17. EL CASCO EN EL RÍO

Una brisa fría subía desde la ribera del Támesis. Lejos, detrás de nosotros, rutilaban las luces de Low Cottages, el último grupo de viviendas antes de la zona pantanosa. Entre nosotros y las casitas se extendía un kilómetro de tierra fangosa que, en aquella época del año, recorrían no obstante numerosos senderos secos; delante de nosotros, más terrenos pantanosos, una extensión monótona, uniforme, que se extendía bajo la luna, y la promesa traída por la brisa de que al fondo estaban las aguas del río. Había una gran tranquilidad. Sólo se oía el sonido de nuestros pasos avanzando con firmeza hacia nuestro objetivo. Los pasos de Nayland Smith y los míos en medio del silencio de la soledad.

No una sino mil veces me había dicho durante los últimos veinte minutos que hacíamos mal en aventurarnos los dos solos a la captura del terrorífico doctor chino. Pero seguíamos la forma estipulada en nuestro acuerdo con Karamaneh, y una de sus condiciones había sido que no advirtiésemos a la policía de su participación en el asunto.

A lo lejos, frente a nosotros, apareció una luz tenue.

—¡Esa es la luz, Petrie! —dijo Smith—. Si vamos derechos hacia ella, según nuestras informaciones, llegaremos al viejo casco.

Tenté el revólver que llevaba en el bolsillo y su presencia me devolvió la seguridad. He tratado de explicar, quizá para conjurar mis propios miedos, cómo en torno al doctor Fu-Manchú circulaba siempre una atmósfera de horror muy peculiar, única. No era como los demás hombres. El pavor que encendía en todos aquellos que entraban en contacto con él, los espantos que controlaba y lanzaba sobre quien se cruzase en su camino, hacían de él una criatura siniestra en grado superlativo. No creo que logre comunicar a mis lectores más que una pálida imagen del maligno poder de aquel hombre.

Smith se detuvo de pronto, cogiéndome del brazo. Escuchamos.

—¿Qué? —pregunté.

—¿No ha oído nada?

Negué con la cabeza.

Smith atisbaba hacia atrás sobre la tierra pantanosa con su aire peculiar de alerta. Se volvió hacia mí con su expresión especial.

—¿No cree que nos haya tendido una trampa? —me lanzó—. Nos hemos fiado de ella a ciegas.

Por extraño que parezca, algo se alzó dentro de mí contra aquella suposición.

—No —dije cortante.

Asintió. Seguimos avanzando.

Diez minutos de tropezones nos condujeron a la vista del Támesis. Smith y yo habíamos notado que las actividades de Fu-Manchú se centraban siempre en torno al río londinense. Era, indudablemente, su carretera general, la vía de comunicación por la que movía sus fuerzas misteriosas. El fumadero de opio de Shen Yan en la carretera de Shadwell; la mansión, aguas arriba, que era ahora una ruina calcinada; y, ahora, un barco abandonado al borde del pantano. Siempre montaba sus cuarteles generales sobre el río. Era significativo e incluso, aunque la expedición de aquella noche fracasara, serviría de pista para guiarnos en el futuro.

—Vamos a la derecha —indicó Smith—. Debemos reconocer el terreno antes de atacar.

Tomamos un sendero que conducía directamente a la orilla del río. Ante nosotros estaba la gran extensión de agua sobre la que se movía el activo tráfico de la gran ciudad mercantil. Pero esa vida fluvial quedaba muy lejos de nosotros. El lugar solitario en que estábamos no parecía tener relación con la actividad humana. Un lugar espectral, iluminado por la luna brillante, escenario adecuado para el acto del drama en el cual éramos protagonistas. En el fumadero del East End, en la campiña apacible de Norfolk, otras noches como aquella me había venido a la mente el mundo de los vivos.

Smith contemplaba en silencio las luces que se movían a lo lejos.

—Karamaneh significa simplemente «una esclava» —dijo como sin darle importancia.

No hice comentarios.

—Ahí está el casco viejo —añadió.

