Abandonamos la lancha a su perdición apenas unos segundos antes de que la proa se hundiese en el río. No teníamos ni idea de dónde quedaría en el mapa la ribera embarrada en la que nos encontrábamos, pero, al menos, era tierra firme y nos habíamos librado del doctor Fu-Manchú.
Smith quedó un rato contemplando el río.
—¡Dios mío! —gruñó—. ¡Dios mío!
Pensaba, como yo, en Weymouth.
Y cuando, una hora más tarde, la lancha de la policía dio por fin con nosotros (en la ribera pantanosa más abajo de Greenwich), nos enteramos de que las bodegas envenenadas se habían cobrado ocho hombres y nos enteramos también de la suerte de nuestro valeroso amigo.
—Allí, entre la niebla, señor —nos informó con voz trémula el inspector Ryman, que mandaba la expedición—, oímos un aullido monstruoso; y unas carcajadas con las que voy a estar soñando durante semanas enteras…
Karamaneh, acurrucada junto a mí como una niña asustada, se estremeció; y comprendí que la jeringuilla había llevado a cabo su trabajo a pesar de la fuerza descomunal de Weymouth.
Smith tragó saliva ruidosamente.
—Quiera Dios que el río se haya tragado a ese Satanás amarillo —dijo—. ¡Daría un año de mi vida por ver el cuerpo de esa rata colgando de un ancla!
El grupo que regresaba a sus hogares aquella noche, entre la niebla, formaba un triste espectáculo a bordo de la lancha a vapor. Irse de allí parecía como abandonar a un camarada en peligro, pero encontrar el sitio donde Weymouth había llevado a cabo su último acto de valor era virtualmente imposible; su cuerpo yacería ahora entre el fango de las profundidades del Támesis. Nuestra impotencia resultaba patética pero, aunque la noche hubiese sido clara como un cristal, dudo de que hubiésemos podido hacer otra cosa; y aun así, tuve la sensación de que las tinieblas pegajosas que nos envolvían eran como un nuevo enemigo que nos obligaba a emprender cobarde retirada.
Pero tantas cosas estimulaban nuestra actividad, tan numerosas eran las apelaciones a nuestra iniciativa en aquellos días, que pronto tuvimos ocasión de apartar de nuestra mente la angustia del dolor.
Había que pensar en Karamaneh… y en su hermano. Tras una rápida deliberación, decidimos que, de momento, lo procedente sería alojarlos en un hotel.
—Daré instrucciones —me susurró Smith procurando que la muchacha no lo oyese— para que vigilen el local día y noche.
—No pensará que…
—¡Petrie! No puedo ni me atrevo a suponer que Fu-Manchú está muerto hasta que lo haya visto con mis propios ojos.
En consecuencia, condujimos a la bella muchacha oriental y a su hermano lejos de la lujosa guarida de miserable exterior que ocupaban. No me extenderé en detalles sobre la escena final del episodio de las bodegas mortales para que no se me acuse de acumular horrores por el puro placer de hacerlo. Los bomberos, convenientemente protegidos para evitar el contagio, retiraron los cuerpos de las víctimas cubiertos de sus sudarios vivientes…
Karamaneh nos hizo saber muchas cosas de Fu-Manchú, pero muy pocas de sí misma.
—¿Quién soy yo? ¿Acaso mi historia le interesa a alguien? —tales eran las respuestas que daba a las preguntas que se le hacían sobre su persona.
Y dejaba caer las pestañas rizadas sobre aquellos ojos profundos.
Supimos que el doctor chino había traído a Europa siete dacoits. Los que me hayan seguido hasta aquí se darán cuenta de que habíamos logrado clarear las filas de los birmanos. Probablemente no quedaba ya en Inglaterra, en aquel momento, más que uno. Vivían en los terrenos de la casa próxima al castillo de Windsor que, como supimos cuando fue destruida, había comprado el doctor a su llegada. El Támesis constituía su principal vía de comunicaciones.
Otros miembros del grupo se habían instalado en diversos lugares del East End, zona en la que se congregan marineros de todas las nacionalidades. El cuartel general del East End era Shen Yan. El barco abandonado lo empleaba, desde el momento de su llegada, como laboratorio para realizar ciertos experimentos que requerían estar alejados de núcleos habitados.
