Al día siguiente volvíamos a estar en pie enfrentándonos al enemigo. Visto en el recuerdo, aquel tiempo turbulento ofrece un aspecto caótico en el que apenas si unos mínimos espacios de reposo afloran en el torbellino.
Todo lo que significara tranquilidad había pasado a ser, para nosotros, una especie de ironía, de broma de la naturaleza. Era imposible aceptar el descanso sabiendo que un semidiós de maldad tenía instaladas sus aras de los sacrificios entre nuestras más pacíficas arboledas. Esa idea me rondaba con fuerza la mente aquel suave día de otoño.
—La red empieza a cerrarse —dijo Nayland Smith.
—Esperemos conseguir una buena pieza —repliqué riendo.
Más allá de donde las aguas del Támesis besaban con sus olas la orilla camino del mar, asomaban los tejados del castillo de Windsor, con sus chimeneas asomadas al cielo otoñal. Nos rodeaba la paz que emanaba del hermoso paraje junto al río.
Era una de las escasas pistas sólidas que habíamos encontrado hasta entonces; pero parecía que por fin empezábamos a reducir la capacidad de aquel enemigo de la raza blanca que escribía su nombre por Inglaterra con caracteres de sangre. No confiábamos en capturar al doctor Fu-Manchú, pero nos cabía al menos la esperanza de destruir una de sus mejores fortalezas. Habíamos señalado en el mapa un círculo que, cortado por el Támesis, tenía su centro en Windsor. Dentro de ese círculo estaba la casa de la que tan milagrosamente habíamos escapado, una casa utilizada por el grupo mejor organizado de la historia de la criminología. Era todo lo que sabíamos. Aun cuando diésemos con la casa, cosa no demasiado probable, estábamos preparados para encontrarla ya abandonada por Fu-Manchú y sus misteriosos servidores. Pero la base quedaría destruida.
Trabajábamos siguiendo un plan metódico, y aunque nuestros cooperadores eran invisibles, su número llegaba a no menos de doce, todos ellos hombres con experiencia. Hasta el momento nada se había producido, pero el lugar al que ahora nos dirigíamos Smith y yo estaba ya a la vista: una antigua mansión situada en un gran parque bien cerrado por un muro. Dejamos el río atrás, giramos a la derecha y seguimos un camino flanqueado por una pared muy alta. Al pasar vi, en un claro del terreno, una caravana de gitanos; una vieja se sentaba en los peldaños con la cara arrugada inclinada y la mandíbula apoyada en la mano.
La miré sin mucha atención, dándome prisa; tampoco me di cuenta de que mi amigo no seguía a mi lado. Estaba ansioso por llegar a algún punto en el que el muro me permitiera ver la casa, ansioso por saber si aquel era el refugio de nuestro misterioso enemigo, el lugar en que trabajaba en medio de su extraña corte, donde cultivaba los escorpiones mortíferos, los bacilos, los hongos venenosos, desde donde despachaba sus negocios criminales. Sobre todo, quizá, me preguntaba si sería aquel el escondite de la hermosa esclava que tanta importancia tenía en los planes del doctor pero que representaba también la posible espada de dos filos que yo esperaba volver contra Fu-Manchú. Incluso entre las manos de su dueño, la belleza de una mujer es un arma peligrosa.
Oí unos gritos detrás de mí. Me volví rápidamente y me encontré con una escena singular.
¡Nayland Smith peleaba furiosamente con la vieja gitana! La rodeaba con sus largos brazos, tratando de arrastrarla hacia el camino; ella se defendía en silencio pero con furia, como una fiera.
Smith me sorprendía muchas veces pero, ante aquel espectáculo, la verdad es que pensé que se había vuelto completamente loco. Corrí atrás; estaba ya casi en la escena de la increíble disputa, que Smith parecía llevar las de ganar, cuando un hombre moreno, con grandes aros en las orejas, saltó de la caravana.
