El tren llegó con retraso, y cuando nuestro taxi salía de la estación de Waterloo y comenzaba a subir por el puente, en un centenar de relojes comenzaron a sonar las campanadas de medianoche, con la poderosa voz de San Pablo elevándose sobre todas para rivalizar con la profunda del Big Ben.
Miré desde la ventanilla del coche hacia el otro lado del río, al lugar donde, por encima del Embankment, escenario de mil tragedias, las luces de varios de los mayores albergues de Londres formaban una especie de constelación menor. Del difuso resplandor que indicaba el lugar de los comedores públicos dirigí la vista a los cientos de puntos estrellados que constituían las habitaciones particulares de aquellas posadas gigantes.
Pensé que cada una de las lucecitas señalaba la presencia de un ave de paso, de algún vagabundo temporalmente refugiado en nuestra niebla. Allí estaban aquellas moles, piso sobre piso, sobrevolando nuestras charlas a ras de tierra, unidades menos gregarias que las ciudadanas porque en cada una de sus celdas separadas existía algo misterioso que su ocupante nunca desvelaría, transitoriedad sumada a muchas transitoriedades; algo tan alejado de la verdadera compañía humana que era como si las celdas estuviesen construidas con rocas del Indostán en vez de con ladrillos de Londres.
En una de aquellas habitaciones estaría durmiendo Graham Guthrie sin poderse imaginar que iba a despertar con la Llamada de Siva, el requerimiento de la muerte. Cerca del Strand, Smith detuvo el coche y despidió al conductor a la puerta de la sala de subastas de Sotheby.
—Uno de los perros de presa del doctor puede estar en la recepción —dijo pensativo—, y si nos viese ir a la habitación de Guthrie lo estropearíamos todo. Tiene que haber una entrada de servicio por las cocinas, ¿no cree?
—La hay —repuse con rapidez—. He visto las camionetas de reparto por allí. Pero ¿nos dará tiempo?
—Sí. Lléveme.
Subimos por el Strand y corrimos hacia la parte trasera del edificio, por una plaza estrecha con farolas de hierro. Bajamos las escaleras en las que se encuentra una bodega de vinos muy conocidos, giramos y seguimos paralelos al Strand, pero al nivel del Embankment. Llegamos a espaldas del gran hotel, cuyas dobles puertas traseras estaban abiertas. Una lámpara de arco voltaico iluminaba el interior y al numeroso grupo de hombres que se afanaba en su trabajo entre botellas, cestos y cajas que llenaban gran parte del espacio. Entramos.
—¡Oigan! —gritó un individuo vestido con un mono blanco—. ¿Dónde creen que van?
Smith le cogió de un brazo.
—Queremos pasar a la parte pública del hotel sin que nos vean desde la entrada y el vestíbulo —dijo—. ¿Querrá llevarnos, por favor?
—¡Pero oiga! —empezó el empleado, sorprendido.
—¡No perdamos más tiempo! —le espetó mi amigo con aquel tono autoritario que tan bien sabía emplear—. ¡Es un asunto de vida o muerte! ¡Guíenos, le he dicho!
—¿Policía, señor? —preguntó humildemente el hombre.
—Sí —dijo Smith—. ¡Rápido!
Nuestro guía emprendió la marcha sin más demoras. Sorteamos almacenes, cocinas, lavanderías, salas de máquinas, extraños laberintos cuya existencia pasa desapercibida para el huésped que vive arriba, pero cuya existencia encierra la maquinaria que convierte a esos modernos palacios de Aladino en lo que son. En el rellano del segundo piso encontramos a un hombre vestido con traje de tweed al que nuestro cicerone nos presentó.
—Me alegro de encontrarle, señor. Dos caballeros de la policía.
El hombre nos miró con sonrisa sospechosa.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó—. En todo caso, no son de Scotland Yard.
Smith sacó una tarjeta y se la puso en la mano.
—Si es usted el detective del hotel —dijo—, llévenos inmediatamente hasta el señor Graham Guthrie.
La cara del detective cambió por completo al ver la tarjeta que tenía en la mano.
—Perdóneme, señor —dijo con amabilidad—, pero comprenderá que no sabía con quién estaba hablando. Tenemos instrucciones de prestarle la máxima cooperación.
