1. LLAMADA A MEDIANOCHE

—¿Cuándo tuvo noticias de Nayland Smith por última vez? —me preguntó el visitante.

Me detuve con la mano apoyada en el sifón y lo pensé un momento.

—Hace dos meses —dije—. No es muy aficionado a escribir y me imagino que está algo deprimido.

—¿De qué se trata? ¿Acaso de un asunto de faldas?

—Algo por el estilo. Es un tipo muy reservado. La verdad es que apenas sé nada de la historia.

Dejé el whisky con soda delante del reverendo J. D. Eltham y le acerqué el bote de tabaco. El rostro refinado y sensible del clérigo no delataba en absoluto su carácter agresivo. El escaso y fino cabello, ya plateado en las sienes, parecía suave y sedoso; tenía la apariencia del típico pastor inglés. Sin embargo, en China le conocían como «El misionero luchador» y se había ganado el título a pulso. De hecho, aquel hombre de aspecto pacífico había provocado la guerra de los Boxers.

—¿Sabe? —dijo en su tono más clerical mientras rellenaba la pipa con saña—. A menudo me he preguntado… no dejo de preguntarme…

—¿Qué?

—¡Ese maldito chino! Desde el incidente en el sótano de aquella casa incendiada de Dulwich Village… no dejo de preguntarme…

Encendió la pipa y se dirigió a la chimenea para arrojar la cerilla al hogar.

—Bueno, nunca se sabe, ¿verdad? —prosiguió mientras me escudriñaba desde lejos con aquella mirada nerviosa e inquietante—. Si pensase que Fu-Manchú sigue vivo, si tuviese serias sospechas de que esa mente privilegiada, Petrie, ese increíble talento, ejem —titubeó como era típico en él—, ha sobrevivido, consideraría un deber…

—¿Sí? —pregunté a la vez que apoyaba los codos en la mesa y esbozaba una leve sonrisa.

—¡Si ese genio satánico no hubiera sido destruido, la paz mundial estaría de nuevo pendiente de un hilo!

Se estaba poniendo nervioso. Proyectaba la mandíbula hacia fuera con aquel gesto agresivo que yo ya conocía y chasqueaba los dedos para recalcar sus palabras; era el hombre más difícil que jamás se haya visto bajo una sotana.

—¡Tal vez haya regresado a China, doctor! —exclamó. Sus ojos lanzaron destellos combativos—. ¿Estaría usted tranquilo si pensase que ha sobrevivido? ¿No temería por su vida cada vez que tuviese que salir de noche, a solas, para atender a un paciente? Caray, Dios bendito, hace sólo dos años que estaba entre nosotros, hace sólo dos años que escudriñábamos cada sombra temiendo atisbar aquellos terribles ojos verdes. ¿Qué ha sido de su banda de asesinos… los estranguladores, los dacoits, esos terribles venenos, los insectos y qué sé yo… todo ese ejército de alimañas…?

Se detuvo para dar un trago.

—Usted —vaciló con timidez— llevó a cabo una investigación en Egipto con Nayland Smith, ¿verdad?

Asentí.

—Corríjame si me equivoco —prosiguió—; tengo entendido que buscaban a una muchacha. Creo que se llamaba Karamaneh…

—Sí —respondí con sequedad—; pero no encontramos ni rastro de ella. Ni rastro.

—Usted, ejem, ¿estaba interesado en ella?

—Más de lo que creía —contesté—, pero cuando me di cuenta ya la había perdido.

—No conocí a Karamaneh, pero por lo que usted dice, y por lo que dicen otras personas, era muy especial.

—Era muy hermosa —dije. Me levanté, pues estaba impaciente por dejar aquel tema.

Eltham me observó compadecido; estaba al corriente de que Nayland Smith y yo habíamos pasado algún tiempo buscando a aquella muchacha oriental de ojos oscuros que había puesto un poco de amor en mi triste vida; sabía que yo guardaba como un tesoro los recuerdos de la joven mientras que aborrecía los del inteligente y diabólico doctor chino que había sido su amo.

