28. LLAMAN A LA PUERTA

De tantas cosas como habíamos esperado conseguir durante el tiempo que duró la persecución al doctor Fu-Manchú, muy pocas podíamos contabilizar en nuestro haber. Ni un solo componente del grupo asesino había caído vivo en nuestras manos, porque Karamaneh y Aziz, su hermano, no eran servidores del satánico poder, sino víctimas. Crímenes monstruosos jalonaban el paso de Fu-Manchú por Inglaterra. Pero apenas la mitad de lo acontecido (y ninguno de los últimos acontecimientos) se había hecho público. La autoridad de Nayland Smith bastaba para controlar a la prensa.

De no haber sido por ese veto, el país entero hubiese quedado sumido en el pánico absoluto ante la presencia entre la niebla de un fenómeno maligno más demoníaco que humano.

Las actividades secretas de Fu-Manchú se habían llevado a cabo siempre en torno a la gran vía fluvial y, por eso, su fin tenía mucho de justicia poética: el Támesis había reclamado para sí a quien tanto había utilizado su cauce para hacer circular sus ejércitos secretos. Desaparecidos los hombres amarillos que habían servido como instrumento de su maléfica voluntad, desaparecido el gigantesco cerebro que controlaba la complejísima maquinaria asesina, Karamaneh era libre al fin y ya no tendría que volver a emplear su maravillosa sonrisa tentadora para arrastrar a tantos hombres a la muerte; todo para que su hermano pudiera vivir.

No dudo de que muchos verán con horror a la bella oriental. Pido para ella el perdón y pido que se comprenda que yo se lo haya concedido desde siempre. Nadie que haya posado la vista en ella podría condenarla sin escucharla primero. Y muchos, después de contemplar sus ojos encantadores, encontrarían en ellos lo que yo encontré y le perdonarían también casi cualquier posible delito.

No era de extrañar que para ella la vida humana tuviera poco valor. Su nacionalidad, su historia personal, son excusa suficiente para una actitud que no sería disculpable en una europea de cultura similar.

Pero he de confesar, asimismo, que, para mí, había en su naturaleza cosas absolutamente incomprensibles. Para mis ojos occidentales, para mi corta vista de británico, su alma era un libro cerrado. Pero su cuerpo era algo exquisito, delicioso, su belleza explicaba las más extravagantes rapsodias de los poetas de Oriente. Los ojos de Karamaneh desafiaban al mundo entero desde su atractivo oriental; sus labios eran, incluso en reposo, una provocación. En ella, Oriente se funde con Occidente y Occidente con Oriente.

Para terminar: a pesar de sus actividades tortuosas, a pesar de la seguridad despectiva de la que la sabía capaz, era una muchacha indefensa —por edad, desde luego, casi una niña— que los hados habían cruzado en mi camino y que yo no podía abandonar a su suerte. A petición suya, había encargado billetes para ella y su hermano con destino a Egipto. El barco zarpaba a los tres días. Pero los grandes ojos negros de Karamaneh estaban tristes, más de una vez vi lágrimas tras las hermosas pestañas. ¿Me piden que describa mis propias emociones, la turbulencia que agitaba mi ánimo, la lucha que desgarraba mi corazón? No: sería inútil porque sé que es imposible. En aquellos ojos embriagadores ardía un fuego que no me atrevía a mirar; aquellas pestañas de seda rizada velaban un mensaje que no osaba descifrar.

Nayland Smith se daba perfecta cuenta de la complicada situación. Puedo asegurar que era la única persona que yo conocía que, habiendo estado en contacto con Karamaneh, no hubiera perdido la cabeza.

Nos esforzábamos por alejar su pensamiento de las recientes tragedias procurándole diversiones, pero ni Smith ni yo, con el fantasma del cuerpo del pobre Weymouth todavía a merced de unas aguas desconocidas, éramos lo que se dice un prodigio de alegría; nos enorgullecía la admiración que nuestra encantadora protegida despertaba donde quiera que fuésemos. Aprendí entonces lo escasas que son las mujeres de auténtica belleza.