La orilla por la que andábamos bajaba en pendiente, llena de barro, hasta el nivel de la corriente y se elevaba en dirección al mar y, junto a una estrecha entrada —porque pudimos ver que estábamos en una especie de promontorio—, se veía un pantalán tosco. Tras de él, una silueta sombría se recortaba en la forma que dibujaba la luz de la luna sobre las aguas oscuras. En medio de toda aquella oscuridad, era visible una única luz mortecina.

—Debe de ser la cabina —dijo Smith.

Según nuestro plan preconcebido, giramos y avanzamos hacia el punto que dominaba el cascarón que había sido un barco. Una escalera de madera conducía al plano inferior, descuidadamente sujeta a una anilla del muelle. La escalera subía y bajaba con los vaivenes del agua, golpeando con ruidos extraños contra la absurda barandilla.

—¿Cómo vamos a bajar sin ser descubiertos? —susurró Smith.

—Tenemos que arriesgarnos —contesté preocupado.

Sin más palabras, mi amigo se dirigió a la escalera y comenzó a descender. Esperé a que su cabeza hubiera desaparecido de la vista y me preparé a seguirle, torpemente.

El casco, en aquel momento, hizo un movimiento especialmente violento y quedé un instante sin aliento contemplando la superficie ondulante que brillaba en la oscuridad por debajo de mí. Se me escapó un pie, pero como estaba bien agarrado al escalón de más arriba, aquel instante no se convirtió en el final de mi participación en la guerra contra Fu-Manchú. Escapé por poco, ciertamente. Noté que algo se me caía del bolsillo, pero los crujidos de la escalera, los gruñidos del destartalado casco y el sonido de las olas que besaban el muelle ahogaron el ruido que mi revólver pudiera haber hecho al entrar en el agua.

Me reuní con Smith, pálido como un muerto, imagino. Había visto mi accidente desde la cubierta, pero…

—Tenemos que correr el riesgo —me susurró al oído—. No podemos volvernos ahora.

Se hundió en la semioscuridad en dirección a la cabina; no tuve más opción que seguirle.

Al llegar a cubierta desde la escalera, habíamos entrado en el campo de luz que salía del curioso apartamento ante cuya entrada nos encontrábamos ahora. Estaba instalado como un laboratorio. Atisbé y vi estanterías repletas de botellas y frascos, una mesa cubierta de utensilios científicos, de retortas, tubos de las más extraordinarias formas que contenían organismos vivos, e instrumentos varios, algunos de ellos absolutamente desconocidos para mí. Vi también libros, papeles, rollos de pergamino tirados por el suelo de madera desnudo. Entonces, la voz de Smith se alzó por encima de la confusión de sonidos y llegó hasta mí autoritaria, incisiva:

—¡Le tengo encañonado, doctor Fu-Manchú!

El doctor Fu-Manchú estaba sentado a la mesa.

La imagen que ofrecía en aquel momento se repite con persistencia en mi memoria. Con su larga bata amarilla, la cara, como de máscara, inteligente, inclinada sobre el maremágnum de aparatos que tenía delante, la amplia frente brillando a la luz de la lámpara de arriba, los increíbles ojos verdes y velados levantados hacia nosotros: parecía una figura emanada de las profundidades de un delirio.

¡Pero la más sorprendente circunstancia de todas era que tanto él como lo que le rodeaba se correspondía punto por punto con las imágenes que conservaba en mi mente de la pesadilla que había tenido cuando me encontraba encadenado en la celda!

Algunas de las vasijas de cristal contenían muestras anatómicas. En el aire flotaba un ligero aroma a opio, y, jugueteando con uno de los almohadones sobre los que estaba sentado como en un diván Fu-Manchú, se alzó de un salto, parloteando, el pequeño tití.

Fue un instante cargado de electricidad. Estaba preparado para cualquier cosa… menos para lo que sucedió.

El rostro increíble, maligno, del doctor no traicionó la más mínima emoción. Los párpados cubrieron brevemente los ojos velados, el verde se hizo momentáneamente más intenso y volvió a velarse.

—¡Levante las manos! —exclamó Smith—, y nada de trucos. —La voz le temblaba de excitación—. Se acabó el juego, Fu-Manchú. Busque algo con que atarlo, Petrie.