Se puso a recorrer la sala de un lado a otro mientras su pipa borbotaba con furia. Algo en la postura de su cabeza me recordó por un instante a Nayland Smith. En realidad, entre aquel clérigo de rostro sonrosado y apariencia tranquila y el comisionado afincado en Birmania, flaco, moreno y de ojos acerados, había pocas similitudes externas; no obstante, ambos compartían un aire nervioso que me hizo evocar, entre la humareda de pipa, una lejana noche estival en que Smith se había paseado por aquella misma habitación y, ante mis ojos atónitos, había descorrido la cortina que ocultaba el violento drama en el cual, sin que yo lo sospechase entonces, el destino me había reservado el papel protagonista.

Me pregunté si los pensamientos de Eltham habrían seguido el mismo curso que los míos. Mis cavilaciones estaban centradas en la inolvidable figura del criminal chino. Unas palabras resonaron en mis oídos, tal como Smith las había pronunciado: «Imagínese una persona alta, delgada y felina, de hombros altos, cejas Shakespeare y cara de demonio, el cráneo afeitado y unos ojos alargados, magnéticos, verdes como los de un gato. Dótele usted de toda la astucia cruel de la raza oriental pero concentrada en una única inteligencia gigantesca y se hará una idea de quién es el doctor Fu-Manchú, el peligro amarillo personificado.»

Sin duda, mi estado de ánimo se debía a la visita de Eltham, pues aquel curioso clérigo había tomado parte en los sucesos acaecidos hacía dos años.

—Me gustaría volver a ver a Smith —dijo de repente—; es una pena que alguien como él esté sepultado en Birmania. Ese lugar es capaz de hundir al hombre más entero, doctor. ¿Y dice que no se ha casado?

—No —respondí lacónicamente—, y ya no creo que lo haga.

—Sí, ya había insinuado usted algo por el estilo.

—No sé mucho del asunto, Nayland Smith no suele hacer confidencias.

—¡Es cierto, es cierto! La verdad, doctor, yo tampoco. —Se sentía cada vez más violento—. Con todo, tal vez usted tenga derecho a… yo… ejem… tengo un corresponsal en China…

—¿Sí? —dije. Ahora lo observaba con súbita impaciencia.

—Bueno, no quisiera despertar vanas esperanzas ni provocar, digamos, temores injustificados, pero ¡no, doctor! —Se ruborizó como una jovencita—. Tal vez cuando sepa algo más, ¿olvidará de momento lo que he dicho?

Sonó el teléfono.

—¡Vaya, hombre! —exclamó Eltham—, ¡mala suerte, doctor!

Sin embargo, advertí que en realidad lo alegraba la interrupción.

—¡Caramba! —añadió—. ¡Es la una de la madrugada!

Me dirigí al teléfono.

—¿Hablo con el doctor Petrie? —preguntó una voz femenina.

—Sí, ¿quién llama?

—La señora Hewett ha empeorado. ¿Podría acudir de inmediato?

—Claro —contesté, pues la señora Hewett no sólo era una paciente rentable sino también una buena mujer—. Llegaré dentro de un cuarto de hora.

Colgué el auricular.

—¿Un caso urgente? —preguntó Eltham al tiempo que vaciaba la pipa.

—Eso parece. Será mejor que se vaya a dormir.

—Preferiría acompañarlo, si no lo considera entrometido por mi parte. Después de nuestra conversación, no estoy en condiciones de meterme en la cama.

—¡Muy bien! —dije; en realidad, me apetecía la compañía. Tres minutos más tarde estábamos cruzando a grandes zancadas el parque desierto.

Había jirones de bruma suspendidos entre los árboles; a la luz de la luna, parecían velos colgados de tronco a tronco. En silencio, pasamos junto a las aguas del Mound Pond y enfilamos hacia el norte del parque.

