11. BRUMA VERDE

Nos dimos la mayor prisa posible, pero eran ya casi las doce de la noche cuando nuestro coche giraba para entrar en una avenida oscura y sombría en cuyo extremo final se veía, como a través de un túnel, el reflejo de la luna sobre las ventanas de Rowan House, la casa de sir Lionel Barton.

Nos bajamos delante del porche del edificio, alargado y rechoncho, sumergido, como Smith había explicado, entre árboles y arbustos. La fachada estaba arropada por una extraña enredadera exótica y pudimos comprobar que, en efecto, el aire tenía un olor penetrante a vegetación corrompida que se entrelazaba con el fuerte perfume de las florecillas nocturnas que brotaban exuberantes de la enredadera.

El lugar resultaba auténticamente salvaje y, una vez que el inspector Weymouth nos hizo pasar al vestíbulo, comprobé que el interior hacía juego con el exterior; el vestíbulo había sido construido siguiendo el modelo de una de las estancias de un templo asirio y todo en él, las columnas regordetes, los asientos bajos, las colgaduras, ofrecía una imagen elocuente de abandono y descuido, cubierto por una gruesa capa de polvo. El olor a rancio era tan pronunciado allí como fuera, entre los árboles.

El detective nos condujo a una biblioteca, cuyo contenido se desbordaba por el suelo en literarios torrentes.

—¡Cielo santo! —exclamé—. ¿Qué es eso?

Algo saltó sobre unos libros, se deslizó en silencio por la alfombra cubierta de restos y salió de la biblioteca como una exhalación dorada. Quedé mirando con ojos atónitos. El inspector Weymouth rio secamente:

—Es un puma joven, o una civeta o algo así, doctor —dijo—. Esta casa está repleta de sorpresas… y de misterios.

No tenía la voz del todo firme, me pareció; antes de seguir adelante, cerró cuidadosamente la puerta.

—¿Dónde está? —preguntó Nayland Smith—. ¿Cómo ha sido?

Weymouth se sentó y encendió el cigarrillo que yo le había ofrecido.

—Imagino que querrá usted saber lo que ha habido, lo que sabemos, antes de verlo, ¿no?

Smith asintió.

—Pues bien —continuó el inspector—, el hombre que pidió usted a Scotland Yard para que le custodiase vino aquí y se apostó en la calle, en un punto desde el que podía vigilar bien las entradas. No vio ni oyó nada hasta las diez y media. A esa hora llegó una joven y entró.

—¿Una joven?

—La señorita Edmonds, la mecanógrafa de sir Lionel. Se había encontrado con que al llegar a su casa no llevaba el bolso, con el monedero dentro, y volvió por si se lo había dejado aquí. Ella dio la alarma. Nuestro hombre oyó el alboroto desde la calle y entró. Después salió corriendo y nos llamó. Vine inmediatamente y les llamé a ustedes.

—Dice usted que oyó el alboroto, ¿qué alboroto?

—La señorita Edmonds tuvo un ataque de histeria.

Smith recorría arriba y abajo la biblioteca con los nervios tensos de excitación.

—Descríbanos lo que vio cuando entró.

—Vio a un criado negro (no hay un solo inglés en toda la casa) tratando de calmar a la chica, en el hall del fondo, y a un malayo y otro individuo de color dándose golpes en la frente y aullando. No tenía sentido pretender sacar nada de ellos, de modo que se puso a investigar por su cuenta. Ya había estudiado la distribución del local por la tarde, y había localizado el estudio gracias a la luz de una de las ventanas de la planta baja; así pues, se puso a buscar la puerta y, cuando la encontró, se la encontró cerrada por dentro.

—¿Y entonces?

—Salió y dio la vuelta hasta la ventana. No tenía cortinas y desde el jardín se podía ver el interior de esa leonera que llamaban estudio. Miró dentro como había hecho seguramente la señorita Edmonds antes que él. Y lo que vio le explicó su ataque de histeria.

Smith y yo estábamos pendientes de sus palabras.