Avancé hacia Smith. Estaba a punto de pasar junto a él por el estrecho hueco de la puerta. El viejo casco se movía bajo nuestros pies como algo vivo, gruñendo, crujiendo. El agua chocaba contra las planchas de madera con un sonido que inspiraba más miedo que confianza.

—¡Arriba esas manos! —ordenó Smith, autoritario.

Fu-Manchú levantó las manos lentamente. Una sonrisa se iba dibujando en sus facciones impasibles… una sonrisa que no denotaba alegría, sino pura amenaza, que exhibía sus dientes regulares y descoloridos pero también, al mismo tiempo, aquellos ojos serios inanimados, inhumanos.

Empezó a hablar suavemente, silbante.

—Yo recomendaría al doctor Petrie que mirase junto a él antes de moverse.

Los ojos de Smith dejaron de posarse por un instante en su interlocutor. El cañón reluciente no se movió un ápice. Pero yo miré rápidamente por encima del hombro… y ahogué un grito de puro terror.

Una cara espantosa, marcada de viruelas, con unos colmillos lobunos descubiertos y ojos entrecerrados clavados oblicuamente en los míos, estaba a unos centímetros de mí. Una mano delgada y morena, un brazo de músculos tensos como jarcias mantenía una hoja afilada en forma de medialuna pegada a mi yugular. Con un pequeño movimiento podría degollarme; y, sin la menor duda, me separaría la cabeza del cuerpo.

—¡Smith! —susurré roncamente—. No vuelva la vista. Por lo que más quiera, no deje de apuntarle. ¡Tengo un dacoit poniéndome un cuchillo en la garganta!

Entonces, por primera vez, la mano de Smith tembló. Pero su mirada no se apartó del rostro maligno e impasible de Fu-Manchú. Apretó los dientes tan fuerte que se le marcaron todos los músculos de la mandíbula.

Imagino que el silencio subsiguiente a mi terrible descubrimiento no duraría más que unos pocos segundos. Pero, para mí, aquellos segundos tuvieron, cada uno, el regusto de la muerte. Allí, en el interior de aquel casco desvencijado, aprendí más sobre el terror absoluto que en todos nuestros anteriores encuentros con el grupo criminal que me había llevado a él. Y en mi mente latía un único pensamiento: ¡la chica nos había traicionado!

—¿Suponían ustedes que estaría solo? —sugirió el doctor Fu-Manchú—. Y lo estaba.

Ni la más mínima muestra de miedo había conmovido la máscara amarilla en ningún momento.

—Pero mi fiel sirviente les siguió —añadió—. Y se lo agradezco. Creo que me corresponde a mí hacer los honores, ¿no, señor Smith?

Smith no respondió. Adiviné que su pensamiento se desbocaba buscando soluciones. Fu-Manchú alargó la mano para acariciar al tití, que se había subido, juguetón, a su hombro, y parloteaba acurrucado allí.

—¡No se mueva! —dijo Smith con furia—. ¡Se lo advierto!

Fu-Manchú mantuvo la mano alzada.

—¿Me permiten que les pregunte cómo encontraron mi retiro? —preguntó.

—Este casco estaba siendo vigilado desde el amanecer —mintió descaradamente Smith.

—¿Sí? —Los ojos velados del doctor se aclararon por un instante—. Hoy me obligaron a incendiar una casa, y han capturado a-una de mis sirvientes también. Mis felicitaciones. La muchacha no me traicionará ni aunque la azoten con alacranes.

La gran hoja brillante del cuchillo estaba tan cerca de mi cuello que apenas si podría insertarse una lámina de papel entre su filo y mi vena; pero, al oír aquellas palabras, el corazón me latió todavía más deprisa.

—Un entreacto —dijo Fu-Manchú—. Voy a hacerle una propuesta. Imagino que no aceptará usted mi palabra por sí sola.

—Desde luego que no —replicó de inmediato Smith.

