Pasaba el tiempo y no parecía que nos acercáramos —no demasiado, al menos— a nuestro objetivo. Mi amigo Nayland Smith había ocultado el asunto a la prensa con tanto esmero que, aunque el interés del público se centraba a veces en alguno de los acontecimientos de la madeja de misterios que había venido a desenredar desde Birmania, muy poca gente, fuera del Servicio Secreto y del Departamento Especial de Scotland Yard, sabía que los varios asesinatos, perpetrados o frustrados, robos y desapariciones formaban cada uno un eslabón de la misma cadena; todavía menos sabían que en nuestra atmósfera se movía una presencia tenebrosa, que un maestro inigualable de la maldad y sus artes se ocultaba en algún lugar de la metrópoli, buscado con toda la agudeza y voluntad de los mejores ingenios de que las autoridades disponían para su misión, pero logrando eludirlos a todos, triunfante e inalcanzable.
Smith mismo había dejado de reconocer uno de los eslabones de la cadena como tal. Y sin embargo, era un eslabón de gran importancia.
—Petrie —me dijo una mañana—, escuche esto:
»… A la vista, Shanghai, una noche oscura. Sobre la cubierta de un junco que pasaba cerca del Andamán pudo verse una señal luminosa azul. Un minuto después se oyó el grito de “¡Hombre al agua!”
»La investigación dio como resultado que el pasajero desaparecido era un tal James Edwards, de segunda clase, con destino a Shanghai. El nombre era probablemente falso. El hombre era de raza oriental, y estaba bajo estrecha vigilancia…»
—Es el final del informe —dijo Smith.
Se refería al enviado por los hombres del Servicio Secreto que habían embarcado en el Andamán en el momento de salir de Tilbury. Encendió meticulosamente su pipa.
—¿Es una victoria más para China, Petrie? —dijo suavemente.
—No lo sabremos nunca, a menos que la guerra revele sus secretas posibilidades; y ojalá que ese evento no suceda mientras yo viva —repliqué.
Smith empezó a recorrer la habitación de arriba abajo.
—¿Quién encabeza en estos momentos nuestra lista de personas en peligro? —exclamó con un exabrupto.
Se refería a la lista de hombres notables que habíamos redactado teniendo en cuenta a todos aquellos que podían interferir las acciones del genio-maligno que había invadido Londres y que estaban destinadas a hacer triunfar su causa: el triunfo de la raza amarilla.
Consulté nuestras notas.
—Lord Southery —repuse.
Smith me pasó el diario de la mañana.
—Mire —dijo escuetamente—. Ha muerto.
Leí el relato de la muerte del aristócrata, y miré por encima la larga necrología; sólo por encima: había regresado hacía poco tiempo del Este y ahora, tras una breve enfermedad, acababa de morir de una afección cardíaca.
No había habido sospechas de que su enfermedad fuera tan grave e incluso Smith, que vigilaba su rebaño (el rebaño amenazado por el lobo Fu-Manchú) con ojo avizor, no había sospechado que su fin estuviera tan próximo.
—¿Crees que murió de muerte natural, Smith? —pregunté.
Mi amigo alargó la mano por encima de la mesa y señaló con la punta del dedo uno de los subtítulos del periódico:
SIR FRANK NARCOMBE
AVISADO DEMASIADO TARDE
—Southery murió durante la noche —dijo Smith—, pero el señor Frank Narcombe, que llegó unos minutos tarde, declaró sin titubeos que la muerte había sido producida por un síncope y que no había encontrado nada sospechoso.
Le miré pensativo.
—Sir Frank es un gran médico —dije despacio—, pero debemos tener en cuenta que no estaría buscando nada sospechoso.
—Debemos tener en cuenta —añadió de inmediato Smith—, que si el doctor Fu-Manchú es responsable de la muerte de Southery, no habría nada sospechoso que ver excepto para un ojo experto. Fu-Manchú no deja pistas.
—¿Va a ir hasta allí? —pregunté.
Smith se encogió de hombros.
—Creo que no —repuso—. Si el que es más poderoso que Fu-Manchú se ha llevado a lord Southery o si el doctor amarillo ha hecho su trabajo tan bien que no ha dejado huellas de su presencia, de poco servirá.
