30. LAS LLAMAS

Más tarde tendríamos pruebas de que el pobre Weymouth había estado llevando una vida salvaje, oculto entre los espesos arbustos del terreno indómito que quedaba entre el pueblo y el barrio de la colina en que estaba su casa. Había regresado, literalmente, al salvajismo primitivo. Parte de su alimentación había sido la de los animales más bajos, aunque no había sentido escrúpulos a la hora de robar, como supimos cuando se descubrió su actividad y lo que fuera su cubil.

Se había ocultado astutamente, pero aparecieron testigos que declararon haberle visto, por la noche, y haber huido de él. Nunca llegaron a saber que el objeto de sus temores era el inspector John Weymouth. Lo que nunca pudimos saber es cómo, después de escapar de una muerte segura en el Támesis, había logrado cruzar Londres sin ser visto; pero aquel acto que consistía en acudir todas las noches a llamar a su propia puerta a las dos y media (una especie de alborear de la cordura misteriosamente enlazado con sus viejas costumbres) es un síntoma familiar para cualquier estudioso de la alienación.

Pero volvamos a la noche en que Smith resolvió el misterio de aquellas llamadas nocturnas.

En un coche que nos esperaba en el pueblo, salimos a toda velocidad, atravesando las calles desiertas, hacia New Inn Court. Yo, que había acompañado a Nayland Smith en todos sus éxitos y fracasos, sabía que aquella noche se había superado a sí mismo y había justificado plenamente la confianza depositada en él por las más altas autoridades.

Fuimos introducidos en una habitación desordenada (la habitación de un estudioso, un viajero y un maniático) por un policía de paisano. Entre los fragmentos pintorescos y revueltos de mil lugares y tiempos, un hombre esposado estaba sentado en una gran silla labrada situada junto a una enorme estatua de Buda. Llevaba melena blanca y barba patriarcal; su pose tenía una gran dignidad. Pero su expresión quedaba completamente oculta por las gafas oscuras que llevaba.

Otros dos detectives vigilaban al prisionero.

—Arrestamos al profesor Jenner Monde cuando llegó, señor —informó el hombre que nos había abierto la puerta—. No ha querido hacer ninguna declaración. Confío en que no sea un error.

—Yo también —dijo rápidamente Smith.

Cruzó la habitación. Le consumía una excitación febril. Casi de un modo violento, arrancó la barba, después hizo lo mismo con la nevada peluca y arrojó al suelo los lentes ahumados.

Quedó al descubierto una frente amplia y brillante, unos ojos verdes y malignos que se clavaron en mi amigo con una expresión que no podré olvidar jamás.

¡Era el doctor Fu-Manchú!

Siguió un momento de intenso silencio, un silencio palpitante. Y entonces:

—¿Qué ha hecho con el profesor Monde? —inquirió Smith.

El doctor Fu-Manchú mostró sus dientes regulares y amarillos con aquella sonrisa pérfida que tan bien conocíamos. Era nuestro prisionero, un prisionero esposado, pero se sentaba en aquel banquillo tan erguido como un juez. He de confesar, en honor a la justicia y a la verdad, que Fu-Manchú desconocía lo que significa el miedo.

—Ha sido retenido en China —replicó en tono suave, silbante—, por unos asuntos de suma urgencia. Su personalidad bien conocida y sus costumbres un poco peregrinas me han sido de gran utilidad aquí en estos momentos, por suerte.

Me daba cuenta de que Smith no sabía muy bien cómo actuar; se acariciaba el lóbulo de la oreja y pasaba la vista alternativamente del chino impasible a los detectives asombrados.

—¿Qué hacemos, señor? —preguntó uno de ellos.

—Déjennos solos, al doctor Petrie y a mí, con el detenido; y esperen a que les llame.

Se retiraron los tres. Adiviné lo que iba a suceder.

—¿Puede usted devolver la razón al inspector Weymouth? —preguntó Smith sin perder tiempo, casi de sopetón—. No puedo salvarle de la horca ni —apretó convulsivamente los puños— lo haría, si pudiese; pero…

Fu-Manchú fijó sus ojos brillantes en él.

—No siga usted, señor Smith —le interrumpió—; usted me comprende mal. Es cosa suya. Pero debería saber que lo que yo hago por convicción y lo que hago por necesidad son cosas rigurosamente distintas y separadas…, son mares que no se comunican. Si herí al valeroso inspector Weymouth con una aguja envenenada fue en legítima defensa, y deploro su estado tanto como usted mismo. Es un hombre que me inspira respeto. Y, efectivamente, existe un antídoto contra el veneno de aquella jeringuilla.

—Diga cuál —exclamó Smith.

Fu-Manchú sonrió de nuevo.

—¿Para qué? Es inútil —repuso—. Sólo yo puedo prepararlo. Mis secretos morirán conmigo. Devolveré la razón al inspector Weymouth, pero nadie más que él y yo deberá estar en la casa.

