29. EL AUTOR DE LAS LLAMADAS

Anochecía cuando emprendimos el camino de Maple Cottage. Nayland Smith parecía estar interesadísimo en las características del barrio. Un muro alto y antiguo bordeaba la carretera por la que fuimos caminando un buen trecho. Después, en vez de muro, continuaba una valla desvencijada.

Mi amigo atisbo entre los agujeros de esta última.

—Es una buena finca —dijo—, y todavía no la han estropeado los constructores. Hay una zona de árboles bastante grande a un lado, y más abajo algo que parece un estanque.

El camino estaba tranquilo; oímos el sonido inconfundible de un policía acercándose. Smith continuó atisbando por el agujero de la valla hasta que el guardia llegó a nuestra altura.

—¿Este terreno llega hasta el pueblo, agente? —inquirió entonces.

El guardia se paró con evidentes ganas de charla, y quedó ante nosotros con los pulgares metidos en el cinturón.

—Sí, señor. Al parecer, van a abrir tres calles nuevas a través de él desde aquí a la colina.

—Debe de ser un sitio estupendo para cazar.

—Así es, señor. Hay algunos furtivos y he visto tipos sospechosos por aquí de vez en cuando. Pero de noche podría haber dentro todo un ejército y nadie se enteraría.

—¿Hay muchos robos en las casas de esta zona?

—¡Oh, no! El deporte favorito de un sector de la población es llevarse las botellas de leche y el pan de las puertas en cuanto lo deja el lechero. Últimamente parece que ha aumentado la afición. El compañero que me releva tiene órdenes especiales de andar con ojo por la mañana. —El hombre sonrió—. De todas formas tampoco le pasaría demasiado al que pillase. ¡Si es que pilla alguno!

—No —dijo Smith con aire ausente—, probablemente no. No debe de ser malo pasear por aquí con este buen tiempo, ¿eh, agente? Buenas noches.

—Buenas noches, señor, y muchas gracias —replicó el guardia guardándose media corona.

Smith le miró alejarse durante un momento, acariciándose pensativo el lóbulo de la oreja.

—No estoy tan seguro de que no haya algún pájaro interesante que cazar por aquí después de todo —murmuró—. Vámonos, Petrie.

No dijo una palabra más hasta que llegamos a la puerta de Maple Cottage. Había un detective de guardia que esperaba a Smith. Se llevó la mano al sombrero.

—¿Ha encontrado algún escondite adecuado? —preguntó sin perder tiempo mi acompañante.

—Sí, señor —fue la respuesta—. Kent, mi compañero, está allí ahora. Como verá, desde aquí es invisible.

—Efectivamente —contestó Smith mirando alrededor—. Invisible. ¿Dónde está?

—Detrás de aquella pared rota —explicó el hombre, señalándola—. A través de la yedra se ve perfectamente la puerta de la casa.

—Muy bien. Tengan los ojos bien abiertos. Si llegase alguien con un mensaje para mí no lo dejen pasar, ¿entendido? Nadie tiene que molestarnos. Reconocerá al mensajero; es uno de sus compañeros. Si le ve aparecer silbe tres veces lo más parecido a un búho que sepa.

Caminamos hacia el porche. Smith llamó al timbre y James Weymouth, que aparentó una gran tranquilidad con nuestra llegada, vino a abrir.

—Lo primero —dijo mi amigo de inmediato—, es que suba usted a ver a la paciente, Petrie.

Seguí a Weymouth escaleras arriba y su mujer me hizo pasar a un pequeño dormitorio, muy limpio y ordenado, en el que yacía la pobre mujer abrumada por la pena, constituyendo un espectáculo de absoluto patetismo.

—¿Le administró el somnífero como dije? —pregunté.

La señora de James Weymouth asintió con la cabeza. Era una mujer de aspecto agradable, pero en sus ojos castaños flotaba el mismo hálito de temor que turbaba los azules de su marido.

La enferma dormía profundamente. Di algunas instrucciones en voz baja a la fiel enfermera y bajé a la sala. La noche era tibia y Weymouth estaba sentado junto a la ventana abierta, fumando. La luz suave de la lámpara que había sobre la mesa le daba un aspecto sorprendentemente parecido a su hermano; por unos instantes quedé parado al pie de las escaleras sin saber si estaba despierto o soñando. Cuando volvió la cara hacia mí, la ilusión desapareció.

—¿Cree que se despertará, doctor? —preguntó.

—Casi seguro que no —repliqué.

