19. LA HISTORIA DE NORRIS WEST

Nunca he visto a un hombre tan absolutamente sorprendido como lo estuvo el detective inspector Weymouth.

—¡Es completamente increíble! —exclamó—. No hay más que una puerta para entrar en el apartamento y nos la encontramos cerrada por dentro.

—Sí —gimió West llevándose la mano a la frente—. Eché yo mismo el cerrojo cuando vine, a las once.

—Ningún ser humano ha podido llegar desde arriba o desde abajo a las ventanas. Y los planos del aerotorpedo estaban encerrados en la caja.

—Los guardé yo mismo —dijo West—, cuando volví del Ministerio de la Guerra, y los consulté otra vez después de haber cerrado la puerta con cerrojo. Los metí de nuevo en la caja fuerte y la cerré. Ustedes mismos vieron que seguía cerrada y no hay nadie más en el mundo que conozca la combinación.

—¡Pero los planos han volado! —dijo Weymouth—. ¡Es cosa de brujas! ¿Cómo lo han hecho? ¿Qué ha sucedido esta noche, señor West? ¿Qué pasaba cuando nos ha llamado por teléfono?

Durante todo este coloquio, Smith paseaba sin descanso por la habitación. De repente, se volvió hacia el aviador.

—Todos los datos que recuerde, señor West, por favor —dijo escuetamente—, y con la mayor concisión posible.

—Llegué hacia las once, como les dije —explicó Norris West—, y preparé algunas notas para una entrevista que tengo concertada para mañana por la mañana. Guardé los planos en la caja y la cerré.

—¿No había nadie escondido en alguna de las habitaciones? —inquirió Smith con rapidez.

—Nadie —replicó West—. Lo comprobé. Lo hago siempre. Me fui a dormir casi inmediatamente.

—¿Cuántas tabletas de cloral tomó? —le interrumpí.

Norris West se dirigió a mí con una sonrisa.

—Es usted un lince, doctor —dijo—. Tomé dos. Ya sé que es una mala costumbre, pero no puedo dormir sin ellas. Me las fabrican especialmente en un laboratorio de Filadelfia.

»No sé cuánto tiempo estuve durmiendo —continuó—, ni probablemente lo sepa nunca, antes de que me asaltaran unos sueños inquietantes. Tampoco sé en qué momento esos sueños pasaron a ser realidad. Pero en medio del vacío se me iba acercando una cara, mirándome cada vez más próxima.

»Estaba en esa situación extraña en que uno sabe que está soñando pero lo nota y trata de despertar para huir —nos explicó—. Debí de seguir tumbado y mirando la cara amarilla inclinada sobre la mía un rato, y tan de cerca que pude ver perfectamente una cicatriz que la cruzaba desde la oreja izquierda hasta la comisura de los labios, que le quedaban levantados como los de un perro que enseña los dientes. Podía verle con claridad los ojos, malignos, ictéricos, y oía los susurros de aquella boca deforme, como si tratara de darme algún consejo… algo maligno también. Aquella intimidad arrolladora era algo repulsivo, indescriptible. Luego, la cara se apartó y retrocedió hasta no ser más que una cabeza de alfiler en la oscuridad, alejada de mí, casi como una cosa viscosa, fluida.

»Conseguí ponerme en pie, o soñé que lo conseguía —prosiguió—, Dios sabe dónde terminaba el sueño y empezaba la realidad… Llegarán ustedes a la conclusión de que me había vuelto loco, caballeros, pero les juro que allí de pie, agarrado a la barra de la cama, oía latir la sangre en las arterias con un ruido que parecía el de una hélice. Me eché a reír. La risa salía de mis labios con un silbido penetrante que me producía auténtico dolor físico y parecía resonar por todo el edificio. Creí yo mismo que me había vuelto loco y traté de controlar mi voluntad y romper la barrera del cloral, porque llegué a la conclusión de que, por error, me había tomado una dosis excesiva.

»Entonces, las paredes del dormitorio empezaron a retroceder hasta que me vi agarrado a una cama que se había convertido en una cama de casa de muñecas en medio de una habitación tan grande como Trafalgar Square —se estremeció al recordarlo—. La ventana del fondo estaba tan lejos que apenas si alcanzaba a verla, pero pude descubrir a un chino, al chino de la horrenda cara amarilla, trepando por ella. Le seguía otro de una altura exagerada, tan alto que, al acercarse a mí (pareció que tardaban más de media hora en atravesar aquella sala de dimensiones increíbles), el segundo chino era como una torre a mi lado, como un ciprés.

