—Hemos de conseguir que la casa sea registrada sin más demora —dijo Smith—. Esta vez podemos estar bien seguros de nuestra aliada.
—Pero tenemos que cumplir la promesa que le hice —le interrumpí.
—Ocúpese usted de eso, Petrie —dijo mi amigo—. Yo voy a dedicar toda mi atención al doctor Fu-Manchú —añadió sombrío.
Paseaba arriba y abajo por la habitación apretando la vieja pipa de brezo ennegrecida entre los dientes de tal manera que los músculos de la mandíbula adoptaban una forma cuadrada. El tono bronceado de su piel, que hablaba de los muchos años en Birmania, subrayaba el brillo de los ojos grises.
—¿Qué había mantenido yo siempre? —dijo mirándome de refilón sobre un hombro—: Que aunque Karamaneh era una de las armas más poderosas del arsenal del doctor, algún día se volvería contra él. Y ese día ha llegado.
—Tenemos que esperar a que nos avise.
—Por supuesto.
Vació la pipa en la chimenea.
—¿Tiene alguna idea de qué es el fluido que contiene el vial? —dijo luego.
—Ni la más mínima. Y, por desgracia, no me sobra nada para dedicar a los análisis.
Nayland Smith se puso a cargar de picadura la cazoleta caliente de su pipa dejando caer una cantidad casi equivalente al suelo.
—No puedo estarme quieto, Petrie —dijo—. Estoy ansioso por entrar en acción. Pero un movimiento en falso y…
Encendió la pipa y se detuvo, mirando por la ventana.
—Tendré que llevar una jeringuilla —expliqué.
Smith no hizo ningún comentario.
—Pero si supiese la fórmula de la droga que produce la apariencia de muerte —continué—, mi fama sobreviviría durante mucho tiempo a mis cenizas.
Mi amigo, sin volverse, dijo:
—¿No habló ella de que tenía que ver con el vino?
—Algo en el vino, sí.
Silencio. Mi pensamiento voló de nuevo hacia Karamaneh, a quien el doctor Fu-Manchú tenía sujeta con lazos más fuertes que cualquier cadena. Porque con su hermano Aziz suspendido entre la vida y la muerte, ¿qué podía hacer sino cumplir los mandatos del pérfido chino? ¡Qué increíble genio del mal! Si el tesoro de sabiduría oculta, que quizá sólo él entre todos los hombres poseía, pudiera dedicarse a los enfermos y sufrientes, su nombre se alinearía junto a los más ilustres de las artes médicas.
Nayland Smith se giró de pronto sobre sus talones con una expresión en la cara que me dejó asombrado.
—¡Mire a ver cuál es el próximo tren para L…! —dijo precipitadamente.
—¿AL…? ¿Qué…?
—¡Bradshaw! No tenemos ni un minuto que perder.
Había en su voz el tono de autoridad que tan bien conocía y en sus ojos la luz que indicaba la necesidad urgente de acción emanada de algún descubrimiento repentino.
—El último es dentro de media hora.
—Hay que cogerlo.
Sin dignarse darme una sola palabra de explicación salió a vestirse, porque se había pasado la tarde paseándose por la habitación en batín y fumando sin descanso.
Salimos a la calle, corrimos hacia la esquina y nos metimos en el primer taxi libre. Smith instó al conductor a que se diese prisa y partimos rápidamente, sumidos en la intensa sensación de actividad febril que caracteriza los movimientos de mi amigo en los momentos importantes.
Iba mirando por la ventanilla, con muestras de impaciencia, mientras se acariciaba el lóbulo de la oreja.
—Perdóneme usted, amigo mío —me dijo—, pero trato de resolver un pequeño problema que me da vueltas en la cabeza. ¿Ha traído las cosas que le mencioné?
—Sí.
La conversación murió de nuevo hasta que el taxi llegó a la estación. Allí, Smith dijo:
—¿Diría usted que lord Southery era el ingeniero de caminos más importante de nuestro tiempo, Petrie?
—Sin lugar a dudas.
—¿Más importante que Von Homber, el alemán?
—Quizá no, pero Von Homber murió hace tres años.
—¿Tres años?
—Más o menos.
—¡Ajá!
Llegamos a la estación con tiempo de reservar un compartimento exclusivo para nosotros y para que Smith pudiera inspeccionar cuidadosamente a los ocupantes del resto del convoy, desde la máquina al furgón de cola. Se había embufandado hasta las orejas y me dio instrucciones de que permaneciera sin moverme, oculto en una esquina del asiento. Su conducta me intrigaba poderosamente, y no pude reprimir, en cuanto arrancó el tren, la pregunta que me quemaba en los labios.
—¿Qué…?
—No se piense que trato de llevarle a ojos cerrados —empezó rápidamente Smith, sin dejarme continuar— para sorprenderlo después con mi perspicacia, Petrie. Simplemente, tengo miedo de que esto no sea más que una batida inútil. Parece que no se haya dado cuenta todavía de la idea que nos ha puesto en marcha, y me hubiera gustado que la comprendiera desde el principio. Sería un argumento a favor de su coherencia.
—Por el momento, me siento absolutamente desorientado.
—Bien, no trataré de influir a favor de mi punto de vista. Piénselo, estudie la situación y trate de averiguar la razón de este viaje repentino. Si lo consigue me sentiré mucho más animado.
Pero no lo conseguí, y como era obvio que Smith no tenía la menor intención de aclarármelo, no insistí. El tren se detuvo en Rugby y Smith bajó a discutir ciertos misteriosos arreglos con el jefe de estación. Al llegar a L…, comprendí los detalles discutidos, porque un potente coche nos estaba esperando; subimos sin perder tiempo y antes de que la mayoría de los pasajeros estuviese en el andén, nosotros ya estábamos circulando a toda velocidad por las carreteras bañadas por la luz de la luna.
Veinte minutos de veloz carrera nos dejaron a la vista de una mansión blanca que se destacaba con claridad sobre un fondo de bosques.
—Stradwick Hall —dijo Smith—. La mansión de lord Southery. Hemos llegado los primeros…, pero el doctor Fu-Manchú venía en el tren.
Entonces comprendí por fin y la verdad iluminó las tinieblas de mi perplejidad.