Comenzó a pasear sin rumbo por la habitación, dejando el desayuno intacto y llenando los alrededores de la chimenea de cerillas con las que encendía una y otra vez la pipa, que se le apagaba a cada momento.
—Es inútil, Petrie —lanzó de repente—. No puede ser una coincidencia. Tenemos que ir a verlo.
Una hora más tarde estábamos en medio del dormitorio silencioso, con las cortinas echadas y una atmósfera mortuoria, contemplando la cara pálida e intelectual de Henry Stradwick, lord Southery, el ingeniero más importante de su época. El cerebro que yacía detrás de aquella frente espléndida había planeado la construcción del ferrocarril por el que Rusia había pagado tan enorme precio, había concebido el canal que, en un próximo futuro, acortaría el viaje entre dos grandes continentes en una semana. Y ahora no planearía nada más.
—Últimamente había tenido síntomas de angina de pecho —nos explicó el médico de la familia—, pero nunca hubiera pensado en un desenlace fatal y tan rápido. Me avisaron hacia las dos de esta mañana y encontré a lord Southery en estado de peligroso agotamiento. Hice todo lo que pude y envié a buscar a sir Frank Narcombe. Pero el paciente expiró un poco antes de que llegara.
—Así pues, doctor, ¿había estado tratando a lord Southery de angina de pecho? —dije.
—Sí —fue la respuesta—, desde hace unos meses.
—¿Considera que las circunstancias en las que ha fallecido son coherentes con las de una muerte por esa causa?
—Sin la menor duda. ¿Ve usted algo extraño? Sir Frank Narcombe está completamente de acuerdo conmigo. Creo que no cabe ni la más mínima duda.
—No —dijo Smith acariciándose pensativo el lóbulo de la oreja izquierda—. No dudamos ni por un momento de la precisión de su diagnóstico, doctor.
—¿Pero me equivoco si supongo que tienen ustedes algo que ver con la policía? —preguntó el médico.
—Ni el doctor Petrie ni yo tenemos conexión alguna con la policía —respondió Smith—. Pero, de todas maneras, le ruego que considere nuestras preguntas como algo confidencial.
Cuando salíamos de la casa, preocupados e impresionados por la presencia del visitante invisible que había acariciado con sus dedos fríos y grises a lord Southery, Smith se detuvo, parando a un hombre vestido de negro que se cruzó con nosotros en las escaleras.
—¿Era usted el ayuda de cámara de lord Southery?
El hombre hizo una inclinación.
—¿Estaba usted en la habitación en el momento del ataque fatal?
—Estaba, señor.
—¿Vio u oyó algo inhabitual, algo imprevisto?
—Nada, señor.
—¿Algún ruido raro fuera de la casa, por ejemplo?
El ayuda de cámara negó con la cabeza y Smith me cogió del brazo y me llevó hacia la calle.
—Quizá todo este asunto me hace tener alucinaciones —dijo—, pero tengo la sensación de que hay algo especial en el aire, algo peculiar presente en todas las casas cuya puerta lleva la marca invisible del doctor Fu-Manchú.
—Tiene razón, Smith —exclamé—. No me atrevía a mencionárselo, pero también yo he desarrollado una especie de sexto sentido que me avisa de la presencia del doctor. Aunque no hay el menor rastro de evidencia que lo confirme, estoy seguro de que ha sido él quien ha causado la muerte de lord Southery, tan seguro como si le hubiera visto descargar el golpe con mis propios ojos.
Esta tortura mental (encadenados sin remedio a nuestra ignorancia a causa del genio sobrenatural del doctor chino) nos castigó a lo largo de varios días consecutivos. Mi amigo comenzaba a tener el aspecto de un hombre consumido por una fiebre ardiente. Porque, por desgracia, nada podíamos hacer.
En la creciente oscuridad de un atardecer, poco después, estaba yo hojeando algunas de las obras expuestas a la venta en el exterior de una librería de viejo de New Oxford Street, cuando me llamó la atención una que trataba de las sociedades secretas de China; consideré que podía ser instructiva y estaba a punto de llamar al librero cuando me sobresaltó sentir que una mano me cogía del brazo.