Nayland Smith, al lado de la chimenea, se apoyaba alternativamente en uno y otro pie con su impaciencia y nerviosismo habituales. Fumaba también, y la habitación estaba cargada de humo de tabaco. Cada cinco o diez minutos se le apagaba la pipa, aquella pipa de brezo que nunca jamás le había visto limpiar o rascar. Creo que Smith usa más cerillas que ningún otro fumador que haya conocido, y siempre lleva un mínimo de tres cajetillas en los diversos bolsillos de su ropa.

El vicio de fumar es contagioso y, sentándome en una butaca, encendí a mi vez un cigarrillo. Me había preparado para la vigilia y llevaba conmigo un puñado de notas en sucio, un cuaderno y mi estilográfica. Me puse a trabajar en mi relato de la historia del doctor Fu-Manchú.

El silencio rodeaba Maple Cottage. Nada entorpecía mi tarea porque los únicos ruidos que se escuchaban eran el susurro del aire entre los cedros y las eternas cerillas de Smith raspando en la cajetilla. Pero, a pesar de ello, apenas conseguía progresar. Entre mi pensamiento y el capítulo en el que trabajaba se introducía insidiosamente una frase que me venía una y otra vez a la mente. Era como si una mano invisible me pusiera delante de los ojos un papel escrito. La frase decía así:

«Imagínese una persona alta, delgada y felina, de hombros altos, cejas a lo Shakespeare y cara de demonio, el cráneo afeitado y unos ojos alargados, magnéticos, verdes como los de un gato. Dótele usted de toda la astucia cruel de la raza oriental pero concentrada en una única inteligencia gigantesca…»

¡El doctor Fu-Manchú! Fu-Manchú tal y como Smith me lo había descrito aquella noche que ahora parecía tan increíblemente lejana, la noche que supe de la existencia de aquel ser alucinante y maligno, nacido de un movimiento secreto que trataba de aunar los esfuerzos para implantarla supremacía de las razas amarillas.

Cuando Smith golpeaba su pipa contra una barra del hogar por décima o duodécima vez, el reloj de cuco de la cocina marcó la hora.

—Las dos —dijo James Weymouth.

Abandoné la escritura, volví a meter el cuaderno y las notas en el maletín que tenía a mi lado. Weymouth ajustó la lámpara, que había empezado a humear.

Me acerqué de puntillas a la escalera y subí, con mucho cuidado, a la habitación de la enferma. Todo estaba tranquilo y la señora Weymouth me susurró que la paciente seguía durmiendo profundamente. Bajé y me encontré a Nayland Smith recorriendo la habitación arriba y abajo en aquel estado de excitación reprimida que siempre tenía cuando se aproximaba una crisis. A las dos y cuarto la brisa desapareció por completo y la quietud y el silencio que reinaba no permitía suponer en modo alguno que estuviéramos tan cerca del corazón siempre agitado de la metrópoli. Se oía perfectamente la respiración pesada de Weymouth, sentado junto a la ventana y tratando de atravesar con la vista las negras sombras bajo los cedros. Smith detuvo su caminar incesante y se quedó de pie, muy quieto, sobre la esterilla de la chimenea. ¡Había oído algo! Todos lo habíamos oído.

Un ruido lejano e impreciso rompió la intranquilidad procedente de la calle que iba al pueblo. Era un sonido vago, indefinido, breve, seguido después por un silencio más acentuado que antes. Smith había apagado la lámpara hacía unos minutos. En la oscuridad, le oía chasquear la lengua con fuerza.

Un búho lanzó tres veces su llamada.

Era la señal de que se acercaba un mensajero; pero aunque sabía eso, no sabía de dónde venía ni qué noticias podía traer. Los planes de mi amigo eran desconocidos para mí y no le había pedido explicación alguna de su naturaleza porque, conociéndole, sabía que estaba en uno de esos estados de ánimo especialmente irritables que le poseían en los momentos de incertidumbre, cuando no estaba seguro de lo acertado de sus acciones, de la precisión de sus conjeturas. No hizo señal alguna.

Oí a lo lejos un reloj que tocaba la media. Una brisa suave se alzó de nuevo acariciando las ramas. Pensé que el viento debía de haber cambiado de dirección porque no había oído aquel reloj hasta entonces. Era difícil de creer, en un lugar tan solitario, que aquella fuera la campana de San Pablo. Y sin embargo, así era.

Casi superponiéndose al tañido, llegó otro ruido, el ruido que todos estábamos esperando, pero ante cuya concreción ninguno de nosotros, creo, pudo mantener el completo dominio de sí mismo. Rompiendo el silencio de una forma que hizo saltar enloquecido mi corazón, sonó una llamada imperiosa en la puerta.

—¡Dios mío! —gimió Weymouth; pero no se movió de su puesto junto a la ventana.