—Sin embargo —prosiguió el doctor chino; sólo un toque gutural salpicaba de cuando en cuando su inglés correctísimo—, aceptaré la suya. Nada sé de sus recursos fuera de esta cabina. Y ustedes, pienso, ignoran los míos. Así pues, mi amigo birmano y el doctor Petrie saldrán delante; usted y yo, detrás. Caminaremos por el pantano unos trescientos metros, digamos. Entonces, usted dejará la pistola en el suelo, bajo palabra de dejarla allí. Y le pido asimismo que me prometa que no intentará nada hasta que yo haya vuelto sobre mis pasos. Mi buen sirviente se retirará, dejándoles a ustedes, al expirar el período especificado, y hará lo que se le indique. ¿Está de acuerdo?

Smith titubeó.

—El dacoit deberá dejar el cuchillo en el suelo también —estipuló.

Fu-Manchú reiteró su sonrisa maligna.

—De acuerdo. ¿Salgo yo primero?

—¡No! —exclamó Smith—. Primero Petrie y el dacoit; después, usted; y yo el último.

Fu-Manchú lanzó una orden gutural y salimos de la cabina, dejando atrás sus inquietantes olores, sus fatídicos especímenes, sus extraños instrumentos; subimos a cubierta en el orden preestablecido.

—La escalera es un punto peligroso —dijo Fu-Manchú—. Doctor Petrie, deme su palabra de cumplir nuestro acuerdo.

—La tiene —dije. Y las palabras casi me asfixiaron.

Ascendimos la difícil escala, llegamos al embarcadero y caminamos por el llano pantanoso. El chino siempre apuntado de cerca por el revólver de Smith. Entre nuestros pies, iba y venía, saltando adelante, botando para atrás, el monito parlanchín. El dacoit, vestido únicamente con un taparrabos oscuro, caminaba a mi lado con su enorme cuchillo y mirándome con sus ojos ávidos de sangre. Estoy seguro de que la luna de otoño no había iluminado nunca una escena como aquella en las llanas orillas pantanosas de aquel recodo del Támesis.

—Aquí nos separaremos —dijo el doctor Fu-Manchú, y dio una orden a su fiel dacoit.

El oriental arrojó el cuchillo al suelo.

—Cachéele, Petrie —me indicó Smith—. Puede llevar otro escondido.

El doctor aceptó la medida. Pasé las manos por las escasas ropas del hombre.

—Ahora registre a Fu-Manchú.

Lo hice. Nunca había experimentado una sensación tan intensa de asco frente a un ser humano. Me estremecí con un respingo como si hubiese tocado un reptil venenoso.

Smith arrojó su revólver.

—No sabe lo que siento tener tanta conciencia del honor. Soy un imbécil —dijo—. Nadie me negaría el derecho a despacharlo de un tiro sin más.

Conociéndolo como lo conocía, comprendí por el tono de pasión reprimida de la voz de Smith que sólo la certeza de que no necesitaba dudar en aceptar su palabra y la confianza en que la mantendría habían permitido al doctor Fu-Manchú escapar a su justo merecido en aquel momento. Sería un demonio, pero había que admirar su valor porque también él se tenía que haber dado cuenta de ello.

El doctor se dio la vuelta y emprendió el regreso a su refugio, seguido por el dacoit. La reacción subsiguiente de Smith me llenó de sorpresa. Daba gracias a Dios por haberme librado cuando vi que mi amigo empezaba a quitarse el abrigo, la chaqueta, el cuello y el chaleco.

—Métase las cosas de valor en los bolsillos y haga lo mismo que yo —murmuró con voz ronca—. Tenemos muy pocas posibilidades, pero los dos estamos en buena forma. Esta noche, Petrie, habrá que salvar la vida por piernas, literalmente.

Vivimos una época pacífica en la que son muy escasos los hombres que deben su supervivencia a la ligereza de sus pies. Las palabras de Nayland Smith me hicieron comprender que esa rara circunstancia era la que nos deparaba el destino aquella noche.

Ya dije que el cascarón de Fu-Manchú estaba amarrado al borde de un promontorio pequeño, una especie de cabo. Nada podíamos esperar, pues, ni al este ni al oeste. Al sur estaba el tremebundo doctor. Tan pronto como salimos corriendo, liberados de todas las prendas pesadas, en dirección norte, se oyó en la noche la señal peculiar de los dacoits… y su respuesta, por partida doble.

—Por lo menos tres —siseó Smith—. Tres dacoits armados. No hay esperanza.

