18. ANDAMÁN, SEGUNDA

Seguir adelante con la aventura de los pantanos sería una tarea tan inútil como poco agradecida. Su significado real y dramático terminó con nuestra despedida de Karamaneh. Y en aquella despedida comprendí lo que Shakespeare quiso decir con su «dulce pesar».

Supe que existía un mundo, a cuyos confines había llegado entonces, del que previamente ni siquiera sospechaba la existencia. Y entre los muchos misterios que asomaban en las tinieblas, era uno de los mayores el misterio del corazón de Karamaneh. Procuré olvidarla. Intenté recordarla. Esta era, naturalmente, una tarea más reconfortante que la otra, pero la dirección y extensión de las ideas que engendraba podía ponerme al borde del precipicio.

Oriente y Occidente no se mezclan. Como estudioso de la política mundial, como médico, he de admitir que es una verdad innegable. Si daba crédito a las palabras de Karamaneh, había llegado a manos de Fu-Manchú como esclava; había caído en las redes de los buscadores de esclavos; había cruzado el desierto con las caravanas de esclavos; había conocido la casa del traficante de esclavos. ¿Era posible? Yo creía hasta entonces que esas cosas habían dejado de suceder con el declive de la medialuna del Islam.

Pero ¿y si seguía sucediendo?

El mero pensamiento, la sola visión de una muchacha tan deliciosa y bella en poder de los brutales negreros me hizo rechinar los dientes y cerré los ojos en un inútil intento de borrar las imágenes que me provocaba.

Otras veces me negaba a dar crédito a su historia. Y me preguntaba una y otra vez por qué no podía apartar de mi mente aquellos problemas. Pero mi corazón tenía siempre respuesta. ¡Y era un médico que trataba de hacer carrera en lo general! Que, en pocas palabras, se había creído ya por encima de las imprudencias sentimentales de la edad juvenil y había entrado, aunque hiciera poco tiempo, en esa fase de la vida en la que los problemas diarios de la profesión de Esculapio se imponen sobre los demás y espantan para siempre esas seductoras veleidades de ojos negros y labios rojos como rubíes.

Pero es ajeno al propósito de esta crónica recabar simpatías para el cronista. El tema del que venía ocupándome en estas últimas líneas me resulta fascinante, pero no puedo pretender que lo resulte igualmente para los demás. Volvamos a lo que me cumple narrar y olvidémonos de digresiones.

Hay un hecho curioso, pero cierto, que cabe consignar: pocos londinenses conocen bien Londres. Guiado por mi amigo Nayland Smith, había descubierto, tras su regreso de Birmania, que en el mismo corazón de la metrópoli hay lugares cuya existencia conocen solamente unos pocos, lugares desconocidos incluso por los omnipresentes cazadores de noticias de la prensa.

Smith me conducía por un tranquilo pasaje a menos de dos minutos de la bulliciosa Leicester Square. Se detuvo ante una puerta flanqueada a cada lado por una tienda deslustrada, y se volvió hacia mí.

—Vea lo que vea y oiga lo que oiga —me previno—, no muestre sorpresa alguna.

Un coche nos había dejado en la esquina. Llevábamos, los dos, trajes oscuros y fez con borla negra de seda. Me habían oscurecido artificialmente la piel hasta darle un color semejante al moreno de mi amigo que, en aquel momento, hacía sonar el timbre de la puerta.

Casi inmediatamente, una mujer negra, gorda y espantosamente fea, salió a abrir.

Smith dijo algo en árabe fluido. Su capacidad lingüística era una fuente constante de sorpresas. Hablaba las jergas del Oriente próximo o lejano como su lengua materna. La mujer mostró de inmediato una actitud extremadamente servil, nos introdujo en un pasillo mal iluminado y no dejó de dar muestras de profundo respeto. Recorrimos el pasillo, pasamos por una puerta interior detrás de la cual se oía una música discordante, y entramos en un cuarto pequeño, sin muebles, con unas esteras burdas en las paredes y una alfombra roja sin dibujos en el suelo. En un nicho ardía una lámpara ordinaria de metal.

La negra nos dejó solos y, a los pocos instantes, apareció un anciano de edad avanzada y barba patriarcal que saludó a mi amigo con señorial cortesía. Tras una breve conversación, el anciano árabe —puesto que tal parecía ser— apartó un lado de la estera dejando al descubierto un oscuro pasaje. Nos indicó silencio con un dedo en los labios y nos invitó a entrar.