—Estará rodeada por la policía —le interrumpió Smith, ceñudo.

—Como usted desee —dijo Fu-Manchú—. Ordene los preparativos que crea convenientes. Los materiales e instrumentos para la cura están sobre la mesa, en esa caja de ébano. Disponga las cosas para que le visite dónde y cuándo usted quiera…

—No me fío ni lo más mínimo. Está tramando algo —dijo Smith, impulsivamente.

El doctor Fu-Manchú se puso en pie lentamente hasta desplegar toda su estatura. Los grilletes que llevaba en las muñecas no lograban hacerle perder ni un ápice de la impresionante dignidad que le era propia. Las levantó por encima de su cabeza con ademán trágico y fijó su mirada penetrante en Nayland Smith.

—¡Que el Dios de Catay sea mi testigo! —dijo con voz profunda tocada con una nota gutural—. Juro…

Fu-Manchú era, sin duda, el más terrible visitante que hubiera amenazado nunca la paz de Inglaterra; el fin de su visita fue característico… truculento… inexplicable…

Por extraño que parezca, estoy seguro de que aquel ser inconcebible había desarrollado en su mente una cierta admiración o respeto por el hombre al que había infligido tan espantosa herida. Era, sin duda, capaz de esa clase de sentimientos, porque también por mí había demostrado una debilidad —si así puede llamarse— muy semejante.

Había una casa situada un poco más abajo de la de Weymouth, en la misma calle del pueblo, que estaba vacía. Allí, a la luz incierta del amanecer de aquella misma mañana, tuvieron lugar los más alucinantes acontecimientos de esta historia.

Trasladamos allí al pobre Weymouth, todavía en estado comatoso, después de que Smith hubiera obtenido la llave de manos del asombrado agente inmobiliario. Imagino que nunca paciente alguno había sido visitado por un especialista más extravagante o, en todo caso, no en condiciones similares.

La casa, que había sido rodeada completamente por un círculo de policías, vio llegar al doctor Fu-Manchú en un coche cerrado en el cual, una vez terminado su trabajo, sería conducido a la prisión… ¡y a la muerte!

La ley y la justicia habían tenido que aplazar sus trámites por orden de mi amigo —cuyos poderes reales le permitían tanto y aún más—, hasta que el implacable enemigo de la raza blanca cumpliese su cometido de curar voluntariamente a uno de los que más habían luchado por darle caza y acabar con él.

No había curiosos por la zona, porque todavía no había salido el sol; tampoco estudiantes animosos que admirasen la mano del maestro; pero en aquella casita de campo circundada por las fuerzas del orden, tuvo lugar uno de esos milagros de la ciencia que en cualesquiera otras circunstancias habría servido para hacer del doctor Fu Manchó una celebridad inmortal.

El inspector Weymouth, aturdido, desgreñado, apretándose la cabeza como un hombre que acabase de pasar (¡y era eso!) por el negro túnel de las sombras eternas, salió al porche, sano y cuerdo, ¡curado!

Miró hacia nosotros con ojos alarmados, pero aquella alarma no era la pavorosa alarma de la insania.

—¡Señor Smith! —exclamó; y dio un par de traspiés por el sendero—. ¡Doctor Petrie! ¿Qué…?

Se produjo una explosión ensordecedora. Surgieron llamas por todos los huecos visibles de la casa hasta entonces vacía, llamas enormes.

—¡Deprisa! —gritó Smith con un grito que era casi un alarido—. ¡A la casa!

Se precipitó camino arriba pasando junto al inspector Weymouth que estaba parado, tambaleándose como un borracho. Yo iba casi pegado a sus talones. Y, detrás de mí, la policía.

Era imposible cruzar la puerta. Arrojaba vaharadas de aire abrasador que arrastraba crecientes nubarrones de humo espeso. La boca del infierno.

Reventamos una ventana, pero ¡el interior era el mismo infierno!

—¡Dios mío! —gritó alguien—. ¡Esto es algo sobrenatural!

—Escuchen… —gritó otro—. ¡Escuchen!

La multitud que sólo un incendio puede reunir a cualquier hora del día o de la noche comenzaba a agruparse, surgiendo de no se sabía dónde. Pero todos habían sido cubiertos por un manto de silencio.

Del corazón mismo de aquel holocausto brotaba una voz amplificada, una voz que se elevaba en un himno que no era de angustia, sino ¡de triunfo! Entonó aquella especie de himno bárbaro… y desapareció.

Las llamas crecían y crecían, más allá de lo posible, desbordándose por cada ventana.

—¡Rápido! —dijo Smith con voz ronca—. ¡Hay que llamar a los bomberos!

Llego ya al final de mi crónica y tengo la sensación de que estoy traicionando la confianza de mis lectores. Porque, después de haber descrito con todo lujo de detalles al demoníaco y maligno doctor chino, no puedo terminar mi tarea como hubiera deseado, no puedo escribir la palabra FIN y dar por concluida mi narración; no puedo escribir, al menos, con conciencia de que se trate verdaderamente del final.