—Entre toda la basura del suelo había un gran sarcófago egipcio caído de lado y, tumbado boca abajo, con los brazos alrededor del sarcófago, yacía sir Lionel Barton.

—¡Dios mío! Sí. Siga.

—Sólo estaba encendida la lámpara de la mesa puesta encima de una silla, y la luz le daba directamente a él; creaba un círculo iluminado en el suelo, ¿me comprende? —El inspector indicó la extensión aproximada con las manos—. Bien, pues mi hombre rompió el cristal, abrió la ventana y cuando estaba trepando para entrar vio algo más, según dice.

Hizo una pausa.

—¿Qué vio? —preguntó rápidamente Smith.

—Una especie de bruma verde, caballero. Dice que parecía como si estuviera viva. Se movía por el suelo, como a un palmo del suelo, alejándose de él en dirección a las cortinas del otro extremo del estudio.

Nayland Smith miró fijamente al inspector.

—¿Dónde vio esa bruma verde en el primer momento?

—Dice que le parece que salía del sarcófago, señor Smith.

—Ya. Siga.

—Hay que tener valor para saltar dentro de la habitación después de ver una cosa así, pero hay que decir en su honor que lo hizo. Dio vuelta al cadáver. Sir Lionel tenía un aspecto espantoso. Estaba muerto. Croxted (así se llama nuestro hombre) se acercó a la cortina. Detrás había una puerta de cristales, cerrada. La abrió y daba a un invernadero, lleno de porquerías, desde el suelo de azulejos hasta el techo de cristal. Estaba a oscuras, pero llegaba luz suficiente desde el estudio (en realidad es más bien una sala de visitas, por cierto) porque había encendido todas las luces, y pudo ver otra vez, por un instante, la bruma verde arrastrándose. Hay tres escalones que bajan y en ellos yacía un chino muerto.

—¡Un chino muerto!

—Un chino muerto.

—¿Lo vio el médico? —dijo rápidamente Smith.

—Sí, el médico del barrio. Estaba muy nervioso, según pude notar. Se contradijo tres veces. Pero no hace falta más opinión, hasta que tengamos la del forense.

—¿Y Croxted?

—Croxted se puso enfermo y hubo que mandarlo a casa en un coche.

—¿Qué le sucede?

El inspector Weymouth enarcó las cejas y tiró cuidadosamente la ceniza de su cigarrillo.

—Aguantó hasta que yo llegué, me dio su informe y acto seguido se desmayó. Dijo que algo que había en el invernadero le había atenazado por la garganta.

—¿Lo decía en el sentido literal?

—Lo ignoro. También tuvimos que mandar a la chica a su casa.

Nayland Smith se acariciaba en actitud pensativa el lóbulo de la oreja izquierda.

—¿Tiene alguna teoría? —lanzó.

Weymouth se encogió de hombros.

—Ninguna que incluya a la bruma verde —dijo—. ¿Entramos ya?

Cruzamos el vestíbulo asirio en el que se hallaban reunidos los miembros de aquella exótica servidumbre, formando un grupo muerto de pánico. Eran cuatro. Dos negros y dos orientales diversos. Faltaban el chino, Kui, del que había hablado Smith, y el secretario italiano. Y por la forma en que mi amigo escrutaba las sombras del hall adiviné que también él se preguntaba por su ausencia. Entramos en el estudio de sir Lionel, local que desisto de poder describir.

Las palabras de Nayland Smith —«la sala de subastas de Sotheby después de un terremoto»— me vinieron a la mente, porque la habitación estaba atiborrada de cachivaches raros en desorden, procedentes de África, de México y de Persia. En un claro, junto a la chimenea, había una estufa de gas encima de un cajón de embalaje y a su alrededor una serie de utensilios de cámping. Por la ventana abierta entraba el olor a vegetación corrompida mezclado con el punzante aroma de las extrañas flores nocturnas.