Así lo hicimos, y la estera volvió a su lugar detrás de nosotros. El sonido de la música era ahora mucho más claro y cuando Smith descorrió una pequeña persiana, la sorpresa me obligó a retirarme de un salto.

Detrás había una sala francamente amplia, en tres de cuyas paredes había divanes o asientos bajos. Esos divanes estaban ocupados por una abigarrada mezcla de turcos, egipcios, griegos, y demás variedades; y descubrí, asimismo, dos chinos. La mayoría fumaba cigarrillos, algunos bebían. Una joven bailaba una danza sinuosa sobre la alfombra cuadrada que ocupaba el centro del piso, acompañada a la guitarra por una muchacha negra y por algunos de los participantes en la reunión, que tocaban las palmas al ritmo de la música y tarareaban una melodía en voz baja y monótona.

La danza terminó a poco de hacer nuestra entrada en el pasaje, y la bailarina salió por una puerta tapada con una cortina que había al fondo de la habitación. Se alzó el rumor de la conversación.

—Es una especie de combinación de wekaleh y lugar de entretenimiento para cierta clase de orientales que residen o están de visita en Londres —me dijo Smith en voz baja—. El viejo que nos acaba de dejar es el propietario, o el anfitrión. He estado aquí unas cuantas veces, pero nunca he sacado nada en limpio.

Atisbaba con detalle la extraña sala del club.

—¿A quién espera encontrar aquí? —le pregunté.

—Es un sitio muy conocido —me dijo al oído—. Es casi seguro que alguna vez lo utilicen los miembros del grupo de Fu-Manchú.

Observé para asegurarme todas las caras que eran visibles desde nuestro puesto de espionaje. Mis ojos se detuvieron especialmente en los dos chinos.

—¿Reconoce a alguien? —susurré.

—¡Chist!

Smith torcía el cuello para poder ver la puerta de entrada. Me tapaba la vista, pero por su actitud y por la sutil ola de excitación que me comunicó comprendí que llegaba alguien nuevo.

El murmullo de la conversación se apagó y en el silencio subsiguiente escuché un rumor de telas. El recién llegado era mujer, pues. Temeroso de hacer algún ruido, traté de mejorar mi visión con grandes precauciones.

Una mujer con un elegante abrigo de noche color fuego cruzaba la sala en dirección a donde estábamos ocultos. Llevaba un pañuelo de seda fina en la cabeza y un pliegue que le tapaba parcialmente el rostro. La vi sólo un momento —y era una visión un tanto incongruente en aquel lugar— antes de que desapareciese de mi vista y se acercase a alguien que estaba sentado en el diván que quedaba inmediatamente debajo de nuestro puesto.

Adiviné por la manera en que la miraban los circunstantes que no era una presencia habitual en el local sino que esa presencia era tan sorprendente para ellos como lo había sido para mí.

¿Quién podría ser aquella elegante dama que visitaba un sitio así? ¿Quién, que parecía tan ansiosa de ocultar su identidad pero que iba vestida más bien para una reunión de sociedad elegante que para una expedición nocturna en tan extraño lugar?

Inicié la pregunta, pero Smith me hizo un gesto imperativo de silencio. Estaba muy excitado. ¿Acaso su aguda perspicacia le había permitido reconocer a la desconocida?

Un perfume peculiar me llegó débilmente a la nariz, un perfume que parecía contener toda el alma del misterio de Oriente. No conocía más que una mujer que usara aquel perfume: Karamaneh.

¡Así que era ella!

Por fin, la vigilancia de mi amigo había sido recompensada. Me incliné ansioso hacia delante. Smith temblaba literalmente ante la evidencia del descubrimiento.

El perfume volvió a invadir nuestro escondite; y vi a Karamaneh —porque era ella, no había duda— cruzar de nuevo la sala, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, y desaparecer.

—¡Tenemos que ver al hombre con el que ha hablado! —siseó Smith—. ¡Tenemos que cogerlo!

Apartó la estera y entró en la antesala. Bajamos por el pasaje y cuando casi habíamos llegado a la sala grande se abrió la puerta y salió rápidamente un hombre que abrió el portón de la calle antes de que Smith pudiera llegar a él y se fue cerrándolo de golpe.