Nayland Smith preguntó también a la chica si el doctor chino tenía algún barco de su propiedad en condiciones de navegar, y la respuesta fue afirmativa. Nunca había estado a bordo de él, sin embargo, ni lo había visto siquiera y no podía, por tanto, darnos información de sus características. Había zarpado para China.
—¿Está segura —preguntó ansioso Smith— de que ha partido ya?
—Eso entendí. Nosotros iríamos por otra ruta.
—¿No hubiera sido difícil para Fu-Manchú viajar en un barco de pasajeros?
—No sé cuáles eran sus planes.
Los días que siguieron a la tragedia que nos había privado de nuestro compañero de fatigas los pasamos en un estado de especial incertidumbre, como cabe imaginar.
La escena que se desarrolló en casa del pobre Weymouth el día que fuimos a dar el pésame ha quedado vívidamente grabada en mi memoria. Allí conocimos al hermano del inspector. Nayland Smith le contó, con todos los pormenores, la última batalla librada por el detective.
—Y allí, en medio de la bruma —concluyó consternado—, nos parecía como si no fuera verdad.
—¡Y ojalá no lo hubiera sido!
—Así es, señor Weymouth. Pero su hermano tuvo un final heroico. Si su único logro en la vida hubiera sido librar al mundo de Fu-Manchú, habría sido una vida bien aprovechada.
James Weymouth permaneció silencioso, pensativo, un rato, fumando. Aunque no distaba más de cuatro millas y media de la catedral de San Pablo, la casita, rodeada por un jardín rústico, quedaba a la sombra de los grandes árboles que bordeaban la calle del pueblo antes de la aparición de los autobuses a motor, constituyendo un lugar tan retirado y plácido como si estuviera en mitad de la verde campiña inglesa. Pero otra sombra se cernía también sobre ella, una sombra inquietante, sobrecogedora. Un demonio se había encarnado en la tierra, había salido del misterioso lejano Oriente y había alargado su brazo siniestro hasta tocar aquel hogar sin tacha con su malevolencia.
—Hay un par de cosas que no acabo de entender —continuó finalmente Weymouth—. ¿Qué significado tienen esas espantosas carcajadas que oyeron los de la policía fluvial entre la niebla? Y ¿dónde están los cuerpos?
Karamaneh, sentada a mi lado, se estremeció al oír aquellas palabras. Smith, cuyo carácter inquieto no le permitía estar mucho tiempo sin moverse, interrumpió su paseo por la habitación y la miró.
Tras aquellos últimos días de trabajos hercúleos para purgar Inglaterra del miasma purulento que se había abatido sobre ella, mi amigo parecía más delgado y nervioso que nunca. La larga permanencia en Birmania le había dado un aspecto enjuto y había oscurecido el tono ya moreno de su piel hasta un tono casi cobrizo, pero ahora, además, sus ojos grises habían adquirido un brillo febril, y su rostro ofrecía una delgadez tan extrema que resultaba incluso esquelética.
—La señorita podrá quizá responder la primera de sus preguntas —dijo—. Ella y su hermano pasaron un tiempo bajo el mismo techo que el doctor Fu-Manchú. De hecho, señor Weymouth, Karamaneh, como su nombre indica, era una esclava de la casa.
James Weymouth contempló la hermosa cara, ahora turbada, con desconfianza apenas velada.
—No tiene usted aspecto de venir de China, señorita —dijo con acento de involuntaria admiración.
—No vengo de China —replicó Karamaneh—. Mi padre era un bedahuí puro. Pero mi historia no viene al caso. —A veces había un ápice de autoridad en su expresión que cobraba más fuerza con la dulce musicalidad de su acento—. Cuando su valeroso hermano, el inspector Weymouth, y el doctor Fu-Manchú se hundieron en el río, Fu-Manchú llevaba una aguja envenenada en la mano. Las carcajadas significaban que el veneno había surtido efecto. ¡Su hermano se había vuelto loco!
Weymouth se volvió, tratando de ocultar su emoción.
—¿Qué había en la aguja? —preguntó horrorizado.
—Una sustancia preparada a base de un veneno que se encuentra en ciertos organismos de las ciénagas de China —respondió la chica—. Produce locura, pero no siempre la muerte.
—Hubiera tenido muy pocas posibilidades de salvarse —dijo Nayland Smith— aunque hubiera estado perfectamente lúcido. En el momento de caer al agua debíamos de estar a bastante distancia de la orilla, y la niebla era impenetrable.
