20. ALGUNAS TEORÍAS Y UN HECHO

Nayland Smith y yo bajamos sin perder más tiempo, entramos en el coche que nos esperaba y partimos a través de las calles de Londres, que comenzaban a despertar a su agitada vida. Me sentía perplejo. No creo que sea necesario decir que lo único que conocía de cierto en torno al último plan puesto en marcha por Fu-Manchú era la experiencia involuntaria de Norris West con el hachís. Para cualquier médico hubiera sido evidente, después de escuchar su declaración y observado las secuelas, que todos los indicios apuntaban a la intoxicación por cáñamo indio, es decir, la actuación bajo los efectos de una droga que le convirtió temporalmente en un alienado. Conocía los poderes del doctor chino y comprendía, por consiguiente, que hubiera logrado sacarle la información concerniente a la clave de apertura de la caja fuerte, imponiéndole su voluntad mientras estaba drogado. Pero no lograba explicarme cómo había podido introducirse en las habitaciones del aviador americano que ocupaban el tercer piso del inmueble y estaban cerradas por dentro con cerrojo.

—Smith —dije—, esas huellas de pájaro en el antepecho de la ventana tienen que ser la clave del misterio que me tiene perplejo.

—En efecto —dijo Smith, mirando con impaciencia el reloj—. Consulte su memoria, especialmente en lo que se refiere a las costumbres del doctor Fu-Manchú y sus animales de compañía.

Pasé revista mental a las criaturas absurdas y terribles que rodeaban a nuestro chino: escorpiones, bacterias, y las distintas armas que enviaba como mensajeros de muerte a quienquiera que se opusiese al potencial establecimiento del Imperio Amarillo. Pero ninguna de las criaturas que recordaba me encajaba con las marcas que había visto en el polvo del alféizar de la ventana de West.

—No me confunda, Smith —le dije—. Hay ya demasiadas cosas en este asunto extraordinario que no acabo de ver claras. No se me ocurre nada que pueda producir estas huellas.

—¿No se acuerda del tití de Fu-Manchú? —preguntó Smith.

—¡El mono! —grité.

—Eran huellas de pisadas de un mono pequeño —continuó mi amigo—. Durante un momento estuve tan confuso como usted creyendo que eran las marcas de un pájaro de gran tamaño; pero he visto huellas de monos muchas veces y el tití, aunque sea una variedad americana, según creo, no es muy distinto de ciertos monos de Birmania.

—Sigo sin entender demasiado —dije.

—Es pura hipótesis —continuó Smith—, pero esta es mi teoría, a falta de una mejor que explique los hechos. El tití está adiestrado para realizar ciertos trabajos, lo que concuerda con el carácter de Fu-Manchú, que no mantiene a nadie por pura diversión:

»¿Se fijó en el canalón que corría al lado de la ventana? ¿Y en la barra de hierro colocada para prevenir la posible caída de los limpiadores? Para un mono, subir desde el patio de abajo hasta la ventana era tarea fácil. Llevaba una cuerda, probablemente atada al cuerpo. Trepó hasta el alféizar, pasó por dentro de la barra y volvió a bajar. Por medio de la cuerda que llevaba pudieron izar una más resistente hasta la barra y por medio de la cuerda grande, una de sus escaleras de seda y bambú. Uno de los sirvientes del doctor trepó por ella, probablemente para comprobar si el hachís había actuado con éxito. Esa fue la cara amarilla de un mal sueño que West vio inclinarse sobre él. Después subió el doctor para cuyo gigantesco poder mental el cerebro drogado de West era un instrumento dúctil que se plegaría dócilmente a sus deseos. A esa hora de la noche el patio estaría desierto y, en cualquier caso, lo probable es que, nada más subir, retirasen la escalera y la bajasen sólo después de que West hubiera revelado el secreto de la caja fuerte y Fu-Manchú tuviera en su poder los planos. Es muy característico el volver a cerrar la caja y hacer desaparecer las pastillas de hachís para no dejar ninguna pista aparte de los delirios alucinados de un esclavo de la droga, porque nadie más que un conocedor de Oriente podría construir la historia de West. Naturalmente, volvieron a poner en el frasco las tabletas que había antes. El hecho de que le hayan dejado con vida es un refinamiento artístico que sólo un maestro puede realizar.

—¿Y Karamaneh sirvió una vez más de señuelo? —dije.

—Así es. Ella se ocupó de comprobar las costumbres de West y sustituir las tabletas. Esperó en el coche lujoso, mucho menos llamativo a esa hora y en ese lugar que un modesto taxi, y recibió los planos robados. Hizo un buen trabajo.

—¡Pobre Karamaneh, no tenía alternativa! Dije antes que daría cien libras por ver la cara del mensajero, del hombre al que se los entregó. ¡Ahora daría mil! —añadió.

—Andamán, segunda —dije—. ¿Qué quería decir?