En el centro de la habitación, al lado de un sarcófago caído, yacía una figura, boca abajo, vestida de color indefinido, con los brazos tendidos sobre el costado del antiguo féretro egipcio.

Mi amigo avanzó y se arrodilló junto al cadáver.

—¡Cielo santo!

Smith se enderezó de un salto y se volvió hacia el inspector con expresión alterada.

—¿Había visto usted alguna vez a sir Lionel Barton? —exclamó.

—No —empezó Weymouth—, pero…

—Este no es sir Lionel. Es Strozza, su secretario.

—¿Qué? —gritó Weymouth.

—¿Dónde está el otro? ¿El chino? ¡Deprisa! —estalló Smith.

—He dicho que lo dejasen donde estaba, en los escalones del invernadero —dijo el inspector.

Smith echó a correr hacia la otra habitación en la que, a través de la puerta abierta, se vislumbraban las muchas curiosidades revueltas. Sujetando la cortina para que penetrase más luz, se inclinó sobre una silueta doblada que yacía en los escalones.

—¡Es él! —gritó con voz fuerte—. ¡Es Kui, el criado de sir Lionel!

Weymouth y yo nos miramos por encima del cadáver del italiano y, después, nuestros ojos se volvieron al tiempo hacia mi amigo que estaba de pie junto al cadáver del criado chino, con expresión concentrada. La brisa susurró entre las hojas; una gran oleada de perfume exótico atravesó la habitación desde la ventana abierta agitando las cortinas de la puerta.

Era el soplo de Oriente que alargaba su mano amarilla sobre Occidente. Un símbolo del poder sutil e intangible que el doctor Fu-Manchú manifestaba, como Nayland Smith —delgado, ágil, tostado por los soles de Birmania— simbolizaba la limpia eficacia británica en lucha abierta contra el insidioso enemigo.

—Hay algo que está claro —dijo Smith—: nadie en la casa, excepto Strozza, sabía que sir Lionel estaba ausente.

—¿Cómo ha llegado a esa conclusión? —preguntó Weymouth.

—Los criados están llorándolo en el vestíbulo. Lo dan por muerto. Si lo hubieran visto salir sabrían que quien está aquí es otra persona.

—¿Y qué me dice del chino?

—Puesto que la única manera de entrar en el invernadero es a través del estudio, Kui tiene que haberse escondido allí en algún momento en que no estuviese su señor.

—Croxted se encontró cerrada la puerta de comunicación. ¿Qué pudo matar al chino?

—Tanto Croxted como la señorita Edmonds encontraron la puerta del estudio cerrada por dentro. ¿Qué mató a Strozza? —replicó Smith.

—Habrá notado usted —continuó el inspector— que el secretario lleva puesto el batín de sir Lionel. Por eso, al verlo desde la ventana, la señorita Edmonds lo confundió con su jefe. Y de paso nos puso a todos en el rastro equivocado.

—Si llevaba el batín era sin duda para que cualquiera que le viese desde la ventana cometiera el mismo error —comentó Smith.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque estaba aquí con malas intenciones. Miren —Smith se detuvo y cogió varias herramientas entre los diversos objetos que había por el suelo—. Aquí está la evidencia. Venía a abrir el sarcófago. Contenía la momia de algún notable de la época de Meneptah II, y sir Lionel me dijo que probablemente habría unos cuantos ornamentos y joyas de valor ocultos entre las vendas. Esta noche tenía el propósito de abrirlo y proceder al examen de todo su contenido. Es evidente que, por fortuna para él, cambió de idea.

Me pasé los dedos por la cabeza, perplejo.

—Y entonces ¿qué ha pasado con la momia?

Nayland Smith rio con sequedad.

—Se ha desvanecido. Ha tomado la forma de esa especie de bruma verde que vio Croxted —dijo—. Miren la cara de Strozza.