Me volví rápidamente, ¡y me encontré ante los maravillosos ojos oscuros de Karamaneh! Iba vestida —ella, a quien había visto con tantos disfraces— con un traje de calle que le sentaba muy bien, y parte de su abundante cabello se ocultaba bajo un sombrero de última moda.
Miró a su alrededor con aprensión.
—¡Deprisa!, venga hasta la esquina. Tengo que hablar con usted —dijo con un temblor de excitación en la voz.
Nunca podía controlarme del todo ante su presencia. Supongo que hubiera tenido que ser de hielo para lograrlo, porque su belleza tenía todo el sabor de lo escaso; era un misterio… y el misterio aumenta el encanto de cualquier mujer. Era muy probable que hubiera estado detenida, pero no podía arriesgarme en aquellos momentos a liberarla.
Nos metimos en un pasaje tranquilo y allí se detuvo y me dijo:
—Estoy asustada. Me ha pedido muchas veces que le ayude a capturar al doctor Fu-Manchú. Ahora estoy dispuesta.
Apenas podía creer lo que estaba oyendo.
—Su hermano… —empecé.
Me cogió del brazo con fuerza, mirándome a los ojos.
—Usted es médico —dijo—. Quiero que venga a verlo.
—¡Cómo! ¿Está en Londres?
—Está en casa del doctor Fu-Manchú.
—Y quiere usted que…
—Que me acompañe allí, sí.
Estaba seguro de que Nayland Smith me habría aconsejado que no pusiese mi vida en manos de aquella mujer de ojos suplicantes. Y, sin embargo, lo hice; y sin demasiadas vacilaciones. Al poco rato íbamos en un taxi en dirección al este. Karamaneh estaba muy callada, pero siempre que me volvía hacia ella me encontraba con sus grandes ojos fijos en mí con una expresión en la que había súplica, en la que había pena, y en la que había algo más, algo indefinible y perturbador. Había indicado al taxista que se dirigiera al final de Comercial Road, la zona de los muelles nuevos, escenario de una de nuestras primeras aventuras con el doctor Fu-Manchú. El manto del crepúsculo abrigaba la escuálida actividad de las calles del East End cuando nos aproximábamos a nuestro destino. Bajo el resplandor de las farolas de las calles emergían de los callejones, semejantes a madrigueras, extranjeros de todos los tipos y colores. En el breve espacio de nuestro viaje habíamos pasado del mundo luminoso de West End al submundo turbulento del East.
No sé qué impulsaba a Karamaneh, pero al acercarnos a la guarida del siniestro doctor, se acercó más a mí y, cuando despachamos el taxi y caminamos juntos por un estrecho pasadizo que bajaba hacia el río, se apretó contra mí temerosa, titubeó y pareció incluso a punto de volverse atrás. Pero se sobrepuso al miedo o a la repugnancia y continuó, a través de un laberinto de patios y callejones en los que perdí sin remedio el sentido de la orientación, dándome cuenta de que estaba completamente en las manos de aquella muchacha cuya historia era un cúmulo de sombras y cuyo verdadero carácter resultaba inescrutable; cuya belleza, cuyo encanto, podían enmarcar perfectamente la astucia de una serpiente.
Me dirigí a ella.
—¡Chist! —Me puso la mano en el brazo, induciéndome a callar.
En la oscuridad, se alzaba junto a nosotros una pared alta y lisa de ladrillos con aspecto de formar parte de un almacén portuario; la indescriptible hediondez del bajo Támesis llegaba a mi olfato a través de una tenebrosa abertura, una especie de túnel detrás del cual susurraba el río. El estruendo de las actividades marineras y los talleres nos circundaba tamizado por los muros de las construcciones. Escuché el sonido de una llave en un cerrojo y Karamaneh me condujo hacia la oscuridad de una puerta abierta, me hizo entrar y la cerró tras ella.