Echó una rápida mirada hacia nosotros y salió corriendo hacia el río.
Smith se giró hacia mí sin soltar a la mujer.
—¡Corra tras él, Petrie! —gritó—. ¡Corra! No lo deje escapar, ¡es un dacoit!
Mi cerebro estaba confuso, mi mente dispuesta aún a creer que mi amigo desvariaba, pero la palabra «dacoit» fue suficiente.
Eché a correr camino abajo tras el fugitivo, que no miró atrás ni una sola vez, lo que evidenciaba que temía ser perseguido. La polvorienta carretera resonaba bajo mis pisadas. Aquella sensación de fantasía que se apoderaba de mí con frecuencia en aquellos días de la lucha contra el genio titánico cuya victoria significaría la victoria de las razas amarillas sobre la blanca, había vuelto a apoderarse plenamente de mi cerebro. Me sentía un actor en uno de los pavorosos actos del espantoso drama del doctor Fu-Manchú.
Sobre la hierba, hacia la orilla del río, corría el gitano que no era tal gitano sino un miembro de una de las hermandades más siniestras que hayan existido: los dacoits. Le iba dando alcance. Pero no estaba preparado para verlo saltar hacia los juncos de la margen de la corriente, y al verlo hacer eso, me quedé parado. Saltó directamente al agua y pude ver que llevaba un objeto en la mano. Nadó; se sumergió; y, cuando llegué a la orilla, miré a derecha e izquierda, pero se había desvanecido por completo. Sólo unos círculos de ondas señalaban el lugar en que se había echado al agua.
¡Ya lo tenía!
Porque en cuanto saliese a la superficie sería visible desde alguna de las dos orillas y con el silbato de policía que llevaba podía, si era preciso, avisar a alguno de los hombres que se ocultaban en las orillas a lo largo del río. Esperé. Pasó flotando serenamente un pato, imperturbable ante la invasión de sus territorios. Esperé un minuto entero. Oí la voz de Smith a mis espaldas, desde el camino.
Le hice gestos de tranquilidad con la mano, sin dejar de vigilar la corriente. Pero el dacoit seguía sin emerger. Miré la superficie del agua en todas direcciones hasta donde me alcanzaba la vista; no había nadie nadando. Supuse que se había hundido demasiado; y que se había enganchado entre la maleza del fondo y se había ahogado. Una última mirada a izquierda y derecha, un cierto sentimiento apenado por la repentina tragedia —una vida que se iba tristemente en aquel hermoso mediodía—, y me volví. Smith sujetaba firmemente a la mujer; pero no había dado ni cinco pasos hacia ellos cuando una salpicadura detrás de mí me sorprendió. Me agaché instintivamente. No sé de dónde procedía aquel movimiento instintivo, pero me salvó la vida porque, tan pronto como agaché la cabeza, algo pasó zumbando por encima y cayó sobre la hierba unos metros más adelante, dio un bote y se detuvo sobre el polvo del camino: ¡un cuchillo!
Retrocedí a toda velocidad hasta la orilla, oyendo tras de mí un débil quejido que sólo podía proceder de la gitana. Nada turbaba la superficie tranquila de las aguas. No había remero alguno a la vista. A lo lejos, en la otra orilla, una muchacha empujaba una batea con la pértiga, y su blanca silueta era lo único vivo sobre el río en el radio que pudiera abarcar el más experto lanzador de cuchillos imaginable.
De manera que decir que me sentí estupefacto no es suficiente: estaba atónito. No cabía duda de que quien me había dedicado tan mortífera atención era el dacoit, pero ¿dónde demonios estaba? Era humanamente imposible permanecer tanto tiempo debajo del agua y, sin embargo, era evidente que no estaba encima, que no estaba en la superficie, oculto entre los juncos ni escondido en la orilla.
