Un birmano me llevaba colgado de sus hombros por una especie de túnel mal iluminado. No era un hombre muy grande, pero parecía transportar el fardo de mi peso considerable con gran soltura. Me sentía terriblemente mal, lleno de náuseas, pero el tratamiento más bien rudo que me dispensaban había servido para devolverme el conocimiento. Tenía las manos y los pies fuertemente atados. Colgaba inerte, como una toalla mojada, como un saco. Pensé que aquella chispa de vida que acababa de saltar en mí sería la última tortura antes del apagón definitivo.
Lo primero que me vino a la cabeza en aquellos momentos de regreso al mundo de las realidades fue que, sin duda, me encontraba en China y que las enormes cosas viscosas que flanqueaban el camino y que contemplaba colgado cabeza abajo de aquel ignoto ser humano que me transportaba eran alguna especie de setas venenosas desconocidas para mí pero seguramente propias del territorio chino en el cual me hallaba.
El aire era cálido, muy húmedo, impregnado de un fuerte olor a vegetación podrida. Me pregunté por qué mi transportista evitaría tan cuidadosamente tocar cualquiera de las deformes excrecencias que cubrían toda la aparente sucesión de cavas que recorríamos y seguía un rumbo tan sinuoso entre tantas formas abombadas y retorcidas como cruzábamos, levantando sus pies desnudos con la delicadeza de un gato de angora.
Cruzó bajo un arco de escasa altura, me depositó sin mucho cuidado en el suelo y se fue corriendo por donde había venido. Medio atontado, contemplé su cuerpo ágil perderse en la distancia, por las cavas. Las paredes y el techo parecían emitir una suave luz fosforescente.
—¡Petrie! —dijo una voz débil un poco más adelante—. ¿Es usted, Petrie…?
¡Era Nayland Smith!
—¡Smith! —dije tratando de incorporarme. Pero la náusea fue más fuerte y perdí otra vez el conocimiento.
Oí nuevamente la voz, pero me sentía incapaz de comprender el sentido de las palabras. Luego, llegó también hasta mí el sonido de unos golpes tremendos.
El birmano reapareció, curvado bajo el pesado fardo que cargaba. Porque, al verlo avanzar sorteando las formas abombadas que crecían por el suelo de las bodegas, me di cuenta de que traía el cuerpo inerte del inspector Weymouth. Y comparé mentalmente la fuerza de aquel hombrecillo moreno con la del escarabajo del Nilo, que es capaz de levantar pesos que multiplican varias veces el suyo.
Tras él apareció una segunda figura que concentró de inmediato toda mi atención.
—¡Fu-Manchú! —siseó mi amigo desde la oscuridad en la que quedaba oculto.
Era, por supuesto, el mismísimo doctor Fu-Manchú…, aquel Fu-Manchú al que habíamos creído a nuestra merced. La astucia de aquel chino, el nivel incalculable de su valor volvían a quedar bien patentes.
Había fingido ser un opiómano drogado para engañarme —a mí, un médico—, y lo había logrado; y había engañado a Karamaneh, cuya experiencia con los habituales de tan nocivo producto era sin duda mayor que la mía. Había esperado, a la vista del peligro, a que la policía hubiera rodeado su guarida, jugando a la víctima, para asegurar su éxito.
Pensé después que aquel cuarto lo utilizaba en efecto para sus orgías de opio, y que había hecho instalar la trampa para tener protección adecuada durante el período comatoso.
Pero, en todo caso, ahora, sujetando una linterna por encima de su cabeza, el autor de la trampa en la que habíamos entrado ciegamente, como ratones al queso, avanzaba por las bodegas detrás del bronceado individuo que cargaba con Weymouth. Los débiles rayos de la linterna (un farol que parecía contener una vela) revelaban una auténtica selva de hongos gigantes, de colores venenosos, espantosamente hinchados, que trepaban hasta las paredes limosas y colgaban incluso del techo, como horribles parásitos, en la parte de techo abovedado que podía ver desde mi rincón.