Hay veces que pienso que mi pluma permanece ociosa sólo durante una temporada, y que, en realidad, he trabajado solamente sobre una fase de un movimiento que tiene otras cien partes. Tengo la esperanza de que haya una continuación, aunque esa esperanza vaya contra todos los presupuestos de la lógica y las perspectivas de Occidente. Pero no puedo pretender, en este momento, saber si mi esperanza se hará o no realidad. El futuro guarda pues, entre sus muchos secretos, este secreto precioso para mí.

Pido, por tanto, a mis lectores que me absuelvan del pecado de no dejar bien terminada mi obra; y que comprendan que cualquier curiosidad no satisfecha que esta narración pueda dejar pendiente en el ánimo del lector queda igualmente insatisfecha en el del que la ha redactado.

Intencionadamente pasé a toda prisa de las habitaciones del profesor Jenner Monde a este episodio final en la casa deshabitada; he tratado de que el camino fuera corto para intentar que las últimas páginas de mi crónica tuviesen un hálito de la atmósfera agitada que nos arrastró, como una ventolera, desde un acontecimiento al otro.

Tal vez el resultado tenga la apariencia de un simple esbozo, pero esa es la impresión que tuve de la realidad. En mi mente no han quedado detalles perfilados de los sucesos de aquella noche: Fu-Manchú arrestado… Fu-Manchú esposado… Fu-Manchú entrando en la casa para realizar su misión curativa; Weymouth, milagrosamente recuperada la razón, saliendo de ella y viniendo hacia mí; el edificio en llamas… ¿Y después?

En menos de lo que se tarda en contarlo, el edificio quedó reducido a su osamenta, lo que hizo pensar en algún agente desconocido que pudiese acelerar de tal manera el fuego; y bajo la osamenta, entre las cenizas… ¡no había rastro de huesos humanos!

Me han preguntado a menudo si no existía alguna posibilidad de que Fu-Manchú se hubiese escabullido aprovechándose de la confusión reinante en torno al incendio: ¿no había algún hueco por el que escapar? La respuesta es que, en mi opinión, hasta una rata hubiera encontrado dificultades para salir de la casa sin ser detectada. De lo que no me cabe duda, por el contrario, es de que Fu-Manchú había sido quien, de manera desconocida e inexplicable y mediante algún procedimiento misterioso, había producido aquellas llamaradas tan absolutamente fuera de lo normal. ¿Habría decidido encender su propia pira funeraria?

Mientras escribo estas líneas tengo delante una hoja manchada y arrugada de vitela. Sobre ella hay unas líneas, trazadas con mano torpe. La letra es peculiar, pero legible. El papel apareció en uno de los bolsillos de la ropa andrajosa del inspector Weymouth (que sigue gozando en el día de hoy de perfecta salud mental).

Dejo al lector que conjeture cuándo fueron escritas. El cómo llegaron al lugar donde Weymouth las encontró no precisa de mayores explicaciones. Dicen así:

Al señor comisionado NAYLAND SMITH y al doctor PETRIE, mis saludos.

Me reclama en mi patria quien no puede ser desobedecido.

En muchas de las cosas que vine a hacer, he fracasado. Muchas de las que he hecho, no las haría; unas pocas, las he deshecho.

Del fuego salí… del rescoldo de algo que un día ha de ser llama destructora, con el fuego me voy.

Es inútil buscar mis cenizas, ¡soy el señor del fuego! Adiós.

Fu-Manchú

Dejo a quienes me han acompañado en mis varios encuentros con el hombre que escribió ese mensaje la tarea de juzgar si es la misiva de un loco empeñado en su propia destrucción por extraños medios, o la chanza de un científico de inteligencia preternatural, el ser más inaccesible que haya nacido nunca en la mismísima tierra del misterio: China.

No puedo, por ahora, servir de más ayuda para dar un veredicto. Llegará un día (aunque rezo porque no sea así) en que seré capaz de arrojar nueva luz sobre lo mucho que queda oscuro en todo esto. Ese día, según sospecho, sólo amanecerá en el caso de que el temible doctor chino haya sobrevivido. Por eso ruego al cielo que nunca llegue a descorrerse el velo que ahora nos lo nubla.

Pero, como dije, esta historia tiene otra continuación que, en cambio, puedo contemplar con muy diferente ánimo. ¿Cómo concluir, pues, esta narración de final tan poco satisfactorio?

¿Debo contar, como desenlace, la despedida de mi encantadora Karamaneh, la de los negros ojos, a bordo del paquebote que había de conducirla a Egipto?

No; permítanme terminar con palabras de Nayland Smith:

—Salgo para Birmania dentro de quince días, Petrie. Tengo permiso para hacer un alto en el Canal. ¿Qué le parecería una escapadita por el Nilo? Todavía no es temporada, pero ¡seguro que encuentra usted algo con qué entretenerse!