Entonces, bajo el sol radiante, me sentí poseído por la conciencia de lo mágico. Regresé hacia Smith con la incómoda sensación de que un fantasma enemigo blandía un segundo cuchillo contra mí. Mis temores sobrenaturales no se cumplieron, recogí el arma que tan cerca había estado de acabar conmigo y me reuní con mi amigo llevándola en la mano.
Me esperaba con un brazo apretado fuertemente en torno a la exhausta mujer cuyos ojos oscuros estaban fijos en mí con una expresión de lo más extraordinaria.
—¿Qué significa todo esto, Smith? —comencé.
Pero me interrumpió.
—¿Dónde está el dacoit? —preguntó rápidamente.
—Al parecer tiene todos los atributos de un pez —repliqué—. No puedo dar una respuesta lógica.
La gitana alzó sus ojos hacia los míos, y se echó a reír. Era una risa musical, no la de la vieja bruja que Nayland Smith había hecho prisionera; una risa que me resultaba conocida.
Sorprendido, miré atentamente el rostro atezado.
—¡Le ha engañado! —dijo Smith con tono irritado—. ¿Qué tiene usted en la mano?
Le enseñé el puñal y le conté cómo había llegado a mi poder.
—Ya sé —me cortó—. Ya lo vi. Estaba en el agua, a menos de tres metros de usted. Tiene que haberlo visto. ¿No vio nada?
—Nada.
La mujer volvió a reír, y volví a sorprenderme.
—Un pato salvaje —añadí—. Nada más.
—Un pato salvaje —repuso Smith—. Si hubiera usted consultado sus datos sobre las costumbres de los patos salvajes, se habría dado cuenta de que ese ejemplar era una muy rara avis. Es un truco muy viejo, Petrie, aunque sea un buen truco que se usa para el reclamo. ¡Había un dacoit escondido debajo de ese pato! Ya no importa, ahora estará lejos.
—Smith —dije, un tanto mohíno—. ¿Por qué retiene a esa vieja gitana?
—¡Vieja gitana! —se rio, sujetándola más fuerte al notar un movimiento de impaciencia en ella—. ¿Para qué quiere usted los ojos, Petrie?
Arrancó la peluca que llevaba y dejó al descubierto una mata de cabellos negros en desorden que refulgió a la luz del sol.
—Una esponja mojada arreglará el resto —dijo.
Ante mis ojos, abiertos de par en par por la sorpresa, descubrí bajo el disfraz la encantadora figura de la joven esclava. En sus ojos oscuros, en las pestañas blanqueadas, había lágrimas. Ya no se debatía.
—Esta vez —dijo mi amigo con brutalidad—, la hemos cogido limpiamente… y no la soltaremos.
De algún lugar, río arriba, llegó una débil llamada.
—¡El dacoit!
El cuerpo delgado de Nayland Smith se puso tenso; escuchó con interés, alerta.
Respondió otro grito. Luego, un tercero. Después siguió el sonido penetrante de un silbato de policía y vi que detrás del muro se elevaba una columna de vapor negro que se desparramaba por el cielo como el humo de una ofrenda sacrificial de bienvenida.
¡La mansión ardía!
—¡Maldición! —exclamó de inmediato Smith—. Esta vez habíamos acertado. Pero, claro, ha tenido tiempo de sobra para trasladar todas sus cosas. Lo sabía. El atrevimiento de ese hombre es increíble. Se ha permitido aprovechar hasta el último minuto… De todas formas, nos hemos quedado con un par de triunfos.
—Uno lo perdí yo.
—No importa. Tenemos este otro. No creo que haya más detenciones y seguro que la casa ha sido incendiada meticulosamente por los servidores del doctor de manera que no podemos salvar nada. Me temo que no encontraremos ninguna pista entre las cenizas, Petrie. Pero tenemos una baza que nos servirá de mucho para perturbar el mundo de Fu-Manchú.
Miró a la extraña figura que permanecía sumisa entre sus brazos y que, al oírle, le miró desafiante.
