El toque húmedo de la fría bruma me revivió. La culminación de la escena pavorosa de las bodegas envenenadas sumada a los efectos de los vapores que acababa de inhalar, me dejó sin conocimiento. Ahora me di cuenta de que flotaba sobre el río. Continuaba atado; aún más: me habían atado fuertemente la boca con una mordaza y encadenado a una anilla de la cubierta.
Si movía la cabeza hacia la izquierda podía ver el agua aceitosa; si la movía a la derecha atisbaba a medias el rostro enrojecido del inspector Weymouth, que yacía junto a mí atado y amordazado también. De Nayland Smith sólo veía los pies y parte de las piernas, porque no podía girar la cabeza lo suficiente para ver más allá.
Nos transportaban en una lancha motora. Oí la odiosa voz gutural del doctor Fu-Manchú, que había recobrado por completo su serenidad habitual. El corazón me dio un vuelco cuando distinguí la voz que contestaba a la suya. Era Karamaneh. El pérfido chino había triunfado. Estaba claro que sus planes para partir se cumplían; la matanza de policías en las cavas subterráneas había sido una demostración final, aunque temeraria. El astuto y endiablado chino nunca se hubiera arriesgado a realizar algo así de no tener bien asegurada su escapatoria del país.
¿Qué destino nos reservaba? ¿Cuál sería su venganza sobre la hermosa muchacha que le había entregado a sus enemigos? ¿Cuál la que planeaba para esos enemigos? Parecía decidido a llevar a cabo su determinación de llevarme oculto a China con él, pero ¿cuál sería la suerte del inspector Weymouth?, ¿y la de Nayland Smith?
Avanzábamos en absoluto silencio en medio de la niebla. A popa iba muriendo el estrépito de los muelles y las fábricas, un murmullo cada vez más distante. A proa, sólo la cortina espesa de la nube que velaba el tráfico de la gran vía fluvial; pero a través de ella llegó el aullido de unas sirenas, los repiques de las alarmas.
El movimiento suave del balanceo del agua cesó. La lancha cabeceó ligeramente sobre las olas.
Se fue haciendo más claro el sonido que nos perseguía y algo avanzó hacia nosotros en medio de la bruma.
Sonó una campana a nuestro lado y se oyó una voz, levemente amortiguada por el húmedo manto que nos envolvía. Era una voz conocida. Sentí que Weymouth se retorcía de impotencia a mi lado; le oí murmurar palabras ininteligibles; y comprendí que también él había reconocido la voz.
Era la del inspector Ryman, de la policía fluvial; ¡y su lancha estaba muy cerca de la que nosotros ocupábamos!
—¡Eh! ¡Eh! ¡Los de la lancha!
Temblé. Sentí una excitación febril. Nos detenían. Nuestra lancha no llevaba luces. Giré el cuello a la izquierda haciendo caso omiso del dolor que me recorría la columna hasta el cráneo. La luz poderosa de la barca policial lanzaba su chorro iracundo a través de la bruma.
Ni yo ni mis compañeros de infortunio podíamos hacer otra cosa que intentar unos débiles sonidos amordazados. Una situación desesperada. ¿Nos había visto la policía o habían detenido la barca por casualidad?
La luz se acercó aún más.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Los de la lancha!
¡Nos habían visto! La voz gutural de Fu-Manchú dio una orden breve y nuestra hélice volvió a girar; saltamos hacia delante en la oscuridad. La luz de la policía se hizo más débil… y desapareció. Pero oí la voz de Ryman gritar:
—¡A toda máquina! —sonó a través de las sombras con debilidad—. ¡Viren a babor! ¡A babor!
La negrura siguió espesándose y aumentamos la velocidad perdiéndonos en los bancos de niebla, hacia el mar, aunque en aquel momento no pudiera asegurarlo. Nuestros amigos iban quedando cada vez más a popa.
Avanzábamos dando saltos sobre las olas cada vez más grandes. Una forma negra, gigantesca, cayó sobre nosotros. Arriba, a lo lejos, brillaban las luces, tañían campanas, gritos confusos perforaban la bruma. La lancha cabeceaba y se acostaba peligrosamente, pero superó la estela del vapor que había estado a punto de poner fin involuntariamente al episodio. Ya había pasado por ese tipo de experiencias náuticas en nuestra persecución del genio rector del peligro amarillo; pero esta vez era infinitamente más terrible, no sólo por las olas, sino porque estábamos atados de pies y manos y en poder de Fu-Manchú.
Una voz murmuró a mi oído. Volví la cara y vi que el inspector Weymouth levantaba las manos en la oscuridad y apartaba la mordaza que le cubría la boca.
—He estado desgastando las cuerdas desde que salimos de aquella maldita bodega —susurró—. Tengo las muñecas llenas de cortes, pero en cuanto saque la navaja y me desate los tobillos…
Smith le dio un golpe con los pies atados. El detective volvió a colocarse la mordaza y ocultó las manos detrás de la espalda. El doctor Fu-Manchú, con un grueso abrigo pero sin sombrero, hizo su aparición. Arrastraba a Karamaneh de las muñecas. Se sentó sobre unos cojines cerca de nosotros, haciendo que la chica quedase en el suelo junto a él. Ahora le veía la cara, y la expresión pintada en sus bellos ojos oscuros me hizo estremecer.