—¿Está en su habitación el señor Guthrie?
—Lleva un buen rato allí, señor. ¿Quieren llegar sin ser vistos? Por aquí. Tenemos el ascensor en el tercer piso.
Continuamos la marcha con nuestro guía. Y ya en el ascensor:
—¿Ha notado algo sospechoso esta noche? —preguntó Smith.
—¡Ya lo creo! —fue la respuesta inmediata—. Por eso me han encontrado en aquel sitio. Mi puesto habitual está en el hall. Pero hacia las once, cuando empezaba a volver la gente de los teatros, me dio la extraña sensación de que se había colado entre la multitud algo que no tenía que ver con el hotel.
Salimos del ascensor.
—No le entiendo del todo —dijo Smith—. Si creyó que entraba algo inhabitual debería tener una idea clara de qué, al verlo.
—Eso es lo raro del asunto —contestó incómodo—. ¡No lo vi! Pero desde lo alto de la escalera hubiera jurado que algo se arrastraba detrás de un grupo de dos mujeres y dos hombres.
—¿Un perro, por ejemplo?
—No me pareció un perro, señor. De todas formas, cuando el grupo pasó a mi lado, no había nada. Fuera lo que fuese no entró por la puerta principal. Pregunté a todo el mundo, pero sin resultado. —Se detuvo bruscamente—. La 189. La habitación del señor Guthrie, caballeros.
Smith llamó.
—¡Sí! —dijo una voz difusa—. ¿Qué desea?
—¡Abra la puerta! ¡Deprisa, es importante!
Se volvió al detective del hotel.
—Quédese en un sitio desde el que pueda vigilar la escalera y el ascensor —le ordenó—, y tome nota de cualquiera o cualquier cosa que pase por la puerta. Pero vea lo que vea u oiga, no haga nada sin órdenes mías.
El detective se fue y la puerta se abrió. Smith me susurró al oído:
—¡Alguna de las criaturas de Fu-Manchú está en el hotel!
El señor Graham Guthrie, residente británico en Birmania del Norte, era un hombre alto, fuerte, de pelo abundante y gris, con los ojos muy abiertos y azules, bigote erizado, cejas espesas y prominentes. Nayland Smith se presentó sin demora tendiéndole su tarjeta y una carta abierta.
—Estas son mis credenciales, señor Guthrie —dijo—. Así pues, no dudará usted que el asunto que nos trae aquí a esta hora a mí y a mi amigo el doctor Petrie es de suma importancia.
Apagó la luz.
—No hay tiempo para ceremonias —explicó—. Son ya las doce y veinticinco. ¡A las doce y media tendrá lugar un atentado contra su vida!
—Señor Smith —dijo el otro que, en pijama, se había sentado al borde de la cama—, me está asustando usted. He de decir que esta mañana fui informado de su presencia en Inglaterra.
—¿Sabe algo sobre una persona llamada Fu-Manchú? ¿El doctor Fu-Manchú?
—Sólo hoy supe de su existencia. Me han dicho que es el agente de un grupo político extremista.
—Va contra sus intereses que regrese usted a Bhután. Preferirían un delegado más manejable. Por tanto, a menos que obedezca mis instrucciones, ¡nunca saldrá usted de Inglaterra!
Graham Guthrie respiró con fuerza. La penumbra se aclaraba al acostumbrarse los ojos a ella y ya podía discernirlo, mirando a Nayland Smith con la mano aferrada al metal de la cama. Una visita como la nuestra, pensé, tenía que poner nervioso a cualquiera.
—¡Pero, señor Smith —dijo—, aquí estoy seguro, sin la menor duda! El hotel está lleno de americanos en estos momentos y he tenido que contentarme con una habitación en el último piso pero, por ello, el único peligro que tenemos es el fuego.
—Hay otro peligro —replicó Smith—. Y el hecho de que esté usted en el último piso lo aumenta. ¿Se acuerda usted de la misteriosa epidemia que se desató en Rangún en 1908, las muertes producidas por la Llamada de Siva?
—Leí algo en los periódicos de la India —dijo Guthrie intranquilo—. Suicidios, ¿verdad?
—¡No! —exclamó inmediatamente Smith—. ¡Asesinatos!
Se hizo un corto silencio.