Podría jurar que no nos llevaba ni cuatro segundos de ventaja, pero cuando llegamos a la calle, estaba vacía. Nuestra presa se había evaporado como por arte de magia. Un coche grande doblaba la esquina en dirección a Leicester Square.

—Esa es la chica —dijo atropelladamente Smith—. Pero ¿dónde diablos está el hombre al que le llevó el mensaje? Daría cien libras por saber qué se traen entre manos. ¡Pensar que hemos dejado escapar semejante oportunidad!

Permaneció de pie en la esquina, irritado y confuso, mirando hacia la dirección que llevaba el coche, perdido ya entre el bullicioso trajín de la plaza y acariciándose el lóbulo de la oreja, como tenía por costumbre en sus momentos de perplejidad, con los dientes apretados. También yo me había quedado pensativo. Habíamos encontrado pocas pistas durante aquellos últimos días de nuestra guerra contra el imposible antagonista. Pensar que el mínimo error de cálculo de aquella noche al tardar unos segundos más de lo preciso podía suponer la victoria de Fu-Manchú, podía significar que el delicado equilibrio que la providencia había establecido entre las razas blanca y amarilla se rompiese, era algo terrible.

A Smith y a mí, que sabíamos algo de las influencias secretas puestas en marcha para derrumbar el Imperio Indio y colocar Europa y América bajo el dominio oriental, nos parecía que una mano amarilla gigantesca se alargaba literalmente sobre Londres. El doctor Fu-Manchú era una amenaza para el mundo civilizado. Y, sin embargo, su misma existencia era un secreto para los millones de blancos que pretendía sojuzgar.

—¿En qué sombrío plan podríamos haber entrado? —dijo Smith—. ¿Qué secreto de Estado irá a ser robado? ¿Qué heroico servidor del rajá británico eliminado? ¿Sobre quién habrá puesto ahora Fu-Manchú su sello mortal?

—Tal vez en esta ocasión Karamaneh no trajese un mensaje del doctor…

—Estoy seguro de que sí, Petrie. ¿A quién envolverá en su nube amarilla ahora, de los muchos amenazados? ¿A quién se referiría el mensaje? Las instrucciones eran urgentes, no hay más que ver la prisa que se dio en salir. ¡Maldición! —Se golpeó la palma de la mano izquierda con el puño derecho—. Ni siquiera pude verle un momento la cara. ¡Haber pasado tantas horas inútiles en este sitio esperando una cosa así y echarlo a perder cuando se presenta!

Sin saber muy bien qué dirección tomar, estábamos ya en Picadilly Circus, en medio del tráfico nocturno. Di un tirón súbito del brazo de mi amigo, que estuvo a punto de meterse debajo de las ruedas delanteras de un gran Mercedes. Luego, el tráfico quedó bloqueado y nos encontramos peligrosamente atrapados entre la masa de vehículos.

Conseguimos salir de algún modo entre gritos de taxistas que nos tomaban, naturalmente, por un par de vulgares orientales. Y justo ante la barrera infranqueable del brazo de un policía londinense a punto de bajarse para dar paso a la corriente motorizada, me llegó un leve soplo de perfume.

Coches y taxis se ponían otra vez en marcha, no nos quedaba más refugio que el bordillo central, ¡y rápido! No había tiempo de volver la mirada pero supe instintivamente que alguien —alguien que usaba aquella rara y fragante esencia— se asomaba a la ventanilla de un coche.

—¡Andamán, segunda! —dejó flotando un dulce susurro.

Llegamos a nuestra isla al tiempo que el tráfico rugía otra vez alrededor.

Smith no había olido el perfume de la ocupante del coche ni había detectado el murmullo de sus palabras. Pero no había razones para que yo dudara de mis sentidos y supe sin lugar a dudas que Karamaneh había estado a menos de un metro de nosotros, que nos había reconocido y que había dicho aquellas palabras para ayudarnos.

Al volver a casa, dedicamos una hora entera a tratar de descifrar el significado de aquellas palabras: Andamán, segunda.

—¡Olvídelo! —acabó por gritar Smith—. Puede significar cualquier cosa; el resultado de una carrera, por ejemplo.

Soltó una de sus raras carcajadas y empezó a llenar de picadura la pipa de brezo. Comprendí que no tenía intenciones de abandonar.