Fu-Manchú avanzaba entre las filas de hongos sorteándolos con tanto cuidado como si tuvieran cabezas de víbora.
Los fuertes golpes que había oído, y que no habían dejado de sonar, culminaron con un estrépito de astillas rotas. El doctor Fu-Manchú y su sirviente, que transportaba al inspector aparentemente insensible, pasaron bajo el arco. Fu-Manchú miró atrás. Apagó la linterna, o la ocultó. Y, mientras esperaba, mi mente pasó revista a los muchos crímenes y amenazas de aquel ser infernal. Un clamor distante llegó a mis oídos; y, bruscamente, se apagó.
El doctor Fu-Manchú había cerrado la puerta; una pesada puerta que, para mi sorpresa, resultó ser en su mayor parte de vidrio. El resplandor que flotaba sobre los hongos daba un tono de extraña luminosidad a las cavas que se extendían frente a mi vista. Fu-Manchú habló suavemente. Su voz, su tono gutural alternando con lo silbante de algunos sonidos, no mostraba agitación alguna. La serenidad impasible de aquel hombre tenía algo de inhumano. Acababa de realizar un acto de valor como yo nunca había visto, me di cuenta de que el clamor que había escuchado era el ruido producido por la entrada de la policía en alguna parte de la casa protegida con barricadas —¡La policía que había de salvarnos y que entraba para llevarle al verdugo!—, ¡y no se inmutaba!
—He decidido —dijo lentamente— que son ustedes más dignos de mi atención de lo que había supuesto hasta ahora. Un hombre capaz de descubrir el secreto del Elixir Dorado —no lo había descubierto: simplemente, había robado un poco— ha de ser una adquisición de gran valor para nosotros. Los planes del comisionado Nayland Smith y de Scotland Yard son también de interés. Por consiguiente, caballeros, seguirán ustedes vivos… ¡por ahora!
—¡Y usted bailará dentro de poco —bramó la voz de Weymouth—, dentro de nada! ¡Usted y toda su banda amarilla! ¡En la soga!
—Le garantizo que no —fue la plácida respuesta—. La mayor parte de mis hombres está a salvo. Algunos, embarcados como lascars en barcos de línea; otros, puestos a cubierto de diversas maneras. ¡Ah!
Esa última exclamación fue el único síntoma de excitación de que dio muestra. Un disco de luz danzaba sobre las coloraciones venenosas y brillantes de las cavas, pero ningún ruido llegaba hasta nosotros; comprendí que la puerta de cristal debía de cerrar casi herméticamente. El lugar donde ahora estábamos era mucho más frío que la zona de acceso, y las náuseas se fueron disipando; se me aclaraba el cerebro. Si hubiera sabido lo que me esperaba después, hubiera maldecido la lucidez que se reinstalaba, hubiera suplicado no ver ni oír lo que se avecinaba.
—¡Es Logan! —gritó el inspector Weymouth; me di cuenta de que estaba intentando librarse de sus ligaduras. De su voz se desprendía la evidencia de que también él se estaba recuperando de los efectos del narcótico que nos habían administrado a los tres.
—¡Logan! —gritó—. ¡Logan! ¡Por aquí! ¡Socorro!
Pero sus gritos rebotaban en el espacio cerrado y parecían no poder traspasar los muros de nuestra prisión.
—La puerta ajusta perfectamente —dijo la voz burlona de Fu-Manchú—. Es una suerte para todos nosotros. Es mi ventana de observación, doctor Petrie, y ahora tendrá usted ocasión de realizar un estudio de micología rigurosamente único. Ya había sometido a su atención las propiedades anestésicas del lycoperdon, o pedo de lobo común. ¿Reconoce sus vapores? La cámara en la que se introdujeron ustedes con tanta precipitación estaba llena de ellos. He logrado desarrollar un sistema que incrementa sensiblemente esa capacidad narcótica del lycoperdon. Su amigo, señor Weymouth, resultó ser el más resistente, pero sucumbió a los quince segundos.
—¡Logan! ¡Socorro! ¡Por aquí, por aquí!