—No hace falta que me sujete con tanta fuerza —dijo con su voz melodiosa—. Iré con ustedes.
Quienes me hayan seguido hasta aquí saben bien entre qué singulares acontecimientos me estaba desenvolviendo, las curiosas escenas de las que había sido testigo; pero de las muchas escenas de ese tipo que venían sucediendo en el drama del que eran principales protagonistas Nayland Smith y el doctor Fu-Manchú, no recuerdo ninguna más extraña que la que tuvo lugar aquella tarde en mi domicilio.
Llevamos a nuestra prisionera de vuelta a Londres sin la menor demora, sin dar parte siquiera a los hombres de Scotland Yard, puesto que la autoridad de Nayland Smith era suprema. Formábamos un curioso trío, un trío que daba lugar a no pocos comentarios, pero el viaje terminó con bien. Estábamos ahora en mi sencilla sala de estar —la sala en la que Nayland Smith me había contado por vez primera la historia del doctor Fu-Manchú y de la gran sociedad secreta que pretendía alterar el equilibrio del mundo, poner a Europa y América bajo el control de Catay.
Me senté a mi mesa con los codos sobre ella y el mentón apoyado en las manos. Smith recorría sin descanso la habitación, encendiendo su vieja pipa de brezo no menos de doce veces en otros tantos minutos. La joven seudogitana se acurrucaba en un sillón. Un poco de agua y jabón había convertido a la vieja en una joven de fascinante belleza, pintorescamente ataviada con andrajos romaníes que nos contemplaba a través de sus pestañas rizadas con un cigarrillo entre los dedos.
Al parecer, con verdadero fatalismo oriental, estaba perfectamente conforme con su destino y, de cuando en cuando, me lanzaba una mirada con sus hermosos ojos negros que pocos hombres, he de decirlo en confianza, resistirían sin conmoverse. Aunque yo no era insensible a las emociones de aquel alma oriental, trataba de no pensar demasiado en ello. Era, sin duda, cómplice de un archiasesino; pero era peligrosamente adorable.
—Ese hombre que estaba con usted —dijo de repente Smith volviéndose hacia ella—, estuvo en Birmania hasta hace poco tiempo. Asesinó a un pescador cuarenta kilómetros al norte de Prome un mes antes de que yo viniera a Europa. Las autoridades ofrecieron mil rupias por su captura. ¿Estoy en lo cierto?
La muchacha se encogió de hombros.
—Supongamos que sí. ¿Y qué? —preguntó.
—Supongamos que la entrego a la policía —sugirió Smith. Pero lo dijo sin mucha convicción, porque en los últimos tiempos nos había salvado la vida a los dos.
—Como quiera —repuso ella—. La policía no me sacaría nada.
—Usted no viene del Extremo Oriente —dijo abruptamente mi amigo—. Tal vez lleve sangre oriental en las venas, pero no es pariente de Fu-Manchú.
—Eso es cierto —admitió; y tiró la ceniza de su cigarrillo.
—¿Me dirá dónde puedo encontrar a Fu-Manchú?
Se encogió otra vez de hombros, mirando con elocuencia hacia donde yo estaba.
Smith se dirigió a la puerta.
—Tengo que redactar mi informe, Petrie —dijo—. Cuide a la prisionera.
Cuando la puerta se cerró con delicadeza tras de él, sabía lo que esperaba de mí; pero, honradamente, escurrí el bulto ante la responsabilidad. ¿Qué actitud debía adoptar? ¿Cómo llevar a cabo mi delicada tarea? Desconcertado, me quedé mirando a la chica que las circunstancias habían determinado que estuviera cautiva en mis habitaciones.
—¿No cree que no queremos hacerle daño? —empecé a decir desorientado—. No le haremos daño alguno. ¿Por qué no confía en nosotros?
Levantó sus ojos brillantes.
—¿De qué les ha servido a tantos otros su protección? —dijo—. ¿A todos esos que él quería encontrar?