—No se me ocurre nadie, nadie importante que esté ahora en Londres y que pueda ser objeto de un atentado de Fu-Manchú —dijo—. Salvo nosotros.

Fuimos recorriendo metódicamente la larga lista de nombres que habíamos elaborado, y revisando nuestras detalladas notas. Cuando me di por vencido, la noche había dejado ya sitio a un nuevo día. Pero el sueño no venía y «Andamán, segunda» bailaba por mi cerebro como un fantasma burlón.

Sonó el teléfono y oí que Smith contestaba.

Un minuto después estaba en mi dormitorio con una expresión de gravedad en el rostro.

—Sabía como si lo hubiera visto con mis propios ojos que anoche había algún asunto en marcha —dijo—. Y lo había cerca de nosotros, ¡a tiro de pistola, vamos! Han atentado contra Frank Norris West. Acabo de hablar por teléfono con el inspector Weymouth.

—¡Norris West! —exclamé—. El aviador americano… e inventor…

—Del aerotorpedo West, en efecto. Se lo ha ofrecido al Ministerio de la Guerra, pero están tardando demasiado.

Salté de la cama.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que sus posibilidades han llamado la atención del doctor Fu-Manchú.

Aquellas palabras actuaron como una descarga eléctrica. No sé lo que tardaría en vestirme ni lo que tardó en llegar el taxi que Smith había pedido por teléfono ni cuántos preciosos minutos pudimos perder en el trayecto; pero todas esas cosas pasaron a formar parte del pasado en un santiamén, en un torbellino, como los postes de telégrafo ante las ventanillas de un expreso, cuando aparecimos, en plena tensión, en la escena del caso.

El señor Norris West, cuyo rostro fino, estoico, había aparecido con tanta frecuencia últimamente en la prensa diaria, yacía de espaldas en el suelo del vestíbulo de entrada a sus habitaciones, con el auricular del teléfono en la mano.

La puerta exterior había sido forzada por la policía. Para llegar al cerrojo había sido preciso arrancar un trozo de la madera. Un médico se inclinaba sobre la figura yacente, vestida con un pijama a rayas, y el inspector Weymouth lo contemplaba. Entramos Smith y yo.

—Le han drogado con algo muy fuerte —dijo el médico olisqueando los labios de West—, pero no puedo decir qué droga han usado. No es cloroformo ni nada por el estilo. Creo que se le puede dejar dormir sin problema.

—Es de lo más extraordinario —dijo Weymouth—. Llamó a Scotland Yard hace cosa de una hora y dijo que su casa había sido invadida por los chinos. Y, luego, el telefonista oyó perfectamente cómo se caía. Cuando llegamos, la puerta principal estaba cerrada con cerrojo como han podido ver. Las ventanas cabe descartarlas; estamos en un tercer piso. No hay nada revuelto.

—¿Y los planos del aerotorpedo? —preguntó rápidamente Smith.

—Creo que están en la caja fuerte de su dormitorio —replicó el detective—. Está cerrada e intacta. Es probable que haya tomado una dosis excesiva de algo y haya tenido alucinaciones. Pero en caso de que hubiera algo de cierto en lo que balbucía (apenas se le entendía por teléfono) es mejor que esté aquí usted.

—Totalmente de acuerdo —dijo Smith sobre la marcha. Los ojos le brillaban como si fuesen de acero—. Pónganlo en una cama, inspector.

Así lo hicieron, y mi amigo entró en la habitación.

A no ser porque la cama estaba deshecha, muestra de que West había dormido en ella, nadie diría que había pasado nada allí, y mucho menos la invasión que mencionara por teléfono el inventor americano. Era un dormitorio pequeño —se trataba de un apartamento alquilado con muebles— y muy limpio. En una esquina había una caja fuerte con cerradura de combinación. La ventana tenía un trozo abierto por arriba de unos treinta centímetros.

Smith tanteó la caja fuerte. Parecía que todo estaba en orden. Quedó de pie un momento, rechinando los dientes, mostrándome así su perplejidad. Fue hasta la ventana y la abrió. Los dos nos asomamos.

—Como ve —nos llegó la voz de Weymouth— está demasiado lejos del patio para que nuestros amigos chinos hayan podido poner una escalera con o sin artilugios de bambú. Y, aunque hubieran podido llegar hasta allí, también está demasiado lejos del tejado para poder colgarla desde él. Hay dos pisos más.