Supongo que la presencia de Eltham y el irritante recuerdo de su principio de confidencia tuvieron la culpa; el caso es que mi pensamiento se empeñaba en darle vueltas al tema de Fu-Manchú y las atrocidades que había cometido durante su estancia en Inglaterra. Mi imaginación se había disparado y volví a percibir la amenaza que durante tanto tiempo se había cernido sobre nosotros; me sentía como si la sombra de aquella nube amarilla y criminal aún se proyectase sobre Inglaterra. Al mismo tiempo, me sorprendí a mí mismo anhelando la presencia de Nayland Smith. No puedo afirmar categóricamente en qué pensaba Eltham entretanto, pero me lo imagino; estaba tan silencioso como yo.

Al advertir que ya habíamos dejado atrás el parque y estábamos ante el domicilio de mi paciente, dejé a un lado, con gran esfuerzo de voluntad, aquel estado de ánimo introspectivo y pesimista.

—Daré un paseo —me comunicó Eltham—. Supongo que no se quedará mucho tiempo, ¿verdad? De todos modos, no perderé de vista la puerta.

—Muy bien —respondí y subí los peldaños a toda prisa.

No se veía luz en ninguna de las ventanas, circunstancia extraña esta, pues mi paciente ocupaba, o había ocupado en mi última visita, un dormitorio del primer piso con vistas a la calle. Golpeé la puerta con los nudillos y llamé al timbre, pero no obtuve respuesta. Estuve llamando con insistencia durante tres minutos. Por fin, una criada medio dormida y vestida a toda prisa descorrió el cerrojo de la puerta y, con expresión estúpida, me observó a la luz de la luna.

—¿La señora Hewett me ha mandado llamar? —pregunté con brusquedad.

La muchacha me contempló con expresión aún más estúpida que antes.

—No, señor —dijo—; no le ha llamado; ¡duerme como un tronco!

—¡Pero alguien me ha telefoneado! —insistí en un tono, me temo, bastante irritado.

—Nadie le ha llamado desde aquí, señor —declaró la muchacha, ahora con ojos como platos—. No tenemos teléfono, señor.

Me quedé allí plantado unos instantes, con una expresión tan estúpida como la suya; de repente, di media vuelta y bajé los peldaños. Cuando llegué a la puerta del jardín, miré a un lado y a otro de la calle. Todas las casas estaban a oscuras. ¿Qué significaba aquella misteriosa llamada? Estaba seguro de no haber confundido el nombre de mi paciente; aun así, era obvio que la llamada no procedía del domicilio de la señora Hewett. Tiempo atrás habría interpretado el incidente como el principio de alguna ofensiva, pero aquella noche me pareció más bien una broma de mal gusto.

Eltham se acercó caminando a paso vivo.

—Está muy solicitado esta noche, doctor —dijo—. Una joven ha llamado a su casa preguntando por usted cuando acababa de irse y al enterarse de que había salido ha acudido aquí directamente.

—¿De verdad? —dije sin acabar de creerlo—. En caso de urgencia, hay muchos más médicos.

—Habrá pensado que ahorraría tiempo, dado que usted ya estaba levantado y vestido —explicó Eltham—, y, por lo que me ha dicho, la casa queda bastante cerca de aquí.

Lo miré con desconfianza. ¿Se trataría de otra jugarreta de aquel bromista desconocido?

—Ya me han enredado una vez —dije—. La llamada telefónica era una broma.

—¡Estoy seguro de que esta vez es verdad! —declaró Eltham con expresión preocupada—. La pobre muchacha parecía estar terriblemente angustiada; su patrón se ha roto la pierna y está en el suelo, sin poderse mover. En el número 280 de Rectory Grove.

—¿Dónde está la muchacha? —pregunté con brusquedad.

—Ha regresado a casa corriendo en cuanto me ha dado el recado.

—¿Era una criada?

—Supongo que sí. Creo que era francesa, pero iba tan tapada que casi no le he visto la cara. Siento mucho que alguien le haya gastado una broma estúpida pero, créame, esto no lo es. —Seguía muy serio—. La pobre chica lloraba tanto que apenas podía articular palabra. Me ha confundido con usted, claro.

—¡Oh! —exclamé malhumorado—; bueno, supongo que tendré que ir. ¿Una pierna rota, ha dicho? ¡He dejado en casa el maletín quirúrgico, las tablillas y todo lo demás!