—Pero ¿cómo explica que no haya aparecido ninguno de los cuerpos?
—El inspector Ryman me ha comentado que las personas que desaparecen en esa parte del río no reaparecen siempre, o a menos no hasta que ha pasado un tiempo considerable.
Se oyó un leve ruido en la habitación de arriba. La noticia del trágico suceso acaecido entre las brumas del Támesis había postrado a la pobre señora Weymouth en el lecho del dolor.
—No le hemos contado toda la verdad —dijo su cuñado—. No sabe nada de… lo de la aguja envenenada. ¿Qué clase de ser demoníaco es ese doctor Fu-Manchú? —pareció poseído repentinamente por una explosión de furioso encono—. John nunca me contó demasiadas cosas y, desde luego, no han permitido que se filtre mucha información en la prensa. ¿Quién era? ¿Qué era?
Se dirigía a Smith tanto como a Karamaneh.
—El doctor Fu-Manchú —repuso el primero— era la expresión más refinada de la astucia proverbial de los chinos, un fenómeno que aparece una vez cada muchas generaciones. Un superhombre de increíble genio que, de haberlo querido, hubiera revolucionado la ciencia. En ciertas partes de China existe la superstición de que, bajo ciertas condiciones (una de las cuales es la proximidad a un cementerio abandonado), un espíritu maléfico de edad incalculable se encarna introduciéndose en el cuerpo de un niño recién nacido. Todos los muchos esfuerzos que llevo realizados hasta el momento para establecer la genealogía del doctor han resultado estériles. Ni siquiera Karamaneh ha podido servirme de ayuda. Pero he pensado con frecuencia que probablemente sea miembro de una familia muy antigua de Kiangsu, ¡y que esas especialísimas condiciones a que me he referido se dieron en su nacimiento!
Smith, observando nuestras miradas de asombro, rio con una carcajada abrupta, absolutamente tétrica.
—¡Pobre Weymouth! —exclamó—. Espero que mis trabajos hayan terminado, aunque no me considero triunfador todavía. ¿Qué tal se encuentra la señora Weymouth? ¿Mejora?
—Muy poca cosa —fue la respuesta—. Está semiinconsciente desde que le dieron la noticia. Nadie sabe qué le puede pasar. Hubo un momento en que pensamos que estaba perdiendo el juicio. Tenía alucinaciones.
Smith se volvió como un resorte hacia Weymouth.
—¿Qué clase de alucinaciones? —preguntó rápidamente.
Su interlocutor se tiró, nervioso, del bigote.
—Mi esposa ha estado con ella —explicó— desde el primer momento. Y las tres últimas noches, la viuda del pobre John se ha puesto a gritar coincidiendo con el momento —las dos y media— en que llamaban a la puerta.
—¿A qué puerta?
—Aquella de allí…, la de la calle.
Todos los ojos miraron en la dirección señalada.
—John solía volver de Scotland Yard a las dos y media —continuó Weymouth—, de modo que pensamos que la pobre Mary tenía figuraciones. Pero anoche tampoco mi esposa podía dormir, cosa bastante natural dadas las circunstancias, y estaba perfectamente despierta a las dos y media.
—¿Y…?
Nayland Smith estaba delante de él, expectante, con un fuerte brillo en la mirada.
—¡Ella también lo oyó!
El sol inundaba la confortable salita, pero tengo que confesar que las palabras de Weymouth me produjeron un escalofrío tremendo. Karamaneh posó su mano sobre la mía en aquel gesto casi infantil que ya me era familiar. La mano estaba fría, pero su contacto me estremeció. Porque Karamaneh no era una niña, sino una joven de una belleza poco frecuente, una perla de Oriente por la que muchos monarcas habrían guerreado.
—¿Y qué más? —preguntó Smith.
—Tuvo miedo y no pudo moverse… ¡tuvo miedo hasta de mirar por la ventana!
Mi amigo se giró hacia mí, mirándome fijamente, interrogador.
—¿Cree que se trata de una simple alucinación, Petrie?
—Con toda seguridad —repliqué—. Procure que alguien releve a su esposa en ese trabajo, señor Weymouth. Es una tarea muy dura y exige demasiada tensión para una persona que no sea una enfermera con experiencia.