Dio vuelta al cuerpo y, pese a lo muy acostumbrado que estaba a espectáculos semejantes, los rasgos retorcidos del italiano me llenaron de horror, de tal manera denunciaban el carácter más violento de lo común de aquella muerte. Aparté el batín y busqué señales de algún tipo en el cuerpo, pero no pude encontrar ninguna. Nayland Smith cruzó la habitación y, ayudado por el detective, trasladó el cuerpo de Kui, el chino, al estudio, dejándolo en una zona bien iluminada. Su rostro amarillo, fruncido, ofrecía un aspecto todavía más terrible que el del otro, con los labios azules separados y dejando al descubierto los dientes de arriba y los de abajo. Tampoco había señales de violencia, pero sus extremidades, como las de Strozza, habían adoptado posiciones muy poco naturales, resultado, quizá, de la lucha mortal que debieron de protagonizar.

La brisa se acentuaba, el olor punzante que ascendía a oleadas del jardín empapado y la dulzura opresiva del perfume de la trepadora se habían asentado definitivamente a través de la ventana abierta. El inspector Weymouth encendió cuidadosamente el cigarro apagado.

—Hasta ahí estamos de acuerdo, señor Smith —dijo—. Strozza sabía que sir Lionel estaba ausente y se encerró aquí para registrar el sarcófago; porque Croxted encontró la llave puesta por dentro cuando entró por la ventana. Strozza no sabía que el chino estaba escondido en el invernadero.

—Y Kui no se atrevió a mostrarse porque también él tenía alguna razón misteriosa para ocultarse —interrumpió Smith.

—Había levantado la tapadera de algo… de alguien.

—¿Qué les parece… de la momia?

Weymouth se rio con nerviosismo.

—Bien, señores, algo que se esfumó de una habitación cerrada sin abrir ni la puerta ni la ventana mató a Strozza.

—Y lo que mató a Strozza mató a continuación al chino, y evidentemente sin tener que molestarse en abrir la puerta detrás de la cual estaba escondido —continuó Smith—. El doctor Fu-Manchú ha empleado esta vez un aliado que ni siquiera su imponente poder ha logrado subyugar por entero. ¿Qué fuerza ciega, qué terrorífico agente mortal, habrá confinado en el sarcófago?

—¿Cree que ha sido obra de Fu-Manchú? —dije—. Si es así, no cabe duda de que su poder es sobrehumano.

Algo en mi voz, supongo, llamó la atención de Smith. Me observó con curiosidad.

—¿Lo duda usted? La presencia de un chino escondido es más que suficiente. Estoy seguro de que Kui era miembro del grupo asesino, aunque probablemente había entrado en él hace poco tiempo. No lleva armas, si no diría que su cometido era asesinar a sir Lionel mientras trabajaba sin sospechar la presencia de un enemigo oculto. Que Strozza abriera el sarcófago por su cuenta estropeó el plan.

—Y ocasionó la muerte…

—De un servidor de Fu-Manchú. Sí. No sé cómo explicar eso.

—¿Cree que el sarcófago formaba parte del plan?

Mi amigo me miró con perplejidad evidente.

—¿Quiere usted decir que su llegada en el momento en que uno de los colaboradores de Fu-Manchú estaba aquí oculto pudiera haber sido una mera coincidencia?

Asentí, y Smith se inclinó sobre el sarcófago examinando con detalle las pinturas chillonas que lo decoraban por dentro y por fuera. Estaba sobre el suelo; lo cogió por un extremo y le dio vuelta.

—Pesa —murmuró—. Pero Strozza debe de haberlo volcado al caer. No sería lógico ponerlo de lado para quitar la tapa. ¡Hola!

Se inclinó más, cogió un trozo de rosca y sacó de la caja fúnebre un tapón de goma.

—Esto estaba tapando un agujero a nivel del suelo —dijo—. ¡Uf! Tiene un olor muy desagradable.

Lo tomé de sus manos y cuando estaba a punto de examinarlo se oyó una voz potente en el vestíbulo. Se abrió la puerta y un hombre robusto, que, a pesar del buen tiempo, llevaba un abrigo forrado de piel, entró impetuosamente en la sala.