—¡Querido Petrie! —exclamó Eltham con su entusiasmo habitual—, sin duda podrá hacer algo por aliviar el sufrimiento del pobre hombre. Yo iré corriendo a su casa, cogeré el maletín y me reuniré con usted en el 280 de Rectory Grove.

—Es muy amable por su parte, Eltham…

Levantó la mano.

—Usted jamás dudaría en socorrer a una persona en apuros, Petrie, y yo tampoco.

Al oír aquello, me abstuve de protestar de nuevo, pues su punto de vista era obvio y su determinación inquebrantable. Le dije dónde encontraría el maletín y, una vez más, atravesamos el parque a la luz de la luna, él hacia el oeste y yo en dirección este.

Calculo que llevaría recorridos unos trescientos metros, sin dejar de darle vueltas a la cabeza, cuando se me ocurrió algo que arrojaba nueva luz sobre los recientes acontecimientos. Pensé en la falsa llamada, en la improbabilidad de que aun el bromista más ensañado se dedicara a hacerse el gracioso a la una de la madrugada. Repasé nuestra reciente conversación; sobre todo, pensé en la muchacha a la que Eltham había descrito como una criada francesa, tan encantadora que se había granjeado de inmediato la simpatía del hombre. En aquel momento, un nuevo pensamiento vino a completar mis cavilaciones, de tal manera que la sospecha casi se convirtió en certeza.

Recordé (y dado que conocía el barrio debería haberlo pensado antes) que el número 280 de Rectory Grove no existía. Me detuve en seco y miré a mi alrededor. No se veía un alma, ni siquiera un guardia. Nada se movía bajo las farolas que flanqueaban los senderos principales del parque; nada pululaba entre las sombras que me envolvían. Sin embargo, algo se agitó en lo más profundo de mi ser, una voz interior que llevaba mucho tiempo adormecida.

¿Qué se estaba tramando?

La brisa acarició las hojas de los árboles levantando misteriosos susurros que rompieron el silencio. Una verdad amenazante trataba de abrirse paso en mi mente. Me esforcé por sosegarme, pero la sensación de peligro inminente y de misterio se hizo más abrumadora. Por fin, no pude seguir luchando contra mis temores. Di media vuelta y eché a correr en dirección sur, hacia mis habitaciones, en pos de Eltham.

Tenía la esperanza de alcanzarlo, pero no lo veía por ninguna parte. Justo cuando llegué a la carretera pasó un tranvía nocturno y mientras corría tras él vi que mis ventanas estaban iluminadas y que también había luz en el vestíbulo.

Acababa de meter la llave en la cerradura cuando el ama de llaves abrió la puerta.

—Acaba de llegar un caballero, doctor… —empezó a decir.

La empujé a un lado y corrí escaleras arriba, hacia mi estudio.

De pie junto al escritorio, había un hombre alto y delgado; su rostro adusto tan moreno como un grano de café, sus acerados ojos grises fijos en mí. El corazón me dio un vuelco y después pareció detenerse.

¡Era Nayland Smith!

—¡Smith! —exclamé yo—. ¡Smith, viejo amigo, Dios mío, me alegro de verlo!

Me dio un buen apretón de manos y me miró con sus ojos inquisitivos. Sin embargo, había poca alegría en su expresión. Parecía aún más melancólico que la última vez que lo viera; más consumido y más enjuto.

—¿Dónde está Eltham? —pregunté.

Smith dio un respingo hacia atrás como si le hubiera golpeado.

—¡Eltham! —susurró—. ¡Eltham! ¿Está aquí?

—Nos hemos separado hace diez minutos, en el parque.

Smith estampó el puño derecho contra la palma de la mano izquierda y le brillaron los ojos casi con ferocidad.

—¡Dios mío, Petrie! —dijo—, ¿estoy destinado a llegar siempre demasiado tarde?

En aquel instante se confirmaron mis espantosos temores. Noté que me flaqueaban las piernas.

—Smith, no querrá decir que…

—¡Sí, Petrie! —La voz parecía venir de muy lejos—. Fu-Manchú está aquí, y Eltham… ¡Dios le ayude! Es su primera víctima.