Percibí, por primera vez, en contraste con los olores del patio, la fragancia del perfume singular que siempre asociaba a ella. Estábamos en la oscuridad más completa y aquel aroma era lo único que me hacía saber que estaba a mi lado hasta que su mano tocó la mía y me dirigió a través de un pasillo sin alfombrar y me hizo subir unas escaleras desnudas. Una segunda puerta, esta sin llave, y me encontré en una habitación amueblada con gusto exquisito e iluminada por la suave luz de una pantalla colocada sobre una mesa baja rodeada por un océano de almohadones de seda, sobre una alfombra persa cuya riqueza amarilla se perdía en las sombras que bordeaban el círculo de luz.
Karamaneh corrió una cortina que cubría el hueco de una puerta y escuchó con atención unos instantes.
Nada rompía el silencio.
Entonces, en medio de la selva de cojines, algo se revolvió y dos minúsculos ojos brillantes me miraron. Atisbando de cerca logré distinguir, acurrucado entre aquella exuberancia mullida, un mono pequeño. Era el tití del doctor Fu-Manchú.
—Por aquí —susurró Karamaneh.
No creo que ningún médico haya emprendido nunca una acción tan irresponsable, pero había llegado lo bastante lejos como para que cualquier consideración en torno a la prudencia quedase fuera de lugar.
El pasillo que ahora recorríamos estaba cubierto por una gruesa alfombra. Seguimos la dirección de una débil luz que brillaba al fondo y que resultó ser la que entraba por un balcón que ocupaba un lado de una sala espaciosa. Permanecimos juntos en las sombras contemplando una escena que nunca imaginé que pudiera tener lugar sino a muchos kilómetros de distancia de aquellos parajes.
La sala de abajo estaba aún más lujosamente decorada que la habitación en la que habíamos entrado primero. Aquí, las montañas de almohadones formaban islas de vistosos colores sobre el suelo. Tres lámparas colgaban del techo mediante cadenas, con la luz tamizada por pantallas de rica seda. Una de las paredes estaba cubierta casi enteramente por estanterías de cristal conteniendo aparatos químicos, tubos, retortas, y otros indicativos menos ortodoxos de las investigaciones del doctor Fu-Manchú, mientras que cerca de otra, se veía el objeto más extraordinario de toda aquella no poco extraordinaria habitación: un diván bajo, sobre el que estaba tendido el cuerpo inmóvil de un muchacho. La luz de la lámpara que colgaba casi directamente sobre su rostro aceitunado mostraba un parecido sorprendente con Karamaneh, salvo que el color de esta era más delicado. El muchacho tenía el cabello negro y rizado, y la blancura de la almohada sobre la que descansaba con las manos cruzadas sobre el pecho, lo hacían destacar aún más.
Transfigurado de asombro, lo contemplé sin hablar. Las maravillas de Las Mil y una noches eran maravillas reales en aquel lugar del East End de Londres, el auténtico palacio del mago en el que no faltaban la hermosa esclava ni el príncipe encantado.
—Este es Aziz, mi hermano —dijo Karamaneh.
Bajamos hasta el suelo del salón. Karamaneh se arrodilló y se inclinó sobre el muchacho, acariciándole el pelo y hablándole amorosamente en voz baja. Me incliné también yo sobre él, y nunca podré olvidar la ansiedad que se pintaba en los ojos de la chica mientras observaba cómo me acercaba para examinarlo. Fue breve.
Muy breve, sí, porque incluso antes de haberlo tocado ya había visto que en aquella figura yacente no quedaba una chispa de vida. Pero Karamaneh apretaba aquellas manos frías entre las suyas y le hablaba en árabe con dulzura; hacía tiempo que ya había adivinado que era su lengua materna.
Permanecí en silencio y ella, entonces, se volvió a mirarme, leyó la verdad en mis ojos, se incorporó, permaneció rígidamente erguida y se abrazó temblando contra mí.
—¡No está muerto…, no está muerto! —susurró; y me zarandeó como me habría zarandeado un niño para hacerme entender correctamente—. Por favor, ¡dígame que no está muerto!
—No puedo —repliqué con toda la suavidad que pude—, porque lo está.
—¡No! —dijo con los ojos enloquecidos, llevándose las manos al rostro como medio perdido el sentido—. No lo comprende… Es usted médico y, sin embargo, no lo comprende…
Calló, gimiendo mientras miraba alternativamente de la cara del muchacho a la mía. Era terrible, doloroso, extraño. Pero me sentía especialmente enternecido ante el dolor de la joven.