Fu-Manchú nos observaba y sus dientes descoloridos resultaban visibles bajo la tenue luz a la que mis ojos se iban acostumbrando.
—Doctor Petrie —dijo—, será usted mi huésped de honor cuando lleguemos a mi casa, en China. Me ayudará usted a revolucionar la química. Temo en cambio, señor Smith, que sepa usted de mis planes más de lo que considero prudente que sepa y estoy ansioso por saber si tiene algún confidente que sepa otro tanto. Cuando su memoria no sea firme, y mis limas y chaquetas de alambre resulten ineficaces, tal vez los recuerdos del señor Weymouth nos resulten preciosos.
Se volvió hacia la chica que se acurrucaba tratando de alejarse lo más posible de él, muerta de terror.
—Tengo en mis manos, doctor —continuó—, una jeringuilla cargada con una sustancia extremadamente rara. Es el eslabón de enlace entre los bacilos y los hongos. Puesto que parece demostrar usted un interés del todo inconveniente hacia los atractivos que hacen a mi Karamaneh tan deliciosa, sea en la gracia sutil de sus movimientos como en la profundidad de sus ojos, nunca podrá dedicar su cerebro a los estudios que he planeado para usted en tanto esas distracciones existan. Un leve toque con esta aguja puntiaguda y nuestra alegre Karamaneh se convertirá en una demente chillona, histérica, que…
En ese momento, rápido y poderoso como un toro, Weymouth se abalanzó sobre él.
Karamaneh, agotadas sus últimas fuerzas, se derrumbó con un gemido sobre la cubierta y quedó inmóvil. Conseguí girarme hasta lograr una postura medio sentada. Smith se echó a un lado, rodando, mientras el detective y el doctor satánico caían abrazados.
Una de las manos enormes de Weymouth sujetaba a Fu-Manchú por la garganta amarilla; con la mano izquierda aferraba la derecha del chino, ¡y allí estaba la jeringuilla!
Ahora podía ver desde el lugar donde estaba todo el espacio de la pequeña embarcación y por lo que pude distinguir en medio de la niebla, me pareció que a bordo no había más que otra persona: el individuo moreno semivestido que estaba al timón y que era el mismo que nos transportó a través de las cavas. El manto de niebla había ido haciéndose cada vez más denso y ahora nos tenía encerrados como dentro de una caja. El ronquido del motor, la respiración silbante de los dos que peleaban (con tan definitiva suerte en su resultado), el sonido de las olas contra el casco, era todo lo que rompía aquella quietud fantasmal.
Poco a poco, con una agilidad reptilesca que daba pavor contemplar, Fu-Manchú iba neutralizando la ventaja inicial de Weymouth. Sus garras amarillas llegaron pronto a la garganta del robusto detective; la mano derecha, con la aguja mortal sujeta, iba haciendo descender la izquierda de su oponente. Su fuerza, su resistencia física tenía que ser verdaderamente impresionante. El aliento resonaba al salir de su nariz, pero también Weymouth se agotaba por momentos.
De repente, el inspector cambió de táctica. Con un supremo esfuerzo, al que le impulsó, creo, la proximidad creciente de la aguja, levantó a Fu-Manchú por el cuello y por el brazo, y lo desplazó hacia un lado.
El chino no aflojó, y los dos luchadores se revolvieron sobre los almohadones. La lancha escoró, y mi grito de horror quedó asfixiado en la garganta por la mordaza. Porque, cuando Fu-Manchú trataba de escabullirse, perdió el equilibrio y cayó de espaldas al río arrastrando a Weymouth con él.
La niebla los engulló en sus negras fauces.
Hay momentos en los que se hace imposible recordar con exactitud las impresiones mentales que uno siente, momentos tan espantosos que, a Dios gracias, nuestra memoria se niega a recordar, a conservar un ápice de las emociones que produjeron. Aquel era uno de estos momentos. Mi mente se convirtió en un caos. Tuve la impresión de que el birmano se volvía a mirar desde su puesto, y que luego variaba el rumbo de la lancha.
No puedo precisar cuánto tiempo pasó desde que se produjo el trágico final de la dramática pelea hasta que una pared negra surgió de repente ante nuestros ojos.
Llegamos a tierra tras un golpe tremendo. Después, una fuerte explosión y, encallados, recuerdo con claridad haber visto al birmano saltar entre la niebla y perderse de vista para siempre.
La barca comenzó a hacer agua.
Dándome cuenta del peligro que nos amenazaba, luché contra las cuerdas que me atenazaban; pero no tenía la fuerza del pobre Weymouth y empecé a aceptar la posibilidad de una muerte inminente y espantosa, ahogado a dos metros de la orilla.
A mi lado, Nayland Smith se debatía y se retorcía. Creo que su objetivo era llegar hasta Karamaneh con la esperanza de despertarla. Fracasó en su propósito, pero el agua que nos invadía triunfó. De mi alma brotó una silenciosa plegaria de gracias cuando vi que se movía, cuando vi que se llevaba las manos a la frente, cuando vi sus grandes ojos brillar aterrorizados e iluminarse a través del velo de la bruma.