Una tarde visitábamos una exposición de acuarelas en Bond Street. Karamaneh mostraba un profundo interés por los temas de los cuadros, todos ellos egipcios. Como de costumbre, ella era el tema de comentario de los demás visitantes de la sala, al igual que el muchacho, su hermano Aziz, vuelto al mundo desde su tumba viviente en casa del doctor Fu-Manchú.

De pronto, Aziz se aferró al brazo de su hermana, susurrando algo en árabe, muy deprisa. Noté que el color de dulce melocotón de las mejillas de Karamaneh palidecía, vi que se ponía blanca, que sus ojos adoptaban la expresión atemorizada de los días pasados. Se volvió hacia mí.

—¡Doctor Petrie, me dice que Fu-Manchú está aquí!

—¿Dónde?

Nayland Smith le hizo la pregunta al instante, casi con violencia, girándose hacia ella como movido por un resorte.

—¡En esta sala! —susurró mirando furtivamente, con miedo, a su alrededor—. Hay algo que Aziz nota siempre que él está cerca… y yo también siento un miedo extraño. ¡Podría ser que no estuviera muerto!

Agarró mi brazo con fuerza. Aziz buscaba por la habitación con sus ojos grandes de terciopelo negro. Estudié los rostros de los visitantes de la exposición; Nayland Smith miraba también con su familiar expresión de alerta, acariciándose nerviosamente el lóbulo de la oreja. El nombre del terrorífico enemigo de la raza blanca había desencadenado al instante la intensidad suprema de su atención.

Ninguno de nosotros pudo descubrir ninguna figura en la que cupiera imaginar oculto al temible doctor. ¿Cómo confundir con nadie su silueta alargada, huesuda, sus hombros altos como de momia, el peculiar e indescriptible movimiento sólo semejante al de un gato torpón?

Entonces, sobre las cabezas de un grupo de gente, junto a la puerta, vi que Smith observaba a alguien, alguien que cruzaba la sala contigua. Avancé un par de pasos y pude ver también a aquella persona.

Era un hombre alto, ya viejo, vestido con un abrigo escocés y un sombrero de copa bastante raído. Su pelo era canoso, más largo de lo habitual, y exhibía una barba patriarcal; usaba gafas oscuras y caminaba con parsimonia apoyándose en un bastón.

El rostro bronceado de Smith palideció. Lanzó una mirada rápida a Karamaneh y cruzó la habitación.

¿Podría ser el doctor Fu-Manchú?

Habían pasado muchos días desde que, medio asfixiado por el abrazo de acero del inspector Weymouth, Fu-Manchú desapareciera en el Támesis ante nuestros ojos. Todavía había gente buscando su cuerpo y el cuerpo de su última víctima. No habíamos dejado piedra por remover. La policía, utilizando las informaciones facilitadas por Karamaneh, había registrado todos los refugios conocidos del grupo asesino. Y todo parecía indicar que ese grupo se había dispersado, había quedado desarticulado y que el señor de la muerte que lo dirigía había dejado de existir.

Pero Smith no estaba satisfecho. Ni yo tampoco, he de confesarlo. Todos los puertos estaban vigilados y, en los distritos sospechosos, se había montado una especie de registro casa por casa a base de patrullas. Sin que el gran público se enterase, tenía lugar en aquellos días una gran guerra secreta, ¡una guerra en la que todas las fuerzas disponibles de los agentes del orden se alzaban en armas contra un solo hombre! Pero es que, ¡ese hombre era el propio Satán de Oriente encarnado!

Cuando llegamos junto a él, Nayland Smith estaba hablando con el agente que guardaba la puerta. Se volvió hacia mí.

—Es el profesor Jenner Monde —dijo—. El sargento lo conoce perfectamente.

El nombre del famoso orientalista no era nuevo para mí, claro está, pero era la primera vez que lo veía en carne y hueso.