Entonces se oyó en alguna parte un sonido que había oído antes en todas las casas ocupadas por el señor Fu-Manchú: un gong apagado.
—¡Rápido! —Karamaneh me tomó del brazo—. ¡Arriba! ¡Ha vuelto!
Corrió escaleras arriba hacia el balcón. La seguí pegado a sus talones. Las sombras nos velaban, la gruesa alfombra borraba el ruido de nuestra marcha y así, el hombre que entraba en la habitación que acabábamos de dejar no nos descubrió.
¡Era Fu-Manchú!
Con su bata amarilla, inmóvil, los ojos verdes inhumanos lanzando sus destellos gatunos incluso antes de que la luz los iluminase, se abrió paso entre el archipiélago de cojines y se inclinó sobre el diván en el que yacía Aziz.
Karamaneh me hizo poner de rodillas.
—¡Mire! —me susurró—. ¡Mire!
El doctor Fu-Manchú buscó el pulso del muchacho que yo había declarado muerto hacía unos instantes y, tras comprobarlo, se dirigió hacia la gran estantería de cristal, tomó un frasco de cuello largo grabado en oro y echó unas gotas de un líquido ambarino, totalmente desconocido para mí, en un tubo graduado. Lo observé con la máxima atención y traté de ver cuál era la medida del líquido. Cargó una jeringuilla con él, se inclinó nuevamente sobre Aziz y le puso una inyección.
Entonces, todas las maravillas que había oído sobre aquel hombre se me hicieron comprensibles y contemplé con el mismo asombro que cualquier otro médico que hubiera examinado a Aziz lo que no era sino un puro milagro. Porque, bajo mi mirada fascinada, contenido el aliento, ¡el muerto volvió a la vida! ¡El brillo de la salud se instaló en la mejilla aceitunada, el cuerpo se movió, alzó las manos sobre la cabeza y se sentó ayudado por el doctor chino!
Fu-Manchú hizo sonar una campana oculta. Un espantoso individuo amarillo con la cara cruzada por una cicatriz hizo su aparición trayendo una bandeja con un cuenco que contenía un fluido humeante, sopa según todas las apariencias, una especie de galleta de avena y una frasca de vino tinto.
El muchacho, sin mostrar más síntomas que los de cualquiera que despierta del sueño normal, empezó a comer. Karamaneh me arrastró gentilmente por el pasillo hasta la habitación en la que habíamos entrado inicialmente. El corazón me latía a toda prisa. El tití saltó junto a nosotros y se fue dando saltos hacia el salón de abajo, en busca de su amo.
—Ya lo ve —me dijo Karamaneh con voz temblorosa—, ¡no está muerto! Pero sin Fu-Manchú está como muerto para mí. ¿Cómo puedo huir de él si tiene en sus manos la vida de Aziz?
—Tiene que conseguirme ese frasco —le indiqué—, o parte de su contenido. Pero, dígame, ¿cómo consigue producir la apariencia de muerte?
—No se lo puedo decir —replicó—. No lo sé. Algo que pone en el vino. Dentro de una hora Aziz volverá a estar como usted lo vio. Pero ¡mire!
Abrió una cajita de ébano y sacó un vial medio lleno del líquido de color ámbar.
—¡Magnífico! —dije metiéndomelo en el bolsillo—. ¿Cuándo será el mejor momento para atrapar al doctor Fu-Manchú y recuperar a su hermano?
—Se lo haré saber —susurró y, abriendo la puerta, me empujó para que me diera prisa en salir—. Esta noche se va al norte, pero no venga esta noche. ¡Rápido! ¡Rápido! Vaya por el pasadizo. Puede llamarme en cualquier momento.
Con un vial en mi bolsillo que contenía un poderoso preparado de fórmula desconocida para la ciencia occidental, y con una última y larga mirada a los ojos profundos de Karamaneh, salí al callejón estrecho y pasé de los fragantes perfumes de aquella casa misteriosa a los miasmas hediondos de las cloacas del Támesis.