Quizás haya quien pueda permanecer encadenado en aquella espantosa celda sin sentir miedo, sin asustarse de lo que esconda la oscuridad. Pero he de confesar que yo no soy de esos. Sabía que Nayland Smith y yo nos habíamos interpuesto en el camino del más increíble genio que en toda la historia del mundo haya dedicado su inteligencia al crimen. Conocía la inmensa riqueza del grupo político que financiaba al doctor Fu-Manchú y que eso le convertía en una amenaza para Europa y para América mucho más grande que cualquier plaga. Era un científico educado en una gran universidad, un explorador de los secretos de la naturaleza que había llegado más lejos que ningún otro hombre vivo en la búsqueda de lo desconocido. Su misión era hacer desaparecer los obstáculos —los obstáculos humanos— que entorpecían el avance del movimiento secreto que se abría paso en el Extremo Oriente. Y Smith y yo éramos dos de esos obstáculos; y mi cerebro se torturaba, sin poder dejar de hacerlo, tratando de descubrir cuál de los muchos horribles medios de los que podía disponer iba a utilizar para cumplir la condena que nos había sentenciado.
En aquel mismo instante, por ejemplo, un ciempiés venenoso podría estar acercándose a nosotros por las piedras de la pared enmohecida, o una araña venenosa se aprestaba a saltar desde el techo. Fu-Manchú podría haber dejado en la bodega una serpiente… o tal vez el aire estuviese cargado de microbios portadores de alguna monstruosa enfermedad.
—Smith —dije, casi sin poder reconocer mi voz—. No puedo soportar esta tensión. Tiene intención de matarnos, seguro, pero…
—No se preocupe —fue su respuesta—. Quiere saber antes qué planes tenemos.
—¿Qué quiere decir?
—¿No oyó lo de las limas y las chaquetas de alambres?
—¡Oh, Dios mío! ¿Es posible que estemos en Inglaterra?
Smith rio con sequedad. Le oí manipular el collar de hierro que llevaba al cuello.
—Tengo una esperanza —dijo—, dado que comparte usted mi cautiverio, pero no hay que desaprovechar la oportunidad más mínima. Intente forzar el cierre con la navaja. Yo estoy intentando romper el mío.
Para ser sincero, la idea no se me había pasado por la cabeza, medio atontada, pero atendí de inmediato la sugerencia de mi amigo y me puse a trabajar con la hojita de mi navaja. En mitad de la tarea y cuando, habiendo mellado una parte, estaba a punto de abrir la otra, un ruido me llamó la atención. Salía de debajo de mis pies.
—¡Smith! —susurré—. ¡Escuche!
Los chasquidos y tintineos que testificaban el esfuerzo de Smith cesaron. Sentados en la húmeda oscuridad, escuchamos inmóviles.
Se movía algo bajo las piedras de la bodega. Contuve el aliento: tenía en tensión hasta el último terminal nervioso del cuerpo.
A pocos pies de donde yacíamos, apareció una línea luminosa. Se ensanchó, luego tomó forma oblonga. Era una trampilla que alguien levantaba a cosa de un metro de mí. Fue saliendo una cabeza, apenas confusamente visible. Había esperado el horror…, la muerte o incluso algo peor. Vi, en cambio, un rostro encantador coronado por un montón desordenado de cabellos rizados; vi un brazo blanquísimo alzando la losa de piedra, un brazo bien formado que llevaba una ajorca ancha de oro encima del codo.
La muchacha se deslizó dentro de la celda y colocó la linterna en el suelo. La luz tenebrosa la hacía parecer irreal: la imagen de una visión opiácea cubierta por sedas ajustadas, joyas rutilantes, los pies enfundados en mínimas zapatillas rojas. Era, en resumen, la hurí de mi sueño hecha realidad. Resultaba difícil creer que estuviésemos en la moderna y civilizada Inglaterra; era más fácil creernos cautivos de un califa en una mazmorra de Bagdad.
