24. AZIZ

Del rescate de lord Southery, mi historia me lleva irremisiblemente a otras cosas. No puedo detenerme, como otros hombres de letras menos agobiados, a redondear mis descripciones e incidentes, que no escogí yo. No puedo hacer una pausa para darles a conocer con mayor detalle los personajes de mi drama porque no fui yo quien lo compuso. Muchas veces, en aquellos días, pensé lo adecuados que serían unos versos de Ornar:

No somos sino una fila de mágicas sombras, de siluetas que se mueven, van y vienen alrededor

de la linterna, iluminada por el sol, que a medianoche enciende el que dirige la función.

Pero, en nuestro caso, «el que dirige la función» es… ¡el doctor Fu-Manchú!

Muchas veces me han preguntado, desde los días en que tuvieron lugar los acontecimientos de mi historia, quién era Fu-Manchú. Permítanme que posponga la respuesta definitiva. Ahora sólo puedo señalar el camino de mis razonamientos y dejar que el lector saque las conclusiones que guste.

¿Qué grupo podemos aislar y considerar responsable del derrocamiento de los manchúes? El aficionado a la historia moderna de China responderá: «La Joven China.» Pero eso no basta. ¿Qué queremos decir con la Joven China? Yo escuché con mis propios oídos al doctor Fu-Manchú rechazar desdeñoso cualquier relación con ese movimiento; y, suponiendo que no estuviera usando un nombre falso, es evidente que no podía ser antimanchú, es decir: republicano.

Los republicanos chinos pertenecen a la misma clase de los mandarines, aunque constituyen una generación nueva que adecenta su confucianismo con una capa de lustre occidental. Son esos jóvenes reformistas poco sensatos quienes, unidos a otros más viejos aunque no menos insensatos políticos de las provincias, pueden considerarse como representantes de la Joven China. En medio de ese torbellino de confusión hay que buscar —y lo encontraremos siempre que lo hagamos— un tercer partido. En mi opinión, el doctor Fu-Manchú era uno de los líderes de ese partido.

Otra pregunta que me hicieron con frecuencia fue la de dónde se ocultaba el doctor durante el tiempo que estuvo actuando en Londres. Es una pregunta a la que puedo dar una respuesta más satisfactoria. Nayland Smith, y yo con él, supuso durante un tiempo que la base de sus operaciones era el fumadero de opio próximo a la carretera de Ratcliff; luego creímos que estaba escondido en la mansión cercana al castillo de Windsor; más tarde, un casco de barco amarrado junto a los llanos pantanosos de la ribera del Támesis. Pero ahora creo poder asegurar sin temor a equivocarme que ninguno de esos era el lugar que había elegido para establecer su hogar y que este se encontraba en el edificio del East End que conocí antes que nadie gracias a la hermosa Karamaneh. Y puedo asegurarlo porque no era sólo el lugar donde vivían Fu-Manchú, Karamaneh y su hermano Aziz, sino también algo más…, algo de lo que hablaré más adelante.

La terrible tragedia (o serie de tragedias) que originó nuestra incursión en aquel lugar quedará marcada para siempre en mi recuerdo con el determinante escalofrío del horror absoluto. Trataré de explicar convenientemente lo que aconteció.

Ya he narrado cómo, con ayuda de Karamaneh, descubrí la existencia de aquel almacén portuario, inquietante y vulgar en su exterior pero lujoso sobremanera en el interior. En el momento elegido por nuestra encantadora cómplice, el inspector Weymouth y un buen número de sus detectives lo rodearon completamente; una lancha de la policía fluvial cubría la salida al río; todo ocurrió durante una noche especialmente oscura que no podía haber sido mejor escogida.

—¿Cumplirá la promesa que me hizo? —dijo Karamaneh mirándome a los ojos.

Llevaba una capa grande, suelta, y sus ojos maravillosos brillaban como estrellas bajo la caperuza.

—¿Qué quiere que hagamos? —preguntó Nayland Smith.

—Usted y el doctor Petrie —replicó de inmediato—, tienen que entrar primero y sacar a Aziz. Hasta que esté a salvo, hasta que esté fuera de ese lugar, no deben intentar nada contra…

—¿ Contra el doctor Fu-Manchú? —interrumpió Weymouth al ver que Karamaneh titubeaba antes de pronunciar el nombre temible como siempre hacía—. ¿Y cómo sabemos que no nos tienden una trampa?