—El profesor vivía en Oriente la última vez que estuve allí, señor —dijo el policía—. Lo veía con frecuencia. Es un viejo un tanto excéntrico. Vive como en un mundo aparte. Creo que ha regresado de China hace poco.

Nayland Smith hizo sonar los dientes con indecisión irritada. Karamaneh suspiró. La miré y vi que el color volvía a sus mejillas.

Me sonrió como disculpándose, patética.

—Si estaba aquí, se ha ido —dijo—. Ya no tengo miedo.

Smith agradeció al sargento su información y abandonamos la galería.

—El profesor Jenner Monde —murmuró mi amigo— ha vivido tanto tiempo en China que ya debe de ser casi chino. No lo conozco, ni lo había visto nunca, pero me pregunto…

—¿Qué se pregunta, Smith?

—Me pregunto… ¡si será aliado del doctor!

Le miré atónito.

—Si hemos de conceder alguna importancia al incidente —dije—, debemos tener presente que la impresión del muchacho, y la de Karamaneh, fue que Fu-Manchú estaba aquí en persona.

—Yo sí concedo importancia al incidente, Petrie. Ambos tienen una fuerte sensibilidad para esas cosas que les viene de naturaleza. Pero no creo que ni siquiera la constitución paranormal de Aziz pueda distinguir entre la presencia oculta de un servidor del doctor Fu-Manchú y la del propio doctor. Creo que haré una visita al profesor Jenner Monde.

Pero el destino había decretado que muchas otras cosas habían de suceder antes de que Smith llevase a efecto la proyectada visita al profesor.

Después de dejar a Karamaneh y Aziz en su hotel (vigilado día y noche por cuatro hombres a las órdenes de Smith), regresamos a mis tranquilas habitaciones londinenses.

—Lo primero de todo —dijo Smith—: veamos qué podemos averiguar sobre el profesor Monde.

Se acercó al teléfono y llamó a New Scotland Yard. Pasó un rato antes de que nos facilitasen la información solicitada. Pero, finalmente, supimos que el profesor era una especie de recluso voluntario, que conocía a muy poca gente y tenía muy pocos amigos.

Vivía completamente solo en New Inn Court, en Carey Street. Una mujer llevaba a cabo las tareas de limpieza que el profesor consideraba necesarias. No tenía sirvientes fijos en casa. Cuando estaba en Londres se le podía ver a menudo por el Museo Británico, donde su figura desastrada era familiar para todos los empleados. Cuando no estaba en Londres (es decir, la mayor parte del año) nadie sabía dónde estaba. Jamás dejaba una dirección a la que le pudieran remitir la correspondencia.

—¿Cuánto tiempo lleva en Londres ahora? —preguntó Smith.

En tanto en cuanto pudiera considerarse fiable la información facilitada en New Inn Court, replicó Scotland Yard, una semana más o menos.

Mi amigo dejó el teléfono y comenzó a pasear arriba y abajo por la habitación, nervioso. Sacó la pipa de brezo ennegrecida y la cargó de aquella gruesa picadura Latakia de la que consumía casi una libra por semana. Era uno de esos fumadores descuidados que dejan mechones de tabaco colgando de la cazoleta, el suelo lleno de hebras y que, cuando la encienden, cubren la alfombra de cerillas quemadas y ceniza.

Sonó el timbre de la puerta y, a los pocos instantes, apareció una chica.

—James Weymouth desea verlo, señor.

—¡Caramba! —exclamó Smith—. ¿Y eso?

Entró Weymouth, alto y bigotudo, tan parecido a su hermano en algunos aspectos y tan distinto en otros. Ahora, con su traje negro, resultaba una figura sombría; y en los ojos azules se leía el miedo que intentaba ocultar.

—Señor Smith —empezó—, están pasando cosas muy raras e inquietantes en Maple Cottage.

Smith deslizó el sillón hacia delante.

—Siéntese, señor Weymouth —dijo—. No crea que me sorprendo demasiado. Pero le escucho con atención, ¿qué ha sucedido?