De poco les había servido, era cierto y yo lo sabía demasiado bien. Creí comprender el sentido último de sus palabras.
—¿Quiere decir que, si habla, Fu-Manchú encontrará la manera de matarla?
—¡De matarme! —exclamó despectiva—. ¿Doy la impresión de tener miedo de lo que me pueda pasar a mí?
—Entonces ¿de qué tiene miedo? —pregunté sorprendido.
—Cuando me aprisionaron y me vendieron como esclava —contestó—, se llevaron también a mi hermana y a mi hermano pequeño, un niño —dijo esta palabra con gran ternura, y su ligero acento oriental la hizo todavía más dulce—. Mi hermana murió en el desierto. Mi hermano sobrevivió. Hubiera sido mejor, mucho mejor, que muriera también.
Sus palabras me impresionaron profundamente.
—¿De qué está hablando? —inquirí—. Habla usted de caza de esclavos, del desierto. ¿Dónde sucedieron esas cosas? ¿De qué país procede?
—¿Tiene alguna importancia? —inquirió ella a su vez—. ¿De qué país soy? Una esclava no tiene país, no tiene ni siquiera nombre.
—¡No tiene nombre! —exclamé.
—Puede llamarme Karamaneh —dijo—. Me vendieron como Karamaneh al doctor Fu-Manchú, que compró también a mi hermano. Una ganga. —Y se rio salvajemente, cortando el aire.
»Pero ha gastado mucho dinero en educarme. Mi hermano es lo único que me queda en este mundo, lo único que amo, y está en poder del doctor Fu-Manchú. ¿Comprende ahora? Está en sus manos. Me pide usted que luche contra Fu-Manchú. Habla de protección. ¿Sirvió su protección para salvar al señor Crichton Davey?
Negué tristemente con la cabeza.
—¿Comprende ahora por qué no puedo desobedecer a mi amo? ¿Por qué si lo hiciera, no me atrevería a traicionarle?
Fui hasta la ventana y miré afuera. ¿Qué podía responder a sus argumentos? ¿Qué podía decir? Oí el fruncir de sus faldas andrajosas y la sentí llegar a mi lado. Karamaneh. Posó una mano en mi brazo.
—Deje que me vaya —suplicó—. ¡Lo matará! ¡Lo matará!
La voz temblaba de emoción.
—No puede tomar venganza en su hermano cuando no puede culparla de nada —dije malhumorado—. Nosotros la capturamos, no está aquí por su propia voluntad.
Tomó aliento profundamente, aferrándose a mi brazo, y noté en su mirada que trataba de tomar alguna decisión difícil.
—Escuche —dijo hablando rápidamente, cargada de ansiedad—. Si le ayudo a darle alcance, si le digo dónde puede encontrarlo solo, ¿me promete solemnemente que irá inmediatamente a donde yo le lleve y dejará libre a mi hermano y me dejará libre a mí también?
—Lo prometo —dije sin dudarlo—. Puede estar segura de ello.
—Pero hay una condición —añadió.
—¿Cuál?
—Cuando le haya dicho dónde capturarlo, me soltará.
Dudé. Smith me había acusado varias veces de debilidad con la chica. ¿Cuál era mi deber? Estaba seguro de que no hablaría bajo ninguna circunstancia a menos que quisiera hacerlo. A decir verdad, no había nada personal en el trato que me proponía. Su actitud tenía ahora una perspectiva nueva. Pensé que lo más humano era aceptar su propuesta. Lo político, también.
—De acuerdo —dije mirándola a los ojos, encendidos ahora por la emoción, una excitación que nacía tal vez del deseo, tal vez del miedo.
Reposó sus manos en mis hombros.
—¿Tendrá cuidado? —me dijo suplicante.
—Lo tendré —repuse—. En atención a usted.
—A mí, no.
—Entonces, a su hermano.
—No —en su voz era un mero susurro—. Por usted mismo.