El detective no compartía por entero mi confianza en la integridad de aquella joven oriental a la que consideraba partidaria del chino.

—Aziz está en la sala interior —explicó sin perder tiempo; su acento era más marcado de lo habitual—. Sólo está en la casa uno de los birmanos y no se atreverá a entrar si nadie se lo ordena.

—¿Y Fu-Manchú?

—No hay nada que temer. ¡Dentro de diez minutos será su prisionero! ¡No hay tiempo de seguir hablando, créame! —golpeó el suelo con el pie, impacientemente.

—¿Y el dacoit? —preguntó Smith.

—También.

—Creo que será mejor que entre yo también —dijo lentamente Weymouth.

Karamaneh se encogió de hombros con impaciencia, abrió la puerta del alto muro de ladrillos que separaba el patio oscuro y maloliente de los aposentos lujosos del doctor Fu-Manchú.

—No hagan ruido —nos advirtió.

Smith y yo la seguimos a través del pasadizo. El inspector Weymouth, tras darle algunas instrucciones a su segundo, nos siguió en último lugar. Cerramos la puerta y a los pocos pasos estuvimos ante una segunda, cerrada sin llave.

Atravesamos una habitación pequeña, sin muebles, y otro nuevo pasillo nos condujo hasta un balcón. La transición era sorprendente.

El silencio y la oscuridad nos rodeaban; una oscuridad perfumada, tranquila; un silencio lleno de misterio. Tras las paredes de la sala que contemplábamos desde arriba, llegaba apagado el incesante batallar de sonidos que caracteriza la actividad industrial del río. Más allá de los espacios perfumados en que estábamos, flotaban los vapores y humos del bajo Támesis.

Habíamos llegado, desde el estruendo metálico pero infinitamente humano de la vida de los muelles, desde los olores desagradables pero familiares que flotan entre los barcos y muestran la evidencia concreta de prosperidad comercial, a aquella quietud perfumada, en la que una lámpara pintaba sobre las paredes las sombras ampliadas de sus sedas chinas dejando la mayor parte de la habitación a oscuras.

Ningún eco de la actividad fluvial, de los martillazos y los golpes, el movimiento de los fardos, los gritos de órdenes, los silbidos del vapor, penetraba en aquel lugar perfumado. Bajo el círculo de luz yacía la figura inerte de un muchacho de cabello oscuro, y la silueta de Karamaneh inclinada sobre él.

—¡Por fin entro en la casa del doctor Fu-Manchú! —susurró Smith.

A pesar de las promesas que nos había hecho la muchacha, sabíamos que cualquier proximidad al siniestro doctor estaba siempre preñada de peligros. No estábamos en la guarida del león, sino en la madriguera de la serpiente.

Desde que Nayland Smith había llegado de Birmania en persecución de esa avanzadilla del misterioso peligro amarillo que era el doctor Fu-Manchú, su cara había estado presente en mis pesadillas de día o de noche. Millones de personas podían dormir en paz (¡los millones por cuya seguridad trabajábamos!), pero los que conocíamos la realidad del peligro que constituía ese auténtico pulpo cuya cabeza era Fu-Manchú, cuyos tentáculos eran los dacoits, los thugs, las formas secretas y desconocidas de matar, sabíamos que en la oscuridad no había manera de asegurar la seguridad, la vida, el trabajo. ¡Y siempre sin dejar pistas!

—¡Karamaneh! —llamé en voz baja.

La silueta acurrucada bajo la lámpara se volvió de manera que la suave luz dio de lleno sobre la cara oscura y encantadora de la j oven esclava. Ella, que había sido un instrumento obediente en las manos de Fu-Manchú, lo era ahora de quienes trataban de librar al mundo de su peligro.

Levantó un dedo indicando silencio, y me hizo señas de que me aproximara.

Mis pies se hundían en la gruesa alfombra; avancé entre la oscuridad del salón en dirección a la mancha de luz y, con Karamaneh a mi lado, contemplé al muchacho; estaba, por cuanto la ciencia occidental sabía, muerto, pero vivo en realidad, bajo aquella apariencia de cadáver, gracias a las increíbles artes del doctor chino.

