el extremo más alejado del parque y, poco después, con un gemido que fue creciendo hasta convertirse en un chillido, reanudó la marcha. Aguardamos hasta que el silencio reconquistó la noche. No se oía ni un solo paso. Transcurridos unos instantes, despacio, echamos a andar de nuevo. En el umbral de la pequeña arboleda, volvimos a detenernos en seco.

Smith se volvió y me puso la pistola en la mano. Al mismo tiempo, vi que un rayo de luz blanca hendía las sombras; mi compañero llevaba una linterna. No descubrimos rastro alguno de Eltham.

Aquella tarde, justo antes del anochecer, había caído un fuerte chaparrón y aunque la tierra del parque ya se había secado, seguía húmeda bajo los árboles. Nos habríamos internado unos diez metros en la arboleda cuando descubrimos huellas, las huellas de alguien que corría, como indicaban las profundas marcas de la punta del pie.

Terminaban de repente y otras más suaves se unían a las primeras, dos pares de pies que convergían allí procedentes de derecha e izquierda. A partir de ese punto había un rastro confuso que se dirigía hacia el oeste; algo más adelante se hacía borroso y finalmente, ya fuera de la arboleda, se perdía en la tierra seca.

Durante un minuto, o quizá más, corrimos de árbol en árbol, de mata en mata, buscando como sabuesos, asustados de lo que pudiésemos hallar. No encontramos nada y nos quedamos cara a cara, bañados por la luz de la luna, escuchando el absoluto silencio de la noche.

Nayland Smith retrocedió hacia las sombras y empezó a volver la cabeza de izquierda a derecha, despacio, tratando de abarcar con los ojos toda la extensión del parque. Se quedó mirando fijamente el punto donde la carretera se bifurcaba. De inmediato dio un respingo y echó a correr.

—¡Vamos, Petrie! —gritó—. ¡Ahí están!

Saltó una valla y echó a correr como loco a través del campo. En cuanto me recobré de la sorpresa le seguí, pero ya me llevaba una buena ventaja. Vi que se dirigía hacia unas siluetas en movimiento que destacaban contra las luces de la carretera.

Franqueamos otra valla y atravesamos como alma que lleva el diablo la esquina de una segunda zona de césped triangular. Estábamos a veinte metros de la carretera cuando el sonido de un motor que arrancaba quebró el silencio. Llegamos al camino de grava, pero sólo alcanzamos a ver las luces traseras de un coche que enfilaba hacia el norte.

Smith, desfallecido, se apoyó en un árbol.

—¡Eltham va en ese coche! —jadeó—. ¡Dios mío! ¿Nos tendremos que quedar aquí viendo cómo se lo llevan a…?

Golpeó el árbol con el puño en un gesto de trágica desesperación. La parada de taxis más cercana no quedaba muy lejos pero, aparte de la posibilidad de que no hubiera ninguno en aquel momento, a efectos prácticos igual podría haber estado a un kilómetro de distancia.

Apenas se oía ya el rumor del auto que se alejaba, pero aún distinguíamos las luces. En aquel momento, procedentes de la dirección opuesta, aparecieron los faros de otro vehículo, un coche que se acercaba cada vez más, tanto que la luz nos inundó a los pocos segundos.

Smith saltó a la carretera y se quedó allí, una extraña silueta con los brazos en alto plantada ante el coche que se aproximaba.

El automóvil, una gran limusina, frenó al instante. El conductor hizo una brusca maniobra para esquivar a Smith y casi se me lleva a mí por delante. Con todo, la cosa no llegó a mayores y el coche se detuvo de cara a la valla. Un hombre vestido de noche preguntó con gran inquietud qué había sucedido y Smith, desmelenado y sin sombrero, se acercó a la portezuela.

—Me llamo Nayland Smith —respondió a toda prisa—. Comisionado en Birmania. —Sacó un papel del bolsillo y se lo entregó al hombre, que parecía estupefacto—. Léalo. Lo firma el jefe de policía.

Con expresión de absoluta perplejidad, el otro obedeció.

—Ya lo ve, tengo carta blanca —prosiguió mi amigo sin miramientos—. Debo requisar el coche. ¡Es cuestión de vida o muerte!

El hombre le devolvió la carta.

—Pueden disponer de él —dijo a la vez que salía del automóvil—. Mi chófer está a sus órdenes. Continuaré en taxi. Soy…

Sin embargo, Smith no aguardó a conocer la identidad del otro.

—¡Rápido! —le gritó al estupefacto chófer—. Hace un minuto se ha cruzado con un coche; allí. ¿Puede alcanzarlo?

—Lo intentaré, señor, si no le perdemos la pista.

Smith se metió en el automóvil y tiró de mí para que subiera.

—¡Hágalo! —le espetó—. Para mí no hay límite de velocidad. ¡Gracias! ¡Buenas noches, señor!

Nos pusimos en marcha. El coche dio media vuelta y comenzó la persecución.

Al volverme por última vez, vi al hombre al que le habíamos arrebatado el coche, una figura solitaria junto a la calzada. El coche aceleró y nos lanzamos en pos de los secuestradores.

Smith estaba demasiado nervioso para mantener una conversación normal, pero no dejaba de hacer comentarios breves y entrecortados.

—Seguí a Fu-Manchú desde Hong Kong —dijo—. Lo perdí en Suez. Tomó un barco antes que yo. Eltham mantenía correspondencia con cierto mandarín del interior. Se enteraron. He ido a verle de inmediato, he llegado esta misma noche. Han enviado a Fu-Manchú para capturar a Eltham. ¡Dios mío! ¡Y ya lo tiene! ¡Lo interrogará! El interior de China… ¡es un hervidero, Petrie! Tienen que evitar que se filtre cualquier tipo de información. Ha venido para eso.

El coche se detuvo con una sacudida que me arrancó del asiento. El chófer bajó como una exhalación. Smith se apeó también al instante, pero el otro, que había corrido hacia un guardia, regresó enseguida.

—¡Suba, señor, suba! —gritó con los ojos brillantes por la emoción de la caza—. ¡Se dirigen a Battersea!

Nos pusimos en marcha de nuevo.

Entre rugidos de motor, atravesamos las calles desiertas. Dejamos atrás una zona de gasómetros y parcelas desoladas y enfilamos por una vía estrecha donde se veían portalones de patios y unas cuantas casas de aspecto humilde enfrentados a un muro alto y blanco.

—El Támesis queda a la derecha —dijo Smith sin apartar la vista del frente—. La guarida está junto al río, como de costumbre. ¡Oiga! —agarró el tubo acústico—. ¡Pare! ¡Pare!

La limusina viró hacia la estrecha acera y paró junto al portalón de un patio. Yo también había visto a nuestra presa: un coche largo y chato cuyo interior no estaba iluminado. Había girado por la esquina siguiente. En aquella esquina, a unos diez metros de nosotros, había una farola que iluminaba la zona con luz verdosa.

Smith se apeó del coche y yo le seguí.

—Debe de ser un callejón sin salida —dijo. Se volvió hacia el avispado chófer—. Retroceda hasta la esquina y aguarde allí, donde no le vean. Acérquese con el coche cuando oiga un silbato de policía.

El hombre pareció decepcionado pero no discutió la orden. Agarrándome del brazo para obligarme a avanzar, Smith se puso en marcha.

—Debemos llegar a esa esquina y averiguar dónde está el automóvil sin que se den cuenta —dijo.