—¡Coja el revólver! —grité—. ¡Smith, es…!

—¡No! —exclamó con los dientes prietos—. Un servidor de la Corona en el Oriente tiene un lema: «Mantén tu palabra, aunque te cueste el cuello.» No creo que haya que temer que lo empleen contra nosotros. El doctor Fu-Manchú no es partidario de los procedimientos ruidosos.

Así que corrimos con todas nuestras fuerzas para desandar el camino que habíamos andado no mucho antes. Había, aproximadamente, una milla hasta el primer edificio —un chalecito abandonado—, y otro cuarto de milla más hasta el primero de los habitados. Nuestras posibilidades de encontrarnos con alguien vivo, aparte de los servidores de Fu-Manchú, eran nulas.

Al principio corríamos reservando fuerzas, porque nuestra suerte se jugaría más bien en la segunda mitad del trayecto. Sabíamos que los asesinos profesionales que nos perseguían eran rápidos como panteras, y no podía permitirme dejar que mi pensamiento se centrase en sus figuras amarillas, en sus brillantes cuchillos curvos. Había que procurar no pensar en nada. Durante un buen trecho, ninguno de los dos miró hacia atrás.

Corríamos y corríamos, en silencio, obstinadamente.

Hasta que un resoplido de Smith me avisó de lo que podía esperar.

¿Debía mirar yo también atrás? Sí. Imposible resistir la horrible fascinación.

Lancé una rápida mirada por encima del hombro.

Y lo que vi no lo olvidaré mientras viva… Dos de nuestros perseguidores se habían adelantado a su compañero (¡o compañeros!) y estaban a unos trescientos metros de nosotros.

Más parecían animales feroces que seres humanos; corrían inclinados hacia delante, con las caras levantadas en un ángulo extraño. La luz intensa de la luna destacaba los dientes desnudos y relucía sobre el acero bruñido de los cuchillos curvilíneos. Incluso a aquella distancia, incluso con aquella brevísima, agónica ojeada, lo había visto.

—¡Corra todo lo que pueda! —jadeó Smith—. Hay que intentar meterse en el chalé deshabitado. Es nuestra única oportunidad.

Nunca había sido un gran corredor, ni siquiera de chiquillo, y no sabía qué decir de Smith. Pero puedo jurar que la media milla siguiente supuso una marca digna de cualquier atleta olímpico. No miramos atrás ni una sola vez. Corríamos hacia delante, juntos, metro tras metro. El corazón me estallaba. Las piernas reventaban de dolor. Por fin, ya con la casita deshabitada a la vista, llegué a ese punto en que parece que los tres metros restantes son imposibles, como si se tratara de tres kilómetros. Tropecé.

Pero me recuperé.

—¡Cielo santo! —oí a Smith, débilmente.

Sonaban a nuestras espaldas pasos de pies desnudos, y respiraciones jadeantes que nos informaban de que incluso para los perros de caza de Fu-Manchú era difícil aguantar el ritmo tremendo que imponíamos.

—¡Smith! —susurré—. Mire allí delante. ¡Hay alguien!

Una silueta oscura se recortaba entre las sombras de la casa y se volvía a perder entre ellas. La vi a medias, como entre brumas rojizas. Podía ser otro dacoit; pero Smith no oyó, o no hizo caso de mis palabras débilmente susurradas, abrió a la carrera la verja y se lanzó a ciegas contra la puerta, que se abrió con estruendo.

Smith penetró sin más, dejándose caer al suelo tan largo como era. Casi caí encima de él cuando, con un último esfuerzo, gané el umbral y me metí dentro del edificio.

Volví la vista hacia el exterior, aterrado. El pie de Smith obstaculizaba la puerta, manteniéndola abierta. Aparté el pie y la cerré de un fuerte empujón. El primero de los dacoits, con los ojos saliéndosele de las órbitas, estaba trepando la verja.

Estaba seguro de que Smith había reventado la cerradura, pero, por algún accidente de la divina providencia, mis manos encontraron un cerrojo y, con el último residuo de fuerzas que me quedaba, lo hice entrar en su herrumbrosa armella… ¡al tiempo que un buen palmo de acero refulgente hendía el panel de madera y asomaba sobre mi cabeza!