—¡Rápido! ¡Rápido! —dijo—. ¡Despiértelo! Tengo miedo.

Saqué de mi maletín una jeringuilla y un vial que contenía una pequeña cantidad de aquel líquido de color ámbar. Era una droga desconocida para la farmacología británica. No sabía nada en cuanto a sus componentes y, aunque hacía varios días que tenía el vial en mi poder, no me había atrevido a extraer parte de su contenido para hacerlo analizar. Las gotas ambarinas significaban la vida de Aziz, el éxito de la misión de Nayland Smith, la destrucción del chino infernal.

Levanté la sábana blanca. El muchacho, completamente vestido, yacía con los brazos cruzados sobre el pecho. Descubrí las marcas de otras inyecciones previas; llené la jeringa, e hice lo que esperaba que fuera el último experimento de ese tipo con el pobre muchacho. Hubiera dado la mitad de mis escasas posesiones por conocer la naturaleza real de la droga que estaba inyectando en las venas de Aziz, que iba tiñendo de vida el rostro gris del muchacho que, hasta donde llegaba mi conocimiento científico, sustituía la muerte por la vida.

Pero aquel no era el propósito de mi visita. Había ido a sacar de casa del doctor Fu-Manchú la cadena viviente con la que tenía sujeta a Karamaneh. Si Aziz vivía y quedaba libre, se rompería el poder del doctor sobre su esclava.

Mi hermosa acompañante, arrodillada y con las manos entrelazadas, devoraba con los ojos el rostro del muchacho, que pasaba por uno de los cambios fisiológicos más increíbles de la historia de la medicina. El aroma peculiar que siempre llevaba, que parecía ser parte de ella, que siempre me la recordaba, era ahora débilmente perceptible. Karamaneh respiraba con fuerza.

—No tiene nada que temer —susurré—, ya revive. Dentro de unos momentos estará perfectamente.

La lámpara que colgaba sobre nosotros balanceó su pantalla de colores como si una brisa hubiera atravesado la sala. Los párpados del muchacho empezaron a moverse; Karamaneh se aferró nerviosa a mi brazo y me sujetó mientras contemplábamos cómo se abrían las largas pestañas. La quietud del lugar era evidente que no era habitual; parecía inconcebible que nos rodease por todas partes la actividad ruidosa del East End y sus muelles comerciales. Aquel silencio se estaba haciendo opresivo; empezó a preocuparme.

El rostro del inspector Weymouth asomó interrogador por encima de mi hombro.

—¿Dónde está el doctor Fu-Manchú? —susurré cuando vi aparecer también a mi lado a Nayland Smith—. ¡No puedo comprender tanto silencio!

—Miren —replicó Karamaneh sin quitar los ojos de su hermano Aziz.

Eché una ojeada a las paredes en sombra. Allí estaban las altas estanterías de cristal, las repisas y hornacinas; donde antes, desde el balcón de arriba, había visto tubos y retortas, frascos con organismos desconocidos, libros de aspecto extraño, utensilios del estudioso oculto y del hombre de ciencia (evidencias visibles de la presencia de Fu-Manchú), no había nada: estanterías, repisas, hornacinas, estaban vacías. No quedaba rastro alguno de los complicados aparatos, desconocidos en los laboratorios civilizados, con los que llevaba a cabo sus experimentos extraños, de los tubos en los que aislaba los bacilos de enfermedades sin catalogar, de los volúmenes encuadernados de amarillo que los peces gordos de Harley Street hubieran pagado por poder ojear, si hubieran conocido lo que contenían. Nada. Los almohadones de seda, las mesas y mesillas: nada.

La habitación estaba desnuda, desmantelada. ¿Había huido Fu-Manchú? El silencio adquirió un significado nuevo. Sus dacoits y sus otros mensajeros de muerte debían de haber huido también.

—¡Le ha dejado escapar! —dije rápidamente—. Prometió que nos ayudaría a capturarlo, que nos enviaría un mensaje, y lo ha retrasado hasta que…

—¡No, no! —dijo volviéndose a aferrar a mí—. ¿No revive demasiado despacio? ¿Está seguro de no haberse equivocado?