—¡Mis plegarias han sido escuchadas! —dijo en voz baja Smith—. ¡Ha venido para salvarle!
—¡Chist! —nos advirtió la hermosa joven; sus ojos se abrieron temerosos, asustados—. Un solo ruido y nos matará a todos.
Se inclinó sobre mí. Introdujo una llave en la cerradura donde se había roto mi navaja… ¡y fuera el collar! Me puse de pie mientras la chica liberaba a Smith. Levantó la linterna sobre la trampa y nos hizo señas de que bajásemos los peldaños de madera que la luz descubría.
—La navaja —me susurró—. Déjela en el suelo para que crea que han forzado las cerraduras. ¡Abajo! ¡Deprisa!
Nayland Smith desapareció en la oscuridad rápidamente. Le seguí sin pérdida de tiempo. La última fue nuestra misteriosa amiga. Una de las cintas de oro de sus tobillos refulgiendo bajo los rayos de luz de la linterna que llevaba. Estábamos en un pasadizo abovedado de poca altura.
—Átense sus pañuelos sobre los ojos y hagan exactamente lo que yo les diga —ordenó.
No dudamos ni un instante en obedecerla. Permití que me guiase, a ciegas, y Smith iba con la mano puesta en mi hombro. Avanzamos en ese orden y llegamos a unos escalones de piedra por los que subimos.
—Manténganse al lado de la pared de la izquierda —dijo en un susurro—, a la derecha hay peligro.
Con la mano libre tanteé en busca de la pared, la toqué y nos apresuramos hacia delante. La atmósfera del lugar que atravesábamos era muy húmeda y cargada de un olor como de plantas exóticas. Pero también llegaba a mi nariz un débil rastro animal y notaba un cierto temblor sugestivo, misterioso, sojuzgado.
Ahora noté bajo los pies una alfombra suave, y una cortina me rozó un hombro. Se oyó un gong. Nos detuvimos.
Llegó a mis oídos el rumor de unos tambores lejanos.
—¿Dónde diablos estamos? —me siseó Smith al oído—. ¡Hay un tam-tam!
—¡Chist! ¡Chist!
La leve mano que sujetaba la mía temblaba de nerviosismo. Estábamos cerca de una puerta o ventana, porque el aire se distendió con un soplo de perfume que me recordó otras ocasiones y encuentros con la bella mujer que ahora nos conducía por la casa de Fu-Manchú y que, con sus propios labios, me había confesado que era su esclava. Su imagen revoloteaba en la fantasmagoría de mi imaginación: una visión seductora de atractivo sensual irresistible perfilada sobre el negro profundo de crímenes y maldición. No una, sino mil veces, había querido averiguar con certeza la clase de lazos que la ataban al siniestro doctor.
Cayó el silencio.
—¡Por aquí! ¡Rápido!
Bajamos unas escaleras cubiertas por una gruesa alfombra. Nuestra guía abrió una puerta y nos condujo por un pasadizo. Abrió otra puerta, y nos sentimos al aire libre. Pero la muchacha no se detuvo y siguió arrastrándonos por un sendero de gravilla mientras una brisa fresca nos acariciaba el rostro; unos metros más hasta que, no cabía duda, llegamos a la orilla del río. Bajo nuestros pies noté las planchas de un embarcadero; miré hacia abajo por la rendija que dejaba el pañuelo y vi el agua.
—¡Tenga cuidado! —me advirtió, y me encontré entrando en una barca pequeña. Una batea.
Nayland Smith entró tras de mí y la chica soltó la amarra y se dirigió al centro del río.
—¡No hablen! —nos indicó.
Sentía el cerebro enfebrecido; apenas sabía si soñaba o estaba despertándome; si la realidad había terminado en el momento en que me encerraron en la húmeda bodega y aquella escapada a ciegas y en silencio por el río, con una chica guiándome que podía haber salido de las páginas de Las mil y una noches, era pura fantasía, la broma pesada de un sueño.