—¡Quieto, Petrie! —dijo Smith.

Yo sabía que estaba pálido y creo que grité al echarme hacia atrás, aterrado, en el momento en que vi lo que había en el umbral.

Era una figura salvaje, andrajosa, de barba hirsuta y ojos enloquecidos y feroces. Se agarraba el pelo con las manos, apretaba la mandíbula, se golpeaba la boca. La luz de la luna no llegaba hasta la silueta de aquel visitante del otro mundo, pero, a pesar de la escasa iluminación, se podían ver brillar sus dientes y aquellos ojos ardientes y salvajes.

Empezó a reír; una carcajada y después otra, estremecedor, horrísono.

Nunca nada tan espantoso había penetrado en mis oídos. Estaba petrificado por lo horrible de aquel sonido.

Nayland Smith encendió una linterna que llevaba y dirigió el disco de luz blanca hacia la cara del ser que permanecía en el hueco de la puerta.

—¡Dios mío! —gritó Weymouth—. ¡Es John! —Y repitió una y otra vez—: ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Creo que, por primera vez en mi vida, creí verdaderamente (no, no lo creí: tuve la certeza) que una cosa de otro planeta estaba delante de mí. Me avergüenzo de tener que confesar la magnitud del horror que me poseyó. James Weymouth levantó las manos como para apartar de él aquella cosa monstruosa que estaba en la puerta. Balbuceó incoherentemente algo que supongo eran oraciones.

—¡Sujétele, Petrie!

La voz de Smith sonó grave. Cuando los demás éramos incapaces de pensar o llevar a cabo cualquier acción inteligente, él, dueño de sí, tranquilo, con aquella calma obligada que, una vez superada la crisis, pagaba a costa de su sistema nervioso, se acordó de la pobre mujer que dormía arriba. Dio un salto hacia adelante; y en el instante en que se topó con el que había llamado a la puerta comprendí que el visitante era un hombre de carne y hueso, un hombre que aullaba y luchaba como un animal salvaje, echando espuma por la boca, enseñando los dientes en hórrido frenesí; comprendí que era un demente…, comprendí que era la víctima de Fu-Manchú; no un muerto, sino un vivo; que era: ¡el inspector Weymouth, loco!

Lo comprendí todo en un instante y salté como un rayo en ayuda de Smith. Se oyeron pasos a todo correr y aparecieron en el porche los hombres que estaban vigilando en el exterior. Había un tercer hombre con ellos y los cinco (porque el hermano de Weymouth todavía no había podido asimilar el hecho de que lo que aullaba y se revolvía en medio de nosotros era un hombre y no un espíritu) nos lanzamos sobre aquel loco furioso sin poder sujetarlo apenas.

—¡La jeringuilla, Petrie! —me lanzó Smith—. ¡Deprisa! ¡Arrégleselas para ponerle una inyección!

Me escabullí del tumulto y entré corriendo en busca de mi maletín. Tenía una jeringuilla cargada y preparada que había llevado conmigo a petición de Smith. Incluso en aquel momento de máxima tensión tuve tiempo de admirar la increíble capacidad de anticipación de mi amigo, que había adivinado lo que sucedía y lo que iba a suceder, que había logrado discernir la difícil y lamentable verdad de las caóticas circunstancias en las que nos encontrábamos aquella noche en Maple Cottage.

No voy a extenderme en torno al final de la espantosa pelea. Hubo un momento en el que perdí la esperanza (todos la perdimos) de llegar a tranquilizar a aquella pobre criatura demente. Pero finalmente, pudo hacerse; y el salvaje y feroz salpicado de sangre al que habíamos conocido antes como detective Weymouth yacía quieto sobre el diván de su propia sala de estar. Mi mente volvió a maravillarse ante el genio increíble de aquel ser monstruoso que con la simple raspadura de una aguja había convertido a un hombre valeroso y bueno en aquella cosa brutal y enfermiza.

Nayland Smith, excitado, nervioso, temblando todavía por el esfuerzo tremendo, se volvió hacia el hombre que había traído el mensaje de Scotland Yard.

—¿Y bien? —le preguntó rápidamente.

—Ha sido detenido, señor —informó el detective—. Está confinado en sus habitaciones como usted ordenó.

—¿Sigue estando dormida? —me preguntó Smith.

Yo acababa de volver del piso de arriba, de visitar a la enferma que yacía en el lecho. Asentí.

—¿Podemos considerarlo seguro una o dos horas? ¿Seguirá así? —E indicó la figura tendida en el diván.

—Por lo menos ocho o diez horas —repliqué, serio.

—Entonces vamos. Nuestros trabajos de esta noche todavía no están terminados por completo.