23. LA CRIPTA

—¡Su increíble proposición me horroriza, señor Smith!

Era un hombrecillo pulido, vestido de etiqueta, con aspecto de jefe de rango de hotel antiguo (pero que era el consejero legal de la propiedad de lord Southery). Chupó indignado su cigarro mientras Nayland Smith paseaba incansable arriba y abajo por la gran biblioteca. Se detuvo al llegar al fondo, se giró —una figura remota pero viril—, y miró al grupo que formábamos el abogado y yo junto a la chimenea.

—Estoy en sus manos, señor Henderson —dijo; y avanzó sobre él con los ojos grises echando llamas—. Me dice usted que no hay ningún miembro de la familia al que consultar, salvo el heredero, que está en el extranjero cumpliendo una misión diplomática. Así que la decisión es suya. Si acepta mi propuesta, no heriremos la susceptibilidad de nadie aunque nos hayamos equivocado.

—¡La mía sí, caballero!

—Pero si tengo razón y me impide actuar, ¡será usted un asesino, señor Henderson!

El abogado se sobresaltó y miró, nervioso, a Smith, que le clavaba sus ojos amenazadores desde arriba.

—Lord Southery era un hombre solitario —continuó mi amigo—. Si yo hubiera podido tratar con algún pariente cercano, estoy convencido de que su respuesta sería afirmativa. ¿Por qué duda usted? ¿Por qué sentirse tan escandalizado?

El señor Henderson miraba fijamente el fuego. El tono de su piel, habitualmente rubicundo, estaba pálido.

—Es algo completamente fuera de las normas, señor Smith. Carecemos de los poderes necesarios…

Smith chasqueó los dientes con impaciencia, sacó el reloj del bolsillo y miró la hora.

—Yo tengo todos los poderes necesarios. Si lo desea, le daré la orden por escrito.

—Es algo que suena a paganismo. Sería un procedimiento admisible en China o en Birmania, pero…

—Y ¿pone usted en entredicho una vida por semejantes escrúpulos? ¿Cree usted que, aun en caso de irresponsabilidad mía, el doctor Petrie se detendría en esas consideraciones ante la necesidad?

El señor Henderson me miró con patético desconcierto.

—Hay invitados en la casa… personas que vinieron a los funerales esta mañana… y…

—Si nos equivocamos, no se enterarán nunca —interrumpió Smith—. ¡Cielo santo! ¿Cómo perdemos tanto tiempo?

—¿Desea que guardemos el secreto?

—Iremos el señor Petrie, usted, señor Henderson, y yo. Ahora mismo. No necesitamos ningún testigo más. Seremos responsables ante nuestras propias conciencias.

El abogado se pasó la mano por la frente sudorosa.

—¡Nunca en mi vida he tenido que tomar una decisión así en tan poco tiempo! —confesó.

Pero acabó por decidirse incitado por el impulso indomable de Nayland Smith. Salimos los tres; con aspecto —y sensación— de conspiradores, atravesamos el parque a la luz de una luna cuya placidez contrastaba con las turbulentas pasiones que llenaban el aire del jardín y llegamos al destino deseado. Ni una brizna de viento corría entre las hojas. La tranquilidad serena de una noche perfecta emanaba de todo cuanto nos rodeaba. Y, sin embargo, si Smith estaba en lo cierto (y yo no lo dudaba), los ojos verdes del señor Fu-Manchú vigilaban la escena; me pareció increíble que eso no perturbara la belleza del entorno. El temible doctor chino debía de estar cerca de nosotros.

Al abrir las antiguas verjas de hierro, el señor Henderson se volvió hacia Nayland Smith. Tenía la cara contraída.

—Quede claro que hago esto en contra de mi verdadera voluntad…, absolutamente en contra.

—La responsabilidad es sólo mía —fue la respuesta.

La voz de Smith tembló, como respondiendo a la vitalidad nerviosa que se encerraba en su cuerpo esbelto. Escuchaba con atención, sin moverse… y yo sabía lo que intentaba oír. Miró a derecha e izquierda… y yo sabía lo que intentaba (pero temía) ver.

Los árboles nos contemplaban desde las alturas con una solemnidad distinta a la de los monarcas del parque que eran. Todo el trayecto hasta el destino final de nuestro paseo pareció que la verde bóveda se hacía más oscura, más cerrada, a nuestro paso.

Por allí había pasado, por aquel césped matizado ahora por la luz de la luna, el cuerpo de lord Southery, transportado hacia su última morada bajo los rayos del sol; por allí habían sido conducidas a su definitivo reposo varias generaciones de Stradwick.

Los rayos de la luna entraban sin obstáculo alguno hasta la puerta de la cripta. Nada, ni una rama, ni una hoja, se interponía a su paso. El rostro del señor Henderson estaba lívido. Las llaves tintineaban con el temblor de su mano.

—Encienda la linterna —dijo sin firmeza.

Nayland Smith, que había seguido atisbando en torno sin descanso, como queriendo traspasar las tinieblas, encendió una cerilla y, con ella, la linterna que llevaba. Se volvió hacia el abogado.