Empezaba a tener serias dudas de si aquella corriente por la que navegábamos era el Támesis, si no sería el Tigris, o la laguna Estigia.
La batea alcanzó una orilla.
—Oirán las campanadas de un reloj dentro de unos minutos —dijo la muchacha con su dulce acento encantador—, y confío en su honor para que no se quiten los pañuelos hasta entonces. Me deben ese favor.
—¡Ya lo creo! —exclamó Nayland Smith con fervor.
Oí que saltaba a la orilla, una mano suave se posó en la mía y me guio a mí también a tierra firme. Ya en tierra, mantuve cogida la mano y atraje a la chica hacia mí.
—No vuelva —le susurré—. Nosotros cuidaremos de usted. No debe volver allí.
—¡Déjeme —dijo—. Una vez le pedí que me librase de él y habló usted de protección de la policía; esa fue su respuesta, ¡protección de la policía! ¡Haría usted que me encarcelasen, que me encerrasen y le traicionase! ¿Para qué? ¿Para qué? —se soltó de mi mano—. ¡Qué poco me comprende! No se preocupe. ¡Quizás algún día logre entenderlo! Ya sabe, ¡hasta que suene el reloj!
Y se fue. Oí el ruido de la batea, el sonido del agua en la pértiga, y cómo se fue haciendo cada vez más y más lejano.
—¿Cuál es su secreto? —murmuró Smith—. ¿Por qué sigue encadenada a ese monstruo?
El sonido lejano desapareció por completo. Empezó a tocar un reloj; la media. Inmediatamente, me quité el pañuelo y también Smith. Estábamos en una plancha de amarre. A la izquierda, en la lejanía, la luna brillaba sobre las torres y fortificaciones de una fortaleza antigua.
Era el castillo de Windsor.
—¡Las diez y media! —exclamó Smith—. ¡Tenemos dos horas para salvar a Graham Guthrie!
Nos quedaban exactamente catorce minutos para tomar el último tren de Waterloo, y pudimos llegar a tiempo. Pero me dejé caer en un rincón del departamento en un estado que bordeaba el colapso. Ninguno de los dos hubiera podido correr otros veinte metros, estoy seguro. Si no hubiera sido cuestión de salvar una vida humana, no creo que hubiésemos intentado siquiera llegar a la estación de Windsor en aquel tiempo.
—Llegaremos a Waterloo a las once cincuenta y uno —jadeó Smith—. Tendremos treinta y nueve minutos para llegar al otro lado del río, hasta su hotel.
—¿Dónde diablos estaba esa casa? ¿Hemos navegado a favor o en contra de la corriente?
—No lo puedo decir. Pero, en todo caso, está cerca del río. Identificarla será cuestión de tiempo. Haré que Scotland Yard se ponga a trabajar de inmediato, pero no hay que tener excesivas esperanzas. Nuestra huida le habrá puesto sobre aviso.
No hablamos durante un rato. Me sequé el sudor de la frente y contemplé cómo mi amigo cargaba su vieja pipa de brezo con picadura Latakia, su favorita.
—Smith —dije por fin—, ¿qué fue ese lamento horrible que escuchamos? ¿A qué se refería Fu-Manchú cuando habló de Rangún a su respecto? Me di cuenta de cómo le afectó.
Mi amigo hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y encendió la pipa.
—Fue un suceso terrible que pasó en 1908 o a principios de 1909 —replicó—. Una epidemia absolutamente misteriosa. Y ese lamento bestial que oímos estaba relacionado con ella.
—¿De qué manera? Y ¿a qué epidemia se refiere?
—Creo que empezó en el hotel Palace Mansions, en los acantonamientos. Un joven americano cuyo nombre no puedo recordar estaba allí hospedado para hacer algún negocio relacionado con unas nuevas construcciones de hierro. Una noche subió a su habitación, cerró la puerta con llave y se tiró al patio por la ventana. Se partió el cuello, naturalmente.
—¿Suicidio?
—Según todas las apariencias. Pero había ciertos detalles singulares. Por ejemplo, tenía un revólver cargado hasta arriba junto a él.