»Le miré a la cara, una cara espectral, lampiña, una cara que no olvidaré durante el resto de mi vida, señor Smith. ¿La habré visto de verdad? ¡Sólo Dios lo sabe! Barbilla puntiaguda, la cúpula de la amplia frente, y esos ojos… ¡cielo santo!, unos ojos verdes, enormes…

Se estremeció como si estuviera enfermo. Miré significativamente a Smith. El inspector Weymouth se retorcía el bigote con una singular expresión en la que se mezclaban la intriga y la incredulidad.

—El bombeo de la sangre era tan intenso —continuó West—, que parecía que me iba a estallar el cuerpo, la habitación continuaba creciendo y menguando. Unas veces, parecía que el techo iba a aplastarme la cabeza, y los chinos, que tanto me resultaban ser dos como veinte, se convertían en enanos; un instante después se levantaba como el de una catedral. Me preguntaba si estaría despierto o soñando. Me lo susurré, y mi susurro se expandió en oleadas de ecos por las paredes y se perdió en la increíble distancia bajo el techo invisible.

»—Sí, está usted soñando —dijo el chino de los ojos verdes dirigiéndose a mí, y sus palabras parecían tardar una eternidad en ser pronunciadas— pero yo puedo hacer que lo subjetivo sea objetivo a mi voluntad. ¿No creen que debo de haber soñado esas palabras, caballeros?

»Luego —siguió West—, clavó sus ojos verdes en mí, aquellos ojos verdes cegadores, y no pude ni intentar un movimiento. Parecía como si me succionaran todo el fluido vital, como si me sacasen hasta la última gota de mi poder mental. Toda la habitación de pesadilla se volvió verde, me sentí absorbido por el verde absoluto.

»Imagino lo que deben de estar pensando, porque incluso yo, en mi delirio (si era tal delirio), pensé lo mismo. Y aquí llega el punto culminante de mi experiencia, de mi visión, de lo que no sé cómo llamar. ¡Vi las palabras que salían de mi propia boca!

El inspector Weymouth tosió discretamente y Smith se dirigió a él.

—Soy consciente de que esto está muy alejado de sus experiencias, inspector —dijo—. Pero el señor Norris West no está diciendo nada que me sorprenda lo más mínimo. Sé a qué se debía su experiencia.

Weymouth le miró, incrédulo. Pero también yo iba comprendiendo la verdad de aquella historia.

—No puedo explicar cómo vi un sonido, desde luego —dijo West—; lo único que les digo es lo que vi. Supe de algún modo que me había traicionado a mí mismo, que había entregado inconscientemente algo.

—¡Se refiere usted al secreto de la combinación de la caja! —exclamó de inmediato Smith.

—¿Qué? —gruñó Weymouth.

Pero West continuó con voz ronca:

—Pocos segundos antes de que se me quedase la mente en blanco, un nombre apareció breves instantes ante mis ojos. Era «Bayard Taylor».

Interrumpí a West.

—¡Ya comprendo! —grité—. ¡Ya comprendo! Acaba de venirme a la mente otro nombre, señor West…, el nombre de un francés: Moreau.

—Ha resuelto usted el misterio —dijo Smith—. Era lógico que el señor West pensase en un viajero americano:

Bayard Taylor. El libro de Moreau, en cambio, es puramente científico. Probablemente no lo haya leído.

—Luché contra el estupor que me invadía —continuó West— tratando de asociar aquel nombre vagamente familiar con las cosas fantásticas que me estaban sucediendo. La habitación volvía a aparecer vacía. Me dirigí al vestíbulo, en busca del teléfono. Apenas podía mover los pies. Me pareció que tardaba media hora en llegar. Recuerdo que llamé a Scotland Yard y ya no recuerdo nada más.

Se produjo un silencio breve, pero intenso.

Me sentía sobrepasado en algunos aspectos, pero, francamente, me daba la impresión de que el inspector Weymouth consideraba que West estaba completamente loco. Smith, con las manos a la espalda, miraba por la ventana.

—Andamán, segunda —dijo de pronto—. Weymouth, ¿a qué hora es el primer tren para Tilbury?

—A las cinco y veintidós, desde la estación de Frenchurch —replicó automáticamente el hombre de Scotland Yard.

—¡Demasiado tarde! —exclamó con rabia mi amigo—. ¡Coja un taxi y elija dos hombres competentes para que salgan hacia China de inmediato! Luego ordene un tren especial para Tilbury que salga dentro de veinte minutos; que otro coche me espere fuera.

El inspector Weymouth quedó perplejo, pero el tono de Smith no admitía réplica. El inspector salió a toda prisa.