—Esté usted tranquilo, señor Henderson —dijo con firmeza—. Cumple usted con su deber hacia su cliente.

—Dios sabe que no estoy nada seguro de eso —replicó Henderson; y abrió la puerta.

Bajamos los escalones. El aire del interior era húmedo y frío, parecía tocarnos con dedos mojados produciendo una sensación que no era solamente física.

Ante la mínima mansión que ahora resultaba suficiente para lord Southery, el gran ingeniero reconocido por todos al que hasta los reyes habían honrado, Henderson vaciló y se agarró a mí en busca de apoyo. Smith y yo habíamos pensado que no nos serviría de mucha ayuda en nuestra inquietante tarea, y habíamos acertado.

Permaneció en lo alto de los escalones, con ojos asustados, mientras mi amigo y yo empezábamos a trabajar. Muchas veces había tenido que realizar labores tan desagradables como aquella en la práctica de mi profesión, pero nunca en un lugar semejante. Daba la sensación de que todas las sucesivas generaciones de Stradwick allí enterradas escuchaban cada una de las vueltas de los tornillos.

Por fin terminamos: el rostro pálido de lord Southery parecía interrogarse ante la intrusión. Nayland Smith alzó la linterna con mano tan firme como si fuera de hierro. Más tarde vendría la relajación, de repente, como reacción física y mental al concentrado esfuerzo de voluntad que mantenía la tensión; pero no, como bien sabía, hasta que hubiera terminado el trabajo emprendido.

También mi mano estaba firme, pero sabía que tenía que atribuirlo exclusivamente al celo profesional. Porque estaba a punto —en condiciones que, de conocerse, darían lugar a un expediente de la Asociación de Médicos Británica muy desagradable— de iniciar un experimento jamás intentado con anterioridad por un facultativo de raza blanca.

Si fracasaba o tenía éxito era algo de lo que, con toda probabilidad, ni la Asociación ni ningún otro colegio profesional habrían de enterarse; y en el primero de los casos, la ignorancia quedaba asegurada al cien por cien. Pero saber que me disponía a llevar a cabo una práctica de curanderismo, o lo que cualquiera de mis colegas calificaría de tal, me imponía. Y, sin embargo, mi fe en el ser extraordinario cuya existencia era tan gran peligro para el mundo era de tal firmeza, que me regocijaba por mi inmunidad ante la censura oficial. Me alegraba de que la suerte me hubiera permitido dar aquel paso —aun a ciegas— que suponía entrar en el futuro de la ciencia médica.

Para mis conocimientos clínicos, lord Southery estaba muerto. No hubiera dudado un segundo en extender un certificado de defunción si no fuera por dos motivos, muy poco clínicos. El primero, que aunque su último trabajo servía intereses contrarios a los del doctor Fu-Manchú, su genio de ingeniero, dirigido por otros caminos, tenía más utilidad para el grupo oriental que su muerte. El segundo, que yo mismo había visto al joven Aziz en un estado de muerte aparente similar.

Cargué la jeringa con el líquido ambarino del vial, puse la inyección, y esperé.

—¿Y si estuviera realmente muerto? —susurró Smith—. Parece increíble que haya podido sobrevivir tres días sin alimento. Aunque yo conocí un fakir que podía resistir una semana.

El señor Henderson soltó un gemido.

Observé el rostro grisáceo del ingeniero, con el reloj en la mano.

Pasó un segundo; otro; un tercero. Al cuarto, se inició el milagro. La pálida y fría tez de arcilla se fue tiñendo con el pulso de la vida. Llegaba a oleadas; oleadas que se correspondían con el latido del corazón revivido que avanzaba más y más fuerte, más y más potente, que llenaba con su impulso el cuerpo helado.

Tan pronto como liberamos al vivo de los atavíos del muerto, Southery se incorporó con una exclamación contenida, miró a su alrededor con ojos velados y cayó otra vez, con el consecuente espanto de Smith.

—¡Dios mío! —dijo consternado.

—¡No se preocupe! —le tranquilicé poniendo en mi voz el tono más profesional de que era capaz—. Todo lo que le hace falta es un poquito de brandy de mi petaca.

—Pues ahora ¡tiene usted dos pacientes, doctor! —exclamó mi amigo, sardónico.

El señor Henderson había caído al suelo de la cripta, desmayado.

—Silencio —susurró Smith—. Él está aquí.

Apagó la luz.

Sujeté a lord Southery.

—¿Qué ha pasado? —gemía—. ¿Dónde estoy? ¡Oh, Dios mío! ¿Qué me ha pasado?

Procuré tranquilizarlo en voz baja y le puse mi abrigo de viaje por encima. Habíamos cerrado la puerta de la cripta, en lo alto de las escaleras, pero sin cerrojo ni llave. Ahora, mientras sujetaba a aquel hombre al que habíamos rescatado literalmente de la muerte, la oí abrirse. No podía acudir en auxilio de Henderson. Smith, a mi lado, respiraba con fuerza. No me atreví a pensar en lo que estaba a punto de suceder, ni en los efectos que podría tener sobre el agotado lord Southery, en su estado.

