Voy a contar ahora el extraño sueño que tuve, y las cosas aún más extrañas con que desperté. Puesto que la visión se produjo en mi mente a partir de un blanco, de un vacío, lo mejor será relatarla sin más preámbulos. Fue como sigue:
Soñé que estaba caído en el suelo, retorciéndome en una agonía indescriptible. Por las venas me corría fuego líquido y me dije que, aunque me rodeaba una oscuridad de noche estigia, el humo debía de verse emanar de mi cuerpo ardiente.
Pensé que aquello debía de ser la muerte.
Después empezó a caerme encima un chaparrón refrescante que empapó piel y carne hasta las arterias torturadas y apagó su fuego. Me quedé jadeante y exhausto, pero sin dolor.
Me volvieron poco a poco las fuerzas y traté de levantarme, pero la alfombra era tan blanda que no permitía apoyar los pies. Pateé y braceé como si nadase en el agua. Alrededor de mí se alzaban murallas de impenetrable oscuridad, una oscuridad palpable. Me pregunté por qué no veía las ventanas. ¡Y me vino la idea de que estaba ciego!
Conseguí ponerme en pie de algún modo y mantenerme tambaleante. Noté un perfume pesado que debía de ser incienso de algún tipo.
Luego, a una distancia enorme, nació una lucecilla. Fue creciendo con fuerza. Se extendía en una mancha roja azulada, como un líquido. Se impuso a la oscuridad y se extendió por toda la habitación. ¡Pero no era mi habitación! Ni ninguna otra que yo conociera.
Era un apartamento de tales dimensiones que me quedé sumido en un desconcierto temeroso como nunca antes había sentido: el terror de la inmensidad cerrada. Su enorme extensión daba sensación de sonido: la infinitud producía una nota característica.
Las cuatro paredes estaban recubiertas de tapices. No se veía puerta alguna. Los tapices tenían dibujos magníficos de dragones dorados. Los cuerpos serpentinos brillaban y relucían bajo el creciente fulgor, se iban acercando y entrecruzando entre luces y destellos. La alfombra era tan mullida que me hundía en ella hasta las rodillas y, también, toda decorada con dragones de oro que se deslizaban refulgentes entre las sombras del dibujo.
Al fondo del salón había una mesa solitaria con patas de dragón, en medio de la alfombra. Sobre ella, globos que destellaban, tubos conteniendo organismos vivos, libros de un tamaño y con unas encuadernaciones que nunca había imaginado, e instrumentos desconocidos por la ciencia occidental: una barahúnda heterogénea e indescriptible, que se desbordaba hasta el suelo y formaba un oasis imprevisto en el desierto amenazado de dragones de la alfombra. Sobre la mesa colgaba una lámpara, suspendida de cadenas de oro desde el techo, que estaba tan lejos que, tras seguir con la vista las cadenas, mis ojos se perdieron en las negruras moradas, hacia arriba.
Detrás de aquella mesa estaba sentado un hombre en una silla llena de cojines bordados de dragones. La luz de la lámpara daba de lleno en un lado de su rostro, inclinado hacia delante entre el revoltijo de objetos extraños, y dejaba el otro lado a oscuras. En una esquina de la mesa humeaba una vasija plana de metal y el humo oscurecía a veces parcialmente aquel rostro aterrador.
Desde el instante en que miré hacia la mesa y hacia el hombre sentado tras ella, a pesar de la increíble longitud de la sala y de la pesadilla de las decoraciones murales que me distraían la atención, ya no podía mirar otra cosa.
¡Era el doctor Fu-Manchú!
Parte del delirio que parecía haber llenado de fuego mis venas y poblado de dragones las paredes y hundido mis piernas en la alfombra hasta la rodilla, me abandonó. Aquellos ojos temibles, velados, verdes, fueron como una ducha fría. Sin apartar la vista del rostro impasible supe que ya no se movían las paredes sino que estaban simplemente cubiertas de exquisitos tapices chinos con dragones. La gruesa alfombra bajo mis pies dejó de ser una jungla y se convirtió en una alfombra vulgar —de extraordinaria riqueza, pero no más que una alfombra—. Permaneció, no obstante, la sensación de inmensidad, y la conciencia desazonadora de que las cosas que había sobre la mesa y que rebosaban alrededor eran todas, o casi todas, de un tipo desconocido para mí.