En la voz de Weymouth había ahora un timbre de miedo. La situación, desde luego, era tan inquietante y extraña que parecía irreal. Un grupo de hombres había entrado en la primera de las cavas, dirigido por uno que llevaba una linterna eléctrica. El haz luminoso danzaba entre los hongos grises y los de otros colores como en una pesadilla venenosa y brillante. La voz burlona continuó su disertación:
—Fíjese en esa excrecencia como de nieve sobre el techo, doctor, y no se deje engañar por su tamaño. Es una variedad gigante lograda por mí, del género empusa. Ustedes habrán visto en Inglaterra con frecuencia cómo las moscas comunes mueren pegadas a los postigos de las ventanas recubiertas de un moho blanco: es el empusa. He logrado, a partir de sus esporas, esa hermosa variedad gigante. ¡Observe qué efecto tan interesante produce la luz intensa sobre mi amanita naranja y azul!
Oí un gruñido a mi lado: era Nayland Smith. Weymouth se había quedado mudo. Yo temblaba de horror. Porque sabía lo que iba a suceder. Comprendí el significado de la linterna rústica, de los muchos cuidados para avanzar entre las setas de las bodegas, de la meticulosidad con que Fu-Manchú y su sirviente habían evitado entrar en contacto con cualquiera de los cultivos. Comprendí que el doctor Fu-Manchú era el más importante micólogo del mundo conocido; un envenenador junto al cual los Borgia no eran más que párvulos inocentes. Y comprendí que los detectives se disponían a entrar a ciegas en un auténtico valle de la muerte.
Y empezó el pavoroso festín de la muerte, las saturnalias del crimen.
Al sentirse heridas por el rayo poderoso de luz, las caperuzas de brillantes colores de las setas gigantes a las que había aludido el terrorífico doctor chino explotaban como protestando por verse apartadas de la oscuridad, que era su único ambiente posible, y dejaban en el aire una nubecilla pardusca —no pude determinar si de polvo o de líquido— que iba creciendo por toda la bodega.
Traté de cerrar los ojos, de volverlos hacia otra parte, de alejarlos de las siluetas vacilantes de aquellos hombres atrapados en aquel túnel de veneno. Pero era inútil: el horror me obligaba a contemplarlos con los ojos fijos, paralizados de espanto.
La linterna había caído de las manos de su portador, pero el rayo permanecía encendido, atravesando las tinieblas desde el suelo. Por un instante tan sólo: una luz poderosa se iluminó de pronto, encendida sin duda por el ser demoníaco que, ahora, reiniciaba su charla:
—Observe usted los síntomas inmediatos de delirio, doctor.
Más allá de la puerta de vidrio, las infelices víctimas reían a carcajadas, se arrancaban la ropa a tirones, agitaban los brazos: ¡se habían vuelto locos!
—Ahora vamos a liberar las esporas de los empusa gigantes —continuó la pérfida voz—. El aire de la segunda cava está sobrecargado de oxígeno para que así germinen instantáneamente… ¡Ah! ¡Ha salido perfecto! ¡Es el mayor triunfo científico de mi vida!
Las esporas blancas comenzaron a caer del techo como nieve en polvo, cubriendo de blancura las formas agitadas, retorcidas, de los hombres ya envenenados. Ante mis ojos espantados, ¡aquellos hongos crecían! Se multiplicaban inmediatamente sobre quienes los recibían, los cubrían de pies a cabeza, los envolvían como harina…
—¡Mueren como moscas! —gritó Fu-Manchú con una repentina excitación casi febril.
Y estuve completamente seguro de algo que siempre había sospechado, a pesar de que Nayland Smith nunca hubiese estado dispuesto a aceptarlo, ni siquiera como teoría: que aquella mente maestra, increíble y perversa, era la mente de un maníaco homicida, de un loco absoluto.
—¡Es una trampa para cazar moscas! ¡Mi trampa para moscas! —aullaba el doctor amarillo—. ¡Soy el dios de la destrucción!