Una lanza de luz hirió la faraónica oscuridad de la tumba y se clavó en el peldaño superior de la escalera de piedra.

Una voz gutural pronunció rápidamente algunas palabras, y supe que el doctor Fu-Manchú estaba en lo alto de la escalera. Aunque no podía verlo, me di cuenta de que mi amigo Nayland Smith tenía el revólver en la mano. Busqué el mío en el bolsillo.

Por fin el astuto chino iba a caer en una trampa. Necesitaría toda su demoníaca inteligencia para escapar de allí. A menos que la puerta hubiera despertado sus sospechas al no estar cerrada con llave, su captura era inminente.

Alguien descendía los escalones.

Tenía el revólver en la mano derecha, y sujetaba a lord Southery con la izquierda. Pasaron diez segundos de una tensión pocas veces igualada.

El haz de luz cruzó nuevamente la oscuridad.

Lord Southery, Smith y yo quedábamos ocultos por un ángulo de la pared pero la luz cayó de lleno sobre el rostro rubicundo del señor Henderson, que despertó de su desmayo con un grito ronco, se puso en pie como pudo y se quedó mirando escaleras arriba, helado de terror.

Smith se puso junto a él de un salto. Algo relució en su dirección antes de que se apagase la luz. Vi que se agachaba y oí el ruido del cuchillo al caer al suelo.

Conseguí moverme lo suficiente para ver en lo alto, al disparar, el rostro amarillo del doctor Fu-Manchú, sus ojos gatunos brillantes, pavorosamente verdes, tratando de ver en las tinieblas.

Una figura volaba saltando los peldaños de tres en tres, la figura de un hombre moreno apenas vestido. Dio un traspié, cayó y comprendí que le había acertado. Pero se incorporó y siguió adelante, con Smith ya en los talones.

—¡Señor Henderson! —grité—. ¡Encienda la linterna y ocúpese de lord Southery! La petaca de brandy está en el suelo. Confío en usted.

El revólver de Smith ladró de nuevo mientras yo me apresuraba escaleras arriba. Recortado en negro contra el rectángulo de luz de luna, vi que se tambaleaba y caía. Y, al caer, su revólver ladraba por tercera vez.

Llegué a su lado de inmediato. Se oían pasos desnudos alejarse corriendo por el estrecho camino oscuro entre los árboles.

—¿Está herido? —pregunté ansioso.

Se puso en pie.

—Lleva un dacoit con él —replicó; y me enseñó el largo cuchillo curvo que tenía en la mano. Un gran trozo de la afilada hoja goteaba sangre.

—Ha andado cerca, Petrie —dijo sin alterarse.

Oí ponerse en marcha un motor.

—Se nos ha escapado —gruñó Smith.

—Pero hemos salvado a lord Southery —repliqué—. Fu-Manchú tendrá que reconocer que hemos sido tan listos como él.

—Hay que llegar al coche —murmuró Smith—, y tratar de alcanzarlo. ¡Uf! Tengo el brazo izquierdo fuera de combate.

—Sería una pérdida de tiempo perseguirlo ahora —argumenté—, no tenemos ni la menor idea de qué dirección han tomado.

—¡Yo sí tengo idea! —exclamó Smith—. Stradwick Hall está a menos de quince kilómetros de la costa. Y no hay más que un modo de trasladar en secreto a un hombre inconsciente de aquí a Londres.

—¿Cree que sus planes eran llevárselo a Londres?

—Y luego trasladarlo a China, estoy casi seguro. Su centro de operaciones está probablemente en el Támesis.

—¿Un barco?

—Un yate, presumiblemente, que los está esperando en la costa. El doctor Fu-Manchú puede incluso haber decidido llevárselo directamente a China desde aquí.

Lord Southery emergió de la cripta apoyado en su consejero legal, que estaba casi tan pálido como él. Tenía un aspecto pintoresco, envuelto en mi abrigo de viaje a la luz de la luna.

—Ha sido un gran triunfo para usted, Smith —dije.

El ronco murmullo del coche de Fu-Manchú se perdió definitivamente en el silencio de la noche.

—Me temo que sólo un triunfo a medias —replicó—. Pero todavía nos queda otra oportunidad: atraparlo en su propia casa. ¿Cuándo nos avisará la hermosa Karamaneh?

Lord Southery se dirigió a nosotros con voz débil:

—Caballeros —dijo—, según parece me han rescatado ustedes de la misma muerte.

Oír a aquel hombre recién enterrado hablándonos desde la puerta de su propia tumba, fue, probablemente, el momento más extraño de toda aquella noche de misterios.

—Sí —replicó Smith lentamente—; lo hemos rescatado del destino que aguarda quién sabe a cuántos hombres de genio. La sociedad amarilla no tiene un Southery, pero tengo razones para creer que el doctor Fu-Manchú estuvo en Berlín hace tres años y me atrevo a asegurar, sin visitar siquiera la tumba de su gran rival teutón, que murió repentinamente por entonces, que sí tienen un Von Homber. ¡Y esa sociedad secreta que prepara el futuro dominio de la China sabe cómo hacer trabajar a los hombres!