Entonces, casi inmediatamente, la relativa cordura que estaba experimentando volvió a abandonarme; el humo perfumado de la mesa, del perfume que quemaba en la mesa, fue creciendo de volumen, se espesó, avanzó sobre mí, rodeándome en una nube de terror gris. Me envolvió estrechamente. Entre los vapores viscosos, veía borrosamente la figura del doctor Fu-Manchú, su cara impávida. Y mi cerebro estupefacto reconoció su calidad de mago, la vanidad de nuestros pobres intelectos humanos que pretendían luchar contra él. Los ojos verdes quedaban velados por la bruma. Noté un dolor intenso en las extremidades inferiores, contuve el aliento y miré para abajo. Al hacerlo, las puntas de las zapatillas rojas que llevaba se pusieron a crecer, retorciéndose sinuosamente hacia arriba, llegaron hasta el cuello, se enroscaron alrededor de él ¡y comenzaron a asfixiarme!
Hubo un intervalo y, después, una especie de amanecer, de conciencia; pero era una conciencia engañosa, porque trajo con ella la idea de que mi cabeza reposaba entre blandos almohadones mientras una mano de mujer me acariciaba la frente dolorida. Confusamente, como si hubiera sido en un pasado remoto, recordé un beso, y el recuerdo me estremeció intensamente. Entre sueños, yacía contento cuando una voz se coló hasta mis oídos:
—¡Lo están matando! ¡Lo están matando! ¡Oh! ¿No lo comprende?
En mi confusión, creía que era yo quien había muerto, y aquella voz musical de mujer era quien me comunicaba el hecho de mi propia desaparición.
Pero a mí no pareció interesarme el tema.
La mano adorable me acarició durante horas y horas, o eso creí. En ningún momento levanté los párpados, que me pesaban, hasta que, de repente, se oyó un gran estrépito que pareció hacer vibrar todos mis huesos: un sonido metálico, como el estruendo formado por unas cadenas muy pesadas al caer. Pensé aquello, pues, abrí los ojos a medias, y tuve, en mi turbia claridad, la visión fugaz de una silueta vestida de gasa, con los brazos cubiertos por ajorcas bárbaras y aros de oro en los finos tobillos. La muchacha había desaparecido y pensé que era una hurí y que yo, un cristiano, había sido llevado por equivocación al paraíso de Mahoma.
Luego… el vacío total.
La cabeza me latía enloquecida; sentía el cerebro paralizado, inerte. Y aunque mi primer movimiento fue seguido del ruido de las cadenas, pasaron unos momentos hasta que me di cuenta de que esa cadena estaba enganchada a un collar de acero… y que el collar de acero rodeaba mi propio cuello.
Gemí débilmente.
—¡Smith! —musité—. ¿Dónde está usted, Smith?
A duras penas me pude arrodillar; el dolor del cráneo era cada vez más insoportable. Iba recobrando el conocimiento, finalmente, la memoria: cómo Nayland Smith y yo habíamos salido hacia el hotel para prevenir a Graham Guthrie; cómo, al pasar por las escaleras del Embankment y entrar en Essex Street vimos una gran lancha motora parada ante la puerta de una de las oficinas. Recordé cómo habíamos llegado a su altura en el coche —un coche grande, moderno—, pero no quedaba impresión en mi cerebro de haberla sobrepasado, apenas una vaga sensación de pasos que corrían, y un golpe. Luego, aquella visión del salón de los dragones y, ahora, el despertar auténtico a una realidad mucho peor.
Tanteando entre la oscuridad, toqué con las manos un cuerpo que yacía a mi lado. Busqué la garganta con los dedos, y la encontraron; busqué y encontré el collar de acero que la rodeaba.
—Smith —gemí; zarandeé el cuerpo inmóvil—. Smith, amigo mío, ¡hábleme! ¡Smith!
¿Estaría muerto? ¿Habría terminado de aquel modo su valiente pelea con el doctor Fu-Manchú y el grupo asesino? Si así fuera, ¿qué guardaba para mí el futuro? ¿A qué tendría que enfrentarme?
Se revolvió entre mis manos temblorosas.
—¡Gracias a Dios! —murmuré; y no puedo negar que mi alegría estaba teñida de egoísmo. Porque al despertar en aquella negrura impenetrable, obsesionado todavía por el sueño que había tenido, había sabido qué significa verdaderamente el miedo al darme cuenta de que, solo y encadenado, iba a enfrentarme al terrorífico doctor chino en carne y hueso.
Smith empezó a murmurar incoherencias.
—¡Qué porrazo!… ¡Cuidado, Petrie!… ¡Por fin nos tiene!… ¡Oh, cielo santo!… —Forcejeó hasta ponerse de rodillas, agarrado de mi mano.