—¿En el patio?
—En el patio.
—¿Cree que fue asesinato, acaso?
Smith se encogió de hombros.
—La puerta de su habitación estaba cerrada por dentro; hubo que forzarla para entrar.
—¿Y qué tienen que ver los lamentos?
—Eso empezó más adelante, o se le prestó atención más adelante. Un médico francés llamado Laffitte murió exactamente de la misma forma.
—¿En el mismo sitio?
—En el mismo hotel, aunque en otra habitación. Y aquí viene lo más extraordinario del asunto: un amigo compartía la habitación con él ¡y vio cómo se tiraba!
—¿Le vio saltar por la ventana?
—Sí. El amigo, un inglés, se inquietó por el extraño lamento. Yo estaba entonces en Rangún, por eso sé más del caso Laffitte que del caso del norteamericano. Hablé personalmente del asunto con el amigo. Era ingeniero eléctrico, Edward Martin, y me dijo que el grito, el lamento, parecía proceder de encima de ellos.
—Y también parecía venir de arriba cuando lo oímos en casa del doctor Fu-Manchú…
—Martin se sentó en la cama. Era una noche de luna llena, una luz muy especial de Birmania. Laffitte se había acercado a la ventana por algún motivo. El amigo le vio asomarse. E inmediatamente, se tiró abajo con un grito espantoso y se estrelló contra el suelo del patio.
—¿Y luego?
—Martin corrió a la ventana y miró para abajo. El grito de Laffitte había revolucionado el hotel, claro está, no había nada que pudiera modificar las circunstancias. No había balcones, cornisas ni sistema alguno por el que se pudiera llegar hasta la ventana.
—¿Y cómo reconoció usted el grito?
—Pasé algún tiempo en el Palace Mansions, y una noche me asustó ese extraño aullido. Lo oí con toda perfección y no creo que lo olvide nunca. Fue seguido de un chillido espantoso. ¡El ocupante de la habitación de al lado, un buscador de orquídeas, se había tirado por la ventana como los otros!
—¿Se cambió usted de hotel?
—No. Afortunadamente para la reputación del establecimiento —de primera clase—, ocurrieron casos similares en todas partes, en Rangún, en Prome y en Moulmein. Por el barrio indígena circuló la historia, apoyada por un fakir loco de esos, de que el dios Siva había renacido y que ese grito era su llamada pidiendo víctimas; una historia alucinante que dio origen al despertar de los dacoits y trajo de cabeza al superintendente del distrito.
—¿Había algo de extraño en los cadáveres?
—¡Oh, sí! ¡Todos ellos mostraron después de la muerte unas marcas como de haber sido estrangulados! Se decía que las marcas tenían una forma especial, aunque a mis ojos no la tenían; y también eso fue considerado como señal de las cinco cabezas de Siva.
—¿Todos los muertos eran europeos?
—No, no. Murieron también varios birmanos y de otros países. Al principio había la teoría de que los muertos habían contraído la lepra y que se habían suicidado por eso, pero las pruebas médicas demostraron que no era verdad. La Llamada de Siva se convirtió en una pesadilla absoluta por todo Birmania.
—¿La volvió a oír alguna vez antes de esta noche?
—Sí. La oí en el Alto Irrawaddy una noche de luna llena, y un collasie, ¡se tiró del puente del vapor en que viajábamos! ¡Dios mío! ¡Pensar que ese monstruo de Fu-Manchú ha traído eso a Inglaterra!
—¿Ha traído qué, Smith? —grité perplejo—. ¿Qué ha traído? ¿Un espíritu maligno? ¿Una enfermedad mental? ¿Qué puede ser?
—¡Un nuevo agente mortal, Petrie! Algo que ha nacido entre las plagas escabrosas de Birmania, donde tantas cosas poco limpias y tan inexplicables existen. Quiera Dios que, a pesar de todo, lleguemos a tiempo de poder salvar a Guthrie.