Weymouth sacó una caja de cigarrillos, tomó uno y dio un trago a su vaso de whisky. No tenía la mano muy firme.

—Las llamadas —explicó—. La noche después de estar ustedes en casa volvieron a llamar, y la señora Weymouth, mi esposa, quiero decir, pensó que ya no podía pasar ni una noche más allí sola…

—¿Sabe si miró por la ventana? —le pregunté.

—No, doctor; le dio miedo. Pero yo dormí también anoche en casa de mi difunto hermano, abajo, en la sala de estar… ¡Y miré por la ventana!

Bebió un buen trago. Nayland Smith, sentado en el borde de la mesa con la pipa apagada en la mano, le miraba fijamente.

—He de reconocer que no miré de inmediato —continuó Weymouth—. Había algo terriblemente inquietante en aquella llamada, caballeros, aquella llamada en mitad de la noche. Pensé —se le quebró la voz— en el pobre Jack, perdido en algún lugar entre el fango del río, y ¡oh, Dios mío!, me vino al pensamiento que era Jack el que llamaba a la puerta de su casa, y no me atreví a pensar lo que… cómo… ¡qué aspecto tendría!

Se inclinó hacia delante apoyando el mentón en la mano. Quedamos en silencio durante unos pocos minutos.

—Sentí un escalofrío —continuó, lúgubre—. Pero cuando mi mujer apareció en lo alto de la escalera y me susurró: «Ahí está otra vez. ¿Qué podrá ser, Dios mío?…», me levanté a abrir la puerta. Ya no sonaban las llamadas. Todo estaba en absoluta calma. Oí sollozar a Mary, su viuda, en el piso de arriba. Y nada más. Abrí la puerta despacio…

Hizo otra pausa, se aclaró la garganta y continuó.

—La noche era clara y allí no había nadie, ni un alma. Pero cuando miré en el porche, oí unos espantosos gemidos al fondo del camino, haciéndose cada vez más débiles. Después… ¡juraría que oí reírse a alguien! Los nervios se me desataron y cerré la puerta de un golpe.

La narración de su extraña experiencia le había hecho revivir en parte la sensación natural de miedo que había experimentado. Levantó el vaso con mano temblorosa y lo vació de un trago.

Smith encendió una cerilla y dio fuego a su pipa. Recomenzó sus paseos arriba y abajo de la habitación. Sus ojos echaban chispas.

—¿Sería posible sacar a la señora Weymouth de casa antes de que sea de noche? ¿Trasladarla a su domicilio, por ejemplo, señor Weymouth? —preguntó de repente.

James Weymouth lo miró con sorpresa.

—Me parece que está bastante débil —replicó; luego dirigió la vista hacia mí—. Tal vez el doctor Petrie pudiera aconsejarnos.

—Iré a verla —dije—. Pero que conste que es idea suya, Smith.

—¡Quiero oír esas llamadas! —exclamó—. Pero prefiero no ver lo que intuyo sabiendo que está cerca una mujer enferma.

—Por muy mal que esté, siempre será preferible administrarle un opiáceo —sugerí—. ¿Bastaría con eso para mejorar la situación?

—¡Me parece perfecto! —gritó Smith—. Confío en que lo arregle usted todo, Petrie. Señor Weymouth —se volvió hacia nuestro visitante, muy excitado—, estaré con usted esta noche no más tarde de las doce.

Weymouth pareció sentirse fuertemente aliviado. Le pedí que esperase mientras preparaba un somnífero para la paciente. Y una vez que se hubo ido pregunté a Smith:

—¿Qué cree que significan esas llamadas, Smith?

Vació la pipa, golpeándola sobre un lado de la rejilla de la chimenea, y empezó a llenarla otra vez con nerviosa energía. El contenido de la bolsa de tabaco casi se había evaporado.

—No me atrevo a comunicarle mis esperanzas, Petrie —repuso—, ni… mis temores.