—¿Todavía no se le ha ocurrido? —exclamó Smith excitado mientras el taxi llegaba a la estación—. El Andamán, de la Compañía de Navegación de Oriente, sale de Tilbury con destino a China con la próxima marea. Nuestro hombre irá en él como pasajero de segunda. He enviado un cable para que retrasen la salida, y nuestro tren especial nos permitirá estar en el muelle dentro de cuarenta minutos.

Recuerdo con todo lujo de detalles nuestra llegada a los muelles aquella mañana de otoño. El camino había sido dejado completamente expedito gracias a las instrucciones del inspector Weymouth, basadas en los poderes extraordinarios con los que mi amigo Nayland Smith había sido investido por las más altas autoridades.

La tremenda importancia de la misión de Smith se me hizo presente cuando corríamos por el andén, escoltados por el jefe de estación, y cinco de nosotros —Weymouth iba acompañado de otros dos hombres del servicio— tomamos asiento en el especial.

Salimos de inmediato a toda velocidad. Cruzamos sin detenernos estaciones en las que se veía fugazmente a los empleados de los andenes con cara de asombro ante la novedad que suponía un tren especial en aquel trayecto. Todo el tráfico ordinario se detuvo para dejarnos vía libre, y llegamos a Tilbury en un tiempo que estoy seguro de que constituía un récord.

En los muelles, el gran paquebote permanecía a la espera de que mi compañero, dotado de poderes reales, permitiera su salida hacia el Lejano Oriente. Todo aquello era nuevo para mí, y terriblemente emocionante.

—¿El comisionado Nayland Smith? —interrogó el capitán cuando llegamos a su camarote, mirando a uno y a otro y al telegrama que tenía en la mano.

—El mismo, capitán —dijo mi amigo sin dilación—. No le retrasaré ni un momento. He dado instrucciones a las autoridades de todos los puertos al este de Suez para que apresen a uno de sus pasajeros de segunda clase, en caso de que abandone el barco. Tiene en su poder unos planos que pertenecen al gobierno británico.

—¿Y por qué no apresarlo ahora mismo? —preguntó el marino sorprendido.

—Porque no lo conozco. Los equipajes de todos los pasajeros de segunda clase serán registrados al desembarcar. Tengo la esperanza de que, si todo lo demás falla, eso sirva de algo. Pero quiero dar instrucciones en privado a sus tripulantes de que vigilen a todos los pasajeros de nacionalidad oriental y de que cooperen durante el viaje. Confío en usted para recuperar esos planos, capitán.

—Haré todo lo que pueda —le aseguró el capitán.

Poco después contemplábamos la partida del buque en medio del grupo heterogéneo reunido en el muelle. La expresión de Nayland Smith resultó de lo más singular —el inspector Weymouth estaba con nosotros, totalmente perplejo— cuando aconteció un incidente extraordinario que todavía hoy resulta inexplicable: una voz gutural, que los tres oímos claramente, dijo:

—¡Otra victoria para China, señor Nayland Smith!

Me volví como impulsado por un muelle. Smith se giró también. Recorrí con los ojos todas las caras del grupo que nos rodeaba. Ninguna me resultó familiar. Nadie, aparentemente, se había marchado.

Pero la voz que habíamos oído era la voz del doctor Fu-Manchú.

Al escribir esto ahora, puedo apreciar la diferencia que aquel suceso tuvo para nosotros en comparación con lo que representa para quienes simplemente lean su narración. No me creo capaz de reproducir la sensación de inquietud que aquel episodio nos produjo. Y sin embargo, sólo con pensar en él vuelvo a sentir, aunque en menor grado, el escalofrío que me recorrió las venas en aquel momento.

Soy consciente de que en mi breve historia del hombre increíble y maligno que anduvo una vez, desconocido para la mayoría, entre las buenas gentes de Inglaterra (junto al que posiblemente usted mismo haya estado sin saberlo), faltarán muchas cosas. No tengo espacio para examinar con detalle los muchos puntos mal iluminados que la salpican. Este incidente en los muelles no es más que uno entre muchos.

Otro fue la singular visión que se me apareció cuando yacía prisionero en la bodega de la casa cerca de Windsor. He pensado después que tenía muchas de las características propias de las alucinaciones producidas por la intoxicación del hachís. ¿Me habrían drogado en aquella ocasión con cáñamo indio? Como cualquier médico sabe muy bien, la cannabis indica es un narcótico traicionero; pero los conocimientos que el doctor Fu-Manchú tiene de la droga son muy superiores a los de nuestra ciencia occidental. La experiencia de West lo demostró.

Tal vez haya desaprovechado oportunidades —más adelante juzgará el lector si ha sido así—, oportunidades de descubrir a Occidente algunas de las misteriosas formas de conocimientos que posee el Lejano Oriente. Tal vez en el futuro tenga ocasión de rectificar mis errores. Tal vez ese conocimiento —la sabiduría almacenada por Fu Manchó— se haya perdido para siempre. Queda, sin embargo, una posibilidad al menos para que sobreviva en parte; y no descarto poder publicar un día el relato científico de las secuelas que dejó en nuestras vidas la relación con el doctor chino.