Sólo pensaba en el muchacho, y su preocupación me conmovió. Volví a examinar a Aziz, el paciente más singular de toda mi carrera profesional.

Le tomé el pulso, que se iba fortaleciendo, y abrió sus grandes ojos negros, muy parecidos a los de Karamaneh. Luego, después de recibir un estrecho abrazo de su hermana, se sentó y miró asombrado a su alrededor.

Karamaneh apretó su mejilla contra la de él susurrándole palabras cariñosas en aquel árabe dulce que había permitido a Nayland Smith descubrir su nacionalidad. Le tendí mi petaca, que esta vez había llenado de vino.

—¡Mi promesa está cumplida! —dije—. ¡Está libre! Y ahora, ¡busquemos a Fu-Manchú! Pero antes, dejemos que la policía entre en esta casa, hay algo muy raro en tanta tranquilidad.

—No —replicó—. Primero hay que llevar a mi hermano a un sitio seguro. ¿Lo llevará usted?

Miró al inspector Weymouth en cuyo rostro se leían la perplejidad y el asombro.

El detective levantó al muchacho con tanta ternura como una mujer, pasó entre las sombras hacia la escalera, subió, y fue tragado por la oscuridad. Los ojos de Nayland Smith brillaban enfebrecidos. Se giró hacia Karamaneh.

—¿No estará jugando con nosotros? —dijo ásperamente—. Hemos cumplido nuestra promesa; ahora cumpla usted la suya.

—No hable tan fuerte —suplicó la chica—. Está muy cerca y… ¡Oh, Dios mío, le tengo tanto miedo!

—¿Dónde está? —insistió mi amigo.

Los ojos de Karamaneh estaban ahora llenos de pavor.

—No deben tocarlo hasta que llegue la policía —dijo; y por la dirección de sus miradas rápidas y agitadas comprendí que, una vez a salvo su hermano, su miedo era por mí. Aquellas miradas hicieron que mi corazón se tambaleara, porque Karamaneh era una joya oriental que cualquier hombre con sangre en las venas y carne en el cuerpo desearía con sólo saberla a su alcance. Sus ojos eran un par de lagos gemelos llenos de misterios que más de una vez sentí deseos de explorar.

—Allí, detrás de aquella cortina —la voz era un susurro casi inaudible—, pero… no entren. Incluso en su estado le tengo miedo.

El tono de la voz, la agitación que la conmovía, nos prepararon para algo extraordinario. Fu-Manchú y la tragedia nunca andaban muy lejos el uno de la otra. Aunque éramos dos, y los refuerzos se aproximaban, estábamos en la guarida del asesino más astuto que haya nacido nunca en Oriente.

Atravesé la gruesa alfombra dominado por emociones contradictorias; Nayland Smith iba junto a mí. Apartamos los cortinajes que cubrían la puerta que nos había señalado Karamaneh. Cuando contemplamos lo que había en la estancia penumbrosa de detrás, todo lo demás desapareció de nuestros pensamientos.

Teníamos ante nosotros una habitación cuadrada, pequeña, con las paredes recubiertas de fantásticos tapices chinos y el suelo sembrado de almohadones; reclinado en un rincón estaba el doctor Fu-Manchú. La luz débil, tenue, de una lámpara colocada sobre una mesa baja pintaba sombras grotescas sobre la pared y sobre su rostro demoníaco.

El corazón me dio un salto cuando lo miré, pareció interrumpir su funcionamiento ante el horror desproporcionado que me inspiraba la presencia de aquel hombre…

Lo contemplé mientras sujetaba la cortina con la mano, como agarrándome a ella. Tenía los párpados cerrados, cubriendo el verde de sus ojos malignos, pero los labios, delgados, parecían abrirse en una sonrisa. Entonces, Smith, en silencio, me señaló la mano en la que había una pipa pequeña de metal. Sentí un aroma enfermizo llegar a mi nariz y quedó explicado el absoluto silencio en torno, la facilidad con la que habíamos podido avanzar llevando adelante nuestro plan de invasión. La mente astuta estaba, ahora, embotada, perdida en un mundo tórpido de ensoñaciones.