Me derrumbé, despatarrado, junto a mi amigo.

Un gran estruendo hizo temblar cada uno de los cristales de la ventana solitaria, y una de las feroces caras de bestia amarilla asomó detrás.

—Perdóneme —susurró Smith con voz apenas audible. Me estrechó débilmente la mano—. Culpa mía. No debía haberlo dejado venir.

Del rincón del cuarto en que reposaban las sombras negras, brotó una larga lengua de fuego. Cortante, stacatto, fue su informe. Y la cara amarilla de la ventana desapareció.

Un grito salvaje rematado por un estertor seco dio cuenta del final de un dacoit.

Una figura gris se deslizó a mi lado y fue a recortarse contra la ventana rota.

La pistola envió un nuevo mensaje en la noche, y de nuevo la respuesta nos dijo que el mensaje había llegado a su destino claro y certero.

En el silencio, intenso por el fuerte contraste, llegó hasta mí el sonido de pies descalzos sobre la tierra. Creí reconocer dos corredores distintos, de modo que nos habían estado persiguiendo cuatro dacoits. La habitación estaba llena de un humo picante. Me puse en pie, tambaleante, cuando la figura gris del revólver se giró hacia mí. Había algo familiar en el largo vestido gris, y ahora me daba cuenta de por qué había tenido esa impresión.

Era mi gabardina gris.

—Karamaneh —musité.

Y Smith, sujetándose con dificultad en el resalte de la pared, junto a la puerta, murmuró con voz ronca algo que sonó como:

—¡Dios la bendiga!

La muchacha, temblorosa, puso sus manos sobre mis hombros con aquel gesto patético suyo, tan peculiar.

—Les seguí —dijo—. ¿No imaginaron que les seguiría? Tuve que hacerlo a escondidas, porque les seguía también otro. Acababa de llegar aquí cuando les vi venir corriendo.

Se volvió hacia Smith.

—Esta pistola es suya —dijo en tono ingenuo—. La encontré en su bolsa. ¡Téngala, por favor!

Nayland Smith la cogió sin decir ni una palabra. Quizá no se atreviera a hablar.

—Ahora, váyanse. ¡Rápido! —dijo nerviosa—. Todavía no están completamente a salvo.

—Pero ¿y usted? —pregunté.

—Han fracasado —me replicó—. Tengo que volver con él. No queda otro remedio.

Abrí la puerta con el corazón encogido de dolor, un dolor aparentemente impropio de un hombre que acaba de escapar de la muerte de puro milagro. Desgreñados, sin chaquetas, descamisados, mi amigo Nayland Smith y yo salimos a la luz de la luna.

Bajo sus pálidos rayos yacían, espantosos, los cadáveres de los dos hombres, con los ojos pavorosamente abiertos dirigidos hacia la paz de los cielos azules. Karamaneh había tirado a matar, porque ambos tenían una bala alojada en el cerebro. Si Dios había planeado y construido alguna vez una naturaleza más complicada que la de aquella muchacha, una naturaleza en la que convivieran de un modo tan conflictivo tumultuosas pasiones contradictorias, yo era incapaz de imaginarla. Y, sin embargo, su belleza era un prodigio de dulzura y, en algunos aspectos, su corazón era un corazón limpio, puro como el de un niño. El corazón de un niño en una mujer que era capaz de disparar con tanta precisión.

—Tenemos que enviar a la policía esta misma noche —dijo Smith—. O los periódicos…

—Dense prisa, ¡váyanse! —nos ordenó la voz de la chica desde la oscuridad de la casa.

Era una solución de lo más particular. Mi alma se rebelaba contra ella, desde lo profundo. Pero ¿qué podíamos hacer?

—Díganos por lo menos de qué modo podemos ponernos en contacto con usted —empezó a decir Smith.

—Dense prisa, por favor. Sospecharán de mí. ¿Es que quieren que me maten?

Nos pusimos en marcha. Todo estaba, ahora, en perfecta calma y las luces relumbraban débilmente a lo lejos. Ni una hilacha de nubes enturbiaba el blanco redondel de la luna en el cielo.

—Buenas noches, Karamaneh —susurré dulcemente.