—Muy bien, amigo mío —dije—. Los dos estamos vivos, así que podemos dar gracias.
Unos instantes de silencio, un gruñido, y luego:
—Yo lo he metido en todo esto, Petrie. Que Dios me perdone…
—Vamos, vamos, Smith —dije despacio—. Ya no soy un niño. No se trata de que me haya metido nadie en nada. Estoy en ello, y si puedo servir para algo, ¡me alegro de estarlo!
Me cogió la mano.
—Había dos chinos vestidos a la europea (¡Dios, qué dolor de cabeza!) a la puerta de aquella oficina. Nos dieron con una porra, ¡dese cuenta, a plena luz del día! ¡Y al lado mismo del Strand! Nos metieron en un coche y se acabó todo antes de… —la voz se debilitó—. ¡Dios, menudo golpe que me dieron!
—¿Por qué no nos han matado, Smith? ¿Cree que nos retienen…?
—¡Cállese, Smith! Si hubiera estado en China, si hubiera visto las cosas que yo he visto…
Sonaron pasos en el pasillo enladrillado. En el suelo se dibujó una banda de luz que venía hacia nosotros. Se me aclaraba la mente. Nuestra prisión olía a humedad, a tierra. Había suciedad: una bodega apestosa. Se abrió la puerta y entró un hombre con una linterna. La luz me demostró que mi suposición era acertada, iluminó las paredes mugrientas de un calabozo de unos seis metros cuadrados y brilló sobre la bata amarilla del hombre que nos contemplaba con aire maligno de intelectual.
Era el doctor Fu-Manchú.
Por fin estaban verdaderamente cara a cara la cabeza del gran movimiento amarillo y el hombre que luchaba en representación de toda la raza blanca. ¿Cómo describir al hombre que ahora podía estudiar con detenimiento? ¿A quien era, quizás, el genio más grande de los tiempos modernos?
Se ha dicho de él, con indudable acierto, que tenía la frente de Shakespeare y el rostro de Satán. En su apariencia había algo hipnotizante, de reptil. Smith hizo una inspiración profunda, y permaneció en silencio. Juntos, encadenados a la pared como dos cautivos medievales, burlas vivientes de nuestra cacareada seguridad moderna, nos acurrucábamos ante el doctor Fu-Manchú.
Avanzó con un paso peculiar, felino y al mismo tiempo torpe, con los altos hombros casi encorvados. Colocó la linterna en un nicho de la pared sin separar nunca de nosotros la serpentina mirada de aquellos ojos que no podré apartar de mis malos sueños nunca más. Tenían calidad cristalina que hasta entonces sólo había creído posible en los ojos de un gato, y aquella veladura que nublaba intermitentemente su brillo… Pero no puedo seguir hablando de ellos.
Nunca había imaginado que de un ser humano pudiera emanar una fuerza maligna tan intensa hasta que estuve ante el doctor Fu-Manchú. Empezó a hablar. Su inglés era absolutamente perfecto, aunque algunas veces seleccionaba sus palabras de un modo un poco extraño; el timbre era gutural o silbante, alternativamente.
—Señor Smith, doctor Petrie… Sus interferencias en mis planes han ido demasiado lejos. He tenido que ocuparme de ustedes en persona.
Sonrió y pude ver sus dientes, pequeños y uniformemente separados, pero descoloridos de un modo que me resultaba familiar. Volví a estudiar sus ojos, ahora con un interés distinto, profesional, que ni siquiera lo extremado del peligro que estábamos corriendo pudo borrar por completo. Todo su verdor procedía del iris; la pupila estaba tan contraída que era apenas como la punta de un alfiler.
Smith apoyó la espalda contra la pared aparentando indiferencia.
—Han pretendido ustedes entrometerse —continuó Fu-Manchú— en la transformación del universo. ¡Pobres arañas atrapadas en los engranajes de lo inevitable! Han relacionado mi nombre con la futilidad del movimiento de la Joven China, ¡el nombre de Fu-Manchú! Es usted un entrometido incompetente, señor Smith, ¡merece desprecio! Y usted, doctor Petrie, un pobre tonto, ¡me da lástima!
Apoyó una mano huesuda en la cadera, entrecerrando los ojos al mirarnos. La crueldad intencionada de aquel hombre era intrínseca, no tenía absolutamente nada de ficticio. Smith continuó callado.
—Así pues, ¡estoy decidido a alejarles definitivamente del escenario de sus desatinos! —añadió Fu-Manchú.