Miré a mi amigo sin entender lo que había dado lugar a tan singular organización.

—Ahora que ya puede pensar con claridad, señor West —dijo—, ¿qué le recuerda su experiencia? Errores de percepción en el tiempo; la sensación de ver un sonido, la ilusión de que el dormitorio aumenta y disminuye alternativamente de tamaño; la risa, el recuerdo de un nombre, Bayard Taylor. Puesto que conoce usted su obra, La tierra de los sarracenos, ¿no es eso?, los síntomas de su ataque han de serle familiares.

Norris West se apretó las manos sobre la cabeza que, evidentemente, le dolía.

—El libro de Bayard Taylor —dijo inexpresivo—. ¡Sí…! Ya sé lo que es… El relato que hace Taylor de sus experiencias bajo los efectos del hachís. ¡Alguien me drogó con hachís, señor Smith!

Smith movió la cabeza asintiendo, serio.

Cannabis indica —dije yo—, cáñamo indio. Con eso le drogaron. Estoy seguro de que ahora siente usted mucha sed, náuseas, dolor muscular, especialmente de deltoides. Debieron de suministrarle al menos quince gramos.

Smith detuvo su deambular delante de West, mirándole a los ojos apagados.

—Alguien estuvo en su habitación ayer por la noche —dijo despacio— y sustituyó las tabletas de cloral con otras de hachís, o tal vez no sólo hachís. Fu-Manchú es un químico notable.

Norris West se sobresaltó.

—Alguien sustituyó… —empezó.

—¡Exacto! —dijo Smith mirándole intensamente—. Alguien que estuvo aquí anoche. ¿Tiene alguna idea de quién pudo ser?

West titubeó.

—Tuve una visita por la tarde —dijo soltando las palabras con esfuerzo—, pero…

—¿Una dama? —le cortó Smith—. Supongo que fue una dama.

West asintió.

—Tiene razón —admitió—. No sé cómo lo ha descubierto. Una dama que he conocido hace muy poco, una extranjera.

—¡Karamaneh! —exclamó Smith.

—No tengo ni idea de lo que quiere decir. Vino aquí. Dijo que porque sabía que vivía aquí y quería que la protegiera de un hombre misterioso que la venía siguiendo desde la estación de Charing Cross. Me contó que había entrado tras ella y que debía de estar abajo, en el vestíbulo. Le pedí que se quedase un momento y esperase mientras yo iba a averiguar qué sucedía.

Se rio un instante.

—Soy ya más viejo de lo que debiera —dijo con ironía— para dejarme engañar por una mujer. ¡En fin…! Ha mencionado usted el nombre de alguien llamado Fu-Manchú. ¿Es el bandido a quien debo la pérdida de mis planos? Ya había sufrido atentados procedentes de agentes de los gobiernos europeos, pero un chino, es una novedad.

—Ese chino —le aseguró Smith, muy serio—, es la novedad más importante de nuestra época. ¿Reconoce ahora los síntomas que padeció en los que describe Bayard Taylor?

—El relato del señor West —interrumpí yo—, es ciertamente paralelo a ciertos párrafos del libro de Moreau titulado Alucinaciones del hachís. Creo que nadie más que Fu-Manchú podía haber pensado en utilizar el cáñamo indio. De todas maneras, no me parece que se tratase de cannabis indica pura. En algunos aspectos actuó como un opiáceo.

—Y drogó al señor West lo suficiente —intervino Nayland Smith—, como para permitirle entrar sin ser visto.

—Al tiempo que producía los síntomas que le convirtieron en un paciente fácilmente susceptible a la influencia del doctor. Es difícil separar en este caso lo que es realidad de lo que es mera alucinación, pero estoy convencido, señor West, de que el doctor Fu-Manchú utilizó también alguna técnica hipnótica para hacer más manejable su cerebro, aunque ya estuviera previamente drogado. Hemos visto las pruebas evidentes de que consiguió extraerle el secreto de la combinación de la caja fuerte; secreto que usted creía tener bien guardado.

—¡Bien sabe Dios que tenemos esas pruebas! —dijo West, desolado—. Pero ¿quién es ese increíble doctor Fu-Manchú, y cómo… cómo, por todos los diablos, pudo entrar en mi apartamento?

Smith sacó su reloj.

—Eso —dijo rápidamente—, se lo podré explicar dentro de no mucho tiempo, siempre y cuando logre interceptar al individuo que tiene los planos. Venga usted conmigo, Petrie; tenemos que llegar a Tilbury con puntualidad. No podemos desaprovechar la ocasión.