Smith asintió pensativo mientras comprobaba la resistencia de una barra de hierro que iba de lado a lado del pretil de la ventana. De repente se inclinó con una exclamación. Me asomé sobre su hombro y vi lo que le había llamado la atención.

Sobre la piedra gris del alféizar estaban marcadas en el polvo una serie confusa de marcas, huellas, como se quieran llamar.

Smith se incorporó y me dirigió una mirada interrogadora.

—¿Qué le parece, Petrie? —dijo maravillado—. Algún pájaro ha andado por aquí; y hace muy poco.

El inspector Weymouth examinó a su vez las huellas.

—Nunca he visto unas huellas de pájaro como estas, señor Smith —murmuró.

Smith se acariciaba el lóbulo de la oreja.

—No —repuso pensativo—. Pensándolo bien, yo tampoco.

Se dio la vuelta para mirar al hombre que yacía en la cama.

—¿No cree que puedan haber sido alucinaciones? —preguntó el detective.

—¿Y qué me dice de esas marcas de la ventana? —dijo Smith.

Empezó a recorrer la habitación arriba y abajo, parándose a veces ante la caja fuerte y mirando con frecuencia a Norris West.

De pronto, salió del dormitorio y examinó las otras habitaciones. Volvió enseguida.

—Petrie —dijo—, estamos perdiendo un tiempo precioso. ¡Hay que despertar a West!

El inspector Weymouth lo miró.

Smith se volvió hacia mí, impaciente. El médico de la policía se había marchado.

—¿No hay manera de despertarlo, Petrie? —me dijo.

—Se le podría revivir si supiésemos qué droga ha tomado —repuse.

Mi amigo reemprendió sus paseos hasta que, de repente, descubrió un frasquito de tabletas escondido detrás de unos libros, en una estantería al lado de la cama. Lanzó una exclamación de triunfo.

—¡Mire lo que tenemos aquí, Petrie! —exclamó tendiéndome el frasco—. No tiene etiqueta, por desgracia.

Desmenucé una de las tabletas en la palma de la mano y probé el polvo con la lengua.

—Es un preparado de hidrato de cloral —dictaminé.

—¿Un somnífero? —sugirió Smith—: Antídoto…

—Probaremos —dije yo.

Redacté una receta con una fórmula farmacológica y pedí al inspector Weymouth que enviase a uno de sus hombres a la farmacia más cercana para que le prepararan el antídoto.

Durante la ausencia del policía, Smith contemplaba sin darse tregua al inventor dormido, con una expresión de lo más peculiar en su rostro bronceado.

—Andamán, segunda —murmuró—. ¿Estaría aquí la clave del acertijo?

El inspector Weymouth, que había llegado a la firme conclusión de que la misteriosa llamada telefónica de Norris West había sido debida a una aberración mental, se tiraba con nerviosismo de los bigotes. Su ayudante llegó de la farmacia. Administré el poderoso reconstituyente y aunque comprobaríamos luego que el estado de West no era debido al cloral, respondió al antídoto de la forma esperada.

Norris West se incorporó con dificultad y, una vez sentado, miró en derredor con ojos adormilados.

—¡Los chinos! ¡Los chinos! —murmuró.

Se puso en pie de un salto al tiempo que miraba asustado hacia Smith y hacía mí. Casi se cae al suelo.

—No se preocupe —le dije, sujetándolo—. Soy médico. Ha estado usted un poco enfermo.

—¿Ha venido la policía? —exclamó impulsivo—. ¡La caja fuerte! ¡Miren la caja!

—Está en perfecto estado —dijo el inspector Weymouth—. Y cerrada. A menos que alguien conociese la combinación, no hay por qué preocuparse.

—Nadie más que yo la conoce —dijo West acercándose con paso vacilante hasta ella; todavía no tenía la mente muy clara pero, con una singular expresión de fuerte voluntad marcada en la mandíbula, hizo acopio de sus fuerzas y logró montar la combinación y abrir la caja.

Se inclinó hacia delante para mirar en su interior.

Supe por alguna inspiración difícil de concretar que estaba a punto de alzarse el telón para dar paso a un nuevo y sorprendente acto del drama del doctor Fu-Manchú.

—¡Dios santo! —musitó consternado en un tono de voz tan bajo que apenas pudimos oír—. ¡Se han llevado los planos!