—¡El opio no tardará en hacer lo mismo con usted! —le espeté yo con auténtica rabia.
Volvió hacia mí sus ojos semicerrados, sin emoción alguna.
—Eso es cuestión de opiniones, doctor —dijo—. Probablemente ha carecido usted de las oportunidades que yo he tenido para estudiar el tema… y, en cualquier caso, temo que en el futuro no podré disfrutar del privilegio de contar con su parecer.
—No vivirá mucho más que yo —repliqué—. Y, por lo demás, no creo que nuestra muerte le reporte provecho alguno; porque… —el pie de Smith tocó el mío.
—¿Por qué? —inquirió suavemente Fu-Manchú—. ¡Ah! ¡Qué prudencia la del señor Smith! ¡Cree que tengo limas! —Pronunció esa palabra de un modo que me hizo estremecer—. El señor Smith ha visto chaquetas de alambre. ¿Las ha visto alguna vez usted, doctor? Si es cirujano, le interesará su funcionamiento…
Ahogué un grito que vino a mi garganta; porque, con un ruido silbante, había aparecido en la bóveda mal iluminada una sombra pequeña. Luego, un monito vino a situarse en el hombro del doctor Fu-Manchú y miró con visajes grotescos el maligno rostro amarillo. El doctor alzó su mano huesuda y acarició el animalejo, hablándole en voz muy baja.
—Uno de mis animalitos de compañía, señor Smith —dijo abriendo los ojos de golpe de forma que relampaguearon como rayos verdes—. Tengo otros también muy útiles. Mis escorpiones, ¿han conocido ya mis escorpiones? ¿No? ¿Y mis pitones y hamadríadas? Y están asimismo mis hongos y otros aliados diminutos, como los bacilos. Tengo una colección absolutamente única en mi laboratorio. ¿Ha estado alguna vez en Molokai, la isla de los leprosos, doctor? ¿No? Pero el señor Smith seguramente conoce bien el hospital de Rangún. Y no debemos olvidar tampoco mis arañas negras, con sus ojos de diamante… Mis arañas que aguardan en la oscuridad, miran y, después, ¡saltan!
Levantó las manos delgadas de manera que la manga de la bata se deslizó hasta el codo y el monito saltó, parloteando, al suelo y salió corriendo de la bodega.
—¡Oh, Dios de Catay! —gritó—. Qué muerte merecen morir estos miserables que han pretendido poner límites a tu Imperio que no tiene límites…
De pie, como un sacerdote de Tezcat, con los ojos levantados al techo, el cuerpo delgado estremecido… Una imagen que impresionaría al menos impresionable.
—¡Está loco! —susurré a Smith—. ¡Dios nos asista, este hombre es un peligroso maníaco homicida!
La cara de Smith estaba seria; movió la cabeza, triste.
—Peligroso sí, desde luego —murmuró—, su existencia es un peligro para la raza blanca que, ahora, estamos imposibilitados de ayudar.
El doctor Fu-Manchú volvió en sí, recogió la linterna, se dio bruscamente la vuelta y caminó hacia la puerta con su paso torpe aunque felino. Se volvió al llegar al hueco.
—¿Pretende avisar al señor Graham Guthrie? —dijo con voz dulce—. ¡El señor Graham Guthrie muere esta noche a las doce y media!
Smith, sentado inmóvil y silencioso, miraba fijamente a nuestro interlocutor.
—¿Estaba usted en Rangún en 1908? —continuó el doctor Fu-Manchú—. ¿Recuerda La Llamada?
Desde algún lugar por encima de nosotros —no pude determinar la dirección exacta—, llegó un grito de lamento, ronco, un sonido extraño de cadencias descendentes que pareció inyectarme hielo en las venas, metido en aquella bóveda opresiva, con aquella siniestra figura envuelta en ropas amarillas en la puerta.
Su efecto sobre Nayland Smith fue realmente extraordinario. La cara se le puso grisácea bajo la escasa luz, y le oí tomar aliento con esfuerzo a través de los dientes apretados.
—¡Es una llamada para ustedes! —dijo Fu-Manchú—. A las doce y media, ¡llamará al señor Graham Guthrie!
Cerró la puerta. La oscuridad nos envolvió de nuevo.
—Smith —dije—. ¿Qué era eso?
El horror me atenazaba los nervios.
—La Llamada de Siva —replicó Smith roncamente.
—¿Qué es eso? ¿Quién la hace? ¿Qué significa?
—No sé lo que es ni quién la hace, Petrie. Pero ¡significa la muerte!