—Por lo que recuerdo de aquellos casos —dijo Guthrie—, eso me parece imposible. En varias ocasiones las víctimas se lanzaron desde ventanas de habitaciones cerradas. Y las ventanas eran perfectamente inaccesibles.
—Exacto —replicó Smith; y su revólver brillaba bajo la luz difusa sobre la mesilla de noche en que lo había dejado—. Las condiciones de esta noche son idénticas, excepto que la puerta no está cerrada con llave. Silencio, por favor. Oigo sonar un reloj.
Era el Big Ben. Tocó la media, y el silencio volvió a ser completo. Un curioso estremecimiento de soledad me recorrió en aquella habitación situada tan por encima de las gentes que hormigueaban en los salones del hotel, de las que pasaban frío en el Embankment. Me di cuenta una vez más de que en el mismo corazón de la gran metrópoli un hombre puede estar tan solitario y desprovisto de ayuda como en el corazón del desierto. Me alegré de no estar solo en aquella habitación marcada con la señal de la muerte por Fu-Manchú; y estaba seguro de que Graham Guthrie recibía con placer su inesperada compañía.
Puede ser que ya haya mencionado antes este hecho, pero en aquella ocasión se hizo tan evidente para mí que no tengo más remedio que consignarlo aquí: me refiero a la sensación de peligro inminente que precedía invariablemente la visita de algún emisario de Fu-Manchú. Aunque no hubiera sabido que aquella noche se iba a producir un atentado, me habría dado cuenta de ello mientras esperaba en la oscuridad, tal era la tensión que flotaba en el aire. Un heraldo invisible anunciaba la llegada del temible doctor chino. Lo presentía en cada nervio del cuerpo. Era como una bocanada de incienso astral que anunciaba la presencia de los sacerdotes de la muerte.
Un lamento, bajo pero singularmente penetrante en cadencias descendentes, sonó muy cerca.
—¡Dios mío! —siseó Guthrie—. ¿Qué ha sido eso?
—La Llamada de Siva —susurró Smith—. ¡No se mueva, por lo que más quiera!
Guthrie respiraba con fuerza.
Sabía que éramos tres; que el detective del hotel estaba cerca; que había teléfono en la habitación; que el tráfico del Embankment bullía casi bajo nosotros; pero sabía también, y no me da vergüenza confesarlo, que el miedo atenazaba mi corazón con sus dedos de hielo. Aquella espera —¿qué esperábamos?— era algo espantoso.
Sonaron tres golpecitos muy claros en la ventana.
Graham Guthrie dio un respingo que hizo temblar la cama.
—¡Es algo sobrenatural! —murmuró; y toda la sangre celta que llevaba reaccionó ante el conjuro—. ¡No hay cosa humana que pueda llegar hasta esa ventana!
—Chist… —advirtió Smith—. No se muevan.
Se repitieron los golpecitos.
Smith cruzó con sigilo la habitación. El corazón me latía enloquecido. Abrió la ventana. Era imposible seguir inactivo. Me acerqué a él y miramos al vacío.
—¡No se acerque demasiado, Petrie! —me previno por encima del hombro.
Uno a cada lado de la ventana contemplábamos las luces en movimiento del Embankment, los reflejos del Támesis, las siluetas de los edificios de la otra orilla que dominaba la torre de defensa.
Sonaron tres golpecitos en los paneles que quedaban sobre nosotros. En todos mis tratos con el doctor Fu-Manchú no había topado nunca con una cosa tan extraña. ¿Qué demonio birmano había desatado? ¿Estaba fuera, en el aire? ¿En la habitación?
—¡No deje que me vaya, Petrie! —me susurró de pronto Smith—. ¡Sujéteme fuerte!
Esa fue la gota que colmó el vaso; pensé que alguna fuerza demoníaca impelía con su fascinación a mi amigo para tirarse abajo. Lo rodeé con los brazos fuertemente y Guthrie vino también a ayudarme.
Smith se inclinó hacia fuera y miró arriba.
Lanzó un grito ahogado —entrecortado, inarticulado— y noté que se escapaba de mi abrazo, que era arrastrado fuera de la ventana, ¡a la muerte!
—¡Sujételo, Guthrie! —bramé—. ¡Se nos escapa, Dios mío! ¡Sujételo!