¡Fu-Manchú dormía bajo los efectos del opio!

La luz mortecina dibujaba un entramado de rayitas minúsculas que cubrían el rostro amarillo desde la mandíbula afilada a lo más alto de la gran frente abombada y formaban profundas lagunas de sombra en las cavidades que albergaban los ojos. ¡Por fin habíamos triunfado! ¡El vicio todopoderoso había forjado su caída!

No pude determinar a simple vista la profundidad de su obsceno trance. Estaba a punto de entrar en la habitación, sobreponiéndome a la repugnancia y olvidando la advertencia de Karamaneh, estaba a punto de sumergirme en los nauseabundos vapores del opio que colmaban el aire, cuando un aliento suave acarició mi mejilla.

—¡No entre! —me advirtió la dulce voz de Karamaneh, casi un suspiro, trémula.

Sentí su mano en mi brazo, pequeña, firme, y dejé que me apartara de la puerta, como a Smith.

—¡Ahí hay peligro! —susurró—. ¡No entren en ese cuarto! La policía tiene que encontrar algún medio de llegar hasta él y sacarlo. ¡No entren en esa habitación!

La voz de la muchacha temblaba, histérica; sus ojos ardían con fuego salvaje. El deseo de venganza de tantos y tan terribles daños sufridos la anegaba, pero el miedo a Fu Manchó seguía embargándola. El inspector Weymouth bajó las escaleras y se unió a nosotros.

—He enviado al muchacho a las dependencias de Ryman, en la comisaría —nos dijo—. El médico de servicio lo atenderá hasta que usted llegue, doctor Petrie. Todo está listo. La lancha espera justo delante del embarcadero y tenemos todos los puntos bajo vigilancia. ¿Dónde está nuestro hombre?

Sacó unas esposas del bolsillo y alzó las cejas con aire de interrogación. La ausencia de ruidos —de alguna demostración de fuerza por parte del escurridizo doctor chino que venía decidido a llevar detenido— le tenía perplejo.

Nayland Smith señaló con el dedo la cortina.

Al verlo, y antes de que pudiéramos decir una sola palabra, Weymouth se lanzó hacia la puerta tapada por la tela. Era un hombre que iba derecho a su objetivo y dejaba las reflexiones para más tarde, cuando hubiera tiempo. Me parece, además, que la atmósfera de aquel lugar (a pesar de su desnudez, conservaba su perfume pesado, voluptuoso) había empezado a hacer mella en su serenidad. Estaba ansioso por hacer que algo se moviese, por entrar de una vez en acción.

Apartó el cortinaje y entró en la habitación donde dormía Fu-Manchú. A Smith y a mí no nos quedó otra opción que seguirlo. Desde el hueco de la puerta contemplamos aquella cosa inerte que había sembrado el terror a lo largo y a lo ancho de Oriente y Occidente. Impotente y debilitado como estaba, el doctor Fu-Manchú seguía inspirando temor pese a su intelecto paralizado, subyugado por la droga.

Oí que Karamaneh lanzaba un grito ahogado en la sala que acabábamos de abandonar. Pero llegó demasiado tarde.

Como si un volcán hubiera entrado en erupción, los almohadones de seda, la mesita de taracea con su lámpara de pantalla azul, las paredes deslumbrantes, la figura yacente sobre la que jugaban las sombras y las luces, todo se puso a temblar y desapareció hacia lo alto…

O eso me pareció; porque, de inmediato, recordé, demasiado tarde, una experiencia previa con los suelos de las habitaciones privadas de Fu-Manchú y comprendí lo que había sucedido: ¡se había abierto una trampa bajo nuestros pies!

Recuerdo la caída, pero no recuerdo cómo terminó, ni cómo fue el choque que indicó su final. Recuerdo solamente estar luchando a vida o muerte con algo que me ahogaba apretándome la garganta. Sabía que me asfixiaban, pero mis manos no encontraban sino el vacío mortal.

Me hundí en un pozo emponzoñado de negrura. No podía gritar. Era la impotencia más absoluta. Nada sabía de la suerte de mis compañeros, ni nada podía conjeturar.

Después… perdí incluso esa conciencia.