Mi amigo se retorcía entre nuestros brazos; vi que alargaba su revólver. Disparó y cayó al suelo, arrastrándome con él.
Pero, al caer, oí un grito arriba. El revólver de Smith cruzó el aire y, tras él, una silueta negra, precipitándose hacia el fondo de la noche.
—¡La luz! ¡La luz! —grité.
Guthrie corrió a encender la luz. Nayland Smith, con los ojos desorbitados, el rostro congestionado, yacía agarrado a un torzal de seda apretado alrededor de su garganta.
—¡Era un thug\ —exclamó Guthrie—. ¡Quítele la cuerda! ¡Se está ahogando!
Cogí el cordón mortal a toda prisa.
—¡Una navaja, deprisa! ¡He perdido la mía! —grité.
Guthrie corrió hacia la mesa y me pasó un cortaplumas abierto. Conseguí hacer entrar la hoja entre la cuerda y el cuello amoratado de Smith y corté la seda asesina.
Smith emitió un sonido sordo y cayó desmayado en mis brazos.
Cuando, más tarde, contemplábamos los restos mutilados que habían sido trasladados desde el lugar de su caída, Smith me enseñó una marca en una caja, muy próxima al orificio de la bala que le había disparado.
—La marca de Kali —dijo—. Este hombre era un phansigar, un estrangulador religioso. Puesto que Fu-Manchú tiene dacoits a su servicio, era de esperar que también tuviera thugs. Un grupo de estos demonios debió de establecerse en Birmania; así, la misteriosa epidemia de Rangún era un brote de thugismo, un poco modificado. Sospeché algo por el estilo pero, claro, no creí que hubiera thugs cerca de Rangún. Mi resistencia inesperada hizo que el estrangulador no pudiera manejar libremente su cuerda. ¿Se ha fijado cómo estaba anudada a mi garganta? Con muy poco rigor científico. El verdadero método, que era el que practicaba el grupo que operó en Birmania, consistía en echar la cuerda alrededor de la garganta de la víctima y arrastrarlo de la ventana. Un hombre asomado a una ventana no exige más que un ligero tirón para hacerlo caer. No hacía falta nudo, sólo un lazo que permitiera que la cuerda quedase en las manos del asesino al caer la víctima. ¡Y sin dejar rastro! Ya está claro lo que pretendía Fu-Manchú.
Graham Guthrie, muy pálido, contemplaba al estrangulador muerto.
—Le debo la vida, señor Smith —dijo—. Si hubiera llegado usted cinco minutos más tarde…
Estrechó la mano de Smith.
—Claro —continuó Guthrie—, nadie esperaba encontrar thugs en Birmania. Ni nadie pensó en el tejado. Estos tipos eran tan ágiles como los monos, y donde cualquier persona normal se partiría la cabeza ellos andaban como Pedro por su casa. ¡Ni que hubiera elegido mi habitación adrede!
—Se coló en el hotel esta misma noche, ya tarde —dijo Smith—. El detective del hotel lo vio, pero estos diablos son escurridizos como una sombra a pesar de haber cambiado el escenario de sus operaciones. Nadie hubiera podido escapar.
—¿Mencionó usted un caso de este tipo en el Irrawaddy? —pregunté.
—Sí —fue la respuesta—; ya sé en qué está pensando. Los vapores de la flotilla de Irrawaddy tienen un techo de hierro ondulado sobre el puente. El thug debía de estar apostado allí cuando el colassie pasó por debajo.
—Pero ¿cuál puede ser el motivo de la llamada? —continué.
—En parte, religioso —explicó—, y en parte, ¡para despertar a las víctimas! Me preguntará usted cómo es posible que Fu-Manchú haya podido lograr tener poder sobre los phansigars. Lo único que puedo responder es que el doctor Fu-Manchú conoce el secreto de algo que nosotros, hasta ahora, desconocemos por completo; pero, a pesar de todo, por fin empiezo a lograr algo.
—Es cierto —asentí—, pero su victoria casi le lleva a la muerte.
—Le debo la vida, Petrie —dijo mi amigo—. Primero a la fuerza de su brazo, y luego…
—No hable de ella, Smith —le interrumpí—. ¡El doctor Fu-Manchú puede haberla descubierto! En cuyo caso…
—¡Dios la ayude!