—¡Sir Lionel! —exclamó Smith—. ¡Le había advertido! Como puede ver, escapó usted por poco.

Sir Lionel Barton echó una mirada a lo que había en el suelo, otra a Smith y a mí, y una tercera al inspector Weymouth. Después se dejó caer en una de las pocas sillas que no estaban cubiertas de libros.

—Señor Smith —dijo visiblemente impresionado—. ¿Qué significa esto? Dígamelo, pronto.

Smith le detalló en pocas palabras los sucesos de la noche, o al menos lo que sabíamos de ellos. Sir Lionel Barton escuchó sentado, en inmovilidad absoluta, algo desconocido en un hombre de tan evidente, tremenda actividad nerviosa.

—Vino por las joyas —dijo despacio cuando Smith hubo terminado, y volvió los ojos hacia el cuerpo del italiano—. Fue un error ponerlo en la tentación. Dios sabe qué haría Kui escondido. Quizás hubiera venido para asesinarme como usted sospecha, Smith, aunque me parece difícil de creer. Pero… no me parece que esto sea el trabajo de artesanía de ese doctor chino suyo. —Fijó su mirada en el sarcófago.

Smith le miró sorprendido.

—¿Qué quiere usted decir, sir Lionel?

El famoso viajero continuó mirando el sarcófago con una expresión de pánico en los ojos.

—Esta noche recibí un cable del profesor Rembold —continuó—. Sus suposiciones de que nadie más que Strozza sabía que me había ausentado son acertadas. Me vestí en un santiamén y fui a reunirme con el profesor en el Travellers. Sabía que la semana que viene tengo que dar una conferencia sobre —miró de nuevo la caja egipcia— la tumba de Mekara; y sabía que el sarcófago había llegado intacto a Inglaterra. Me suplicó que no lo abriera.

Nayland Smith estudiaba el rostro del futuro conferenciante.

—¿Qué razones le dio para pedirle una cosa tan extraordinaria? —preguntó.

Sir Lionel Barton vaciló.

—Una que me pareció divertida —respondió al fin—, en aquel momento. Debo informarles de que Mekara (cuya tumba había descubierto mi ayudante mientras yo estaba en el Tíbet y cuyo descubrimiento me hizo interrumpir mi viaje de regreso en Alejandría para poder entrar en ella), fue un sacerdote importante y primer profeta de Amón, en el reinado del Faraón del Éxodo; es decir, uno de los magos que enfrentaba su magia a la de Moisés. Consideré que era un descubrimiento de importancia única. Luego, el profesor Rembold me proporcionó detalles muy interesantes sobre la muerte del señor Page le Roi, el egiptólogo francés.

Le escuchábamos con creciente sorpresa, sin poder imaginar adonde nos llevaba.

—El señor Le Roi —prosiguió Barton— descubrió la tumba de Amenti, otro miembro de esta hermandad especial, pero mantuvo su descubrimiento en el mayor secreto. Según parece, abrió el sarcófago allí mismo; eran sacerdotes de sangre real y están enterrados en Biban al-Muluk, el valle de los Reyes. Sus ayudantes y criados árabes le abandonaron, por algún motivo, al ver el sarcófago, y él fue encontrado muerto, estrangulado según todos los indicios, junto a él. El asunto fue silenciado por el gobierno egipcio. Rembold no me pudo explicar las razones, pero me pidió que no abriese el sarcófago de Mekara.

Se hizo el silencio.

Los detalles de la repentina muerte de Page le Roi, que oía por primera vez, me impresionaron desagradablemente, sobre todo viniendo de un hombre de la experiencia y reputación de sir Lionel Barton.

—¿Cuánto tiempo permaneció estacionado en los muelles? —preguntó de pronto Smith.

—Dos días, creo. Yo no soy supersticioso, señor Smith, pero tampoco el profesor Rembold lo es, y ahora que conozco los pormenores de la muerte de Page le Roi, doy gracias a Dios de todo corazón por no haber visto… lo que quiera que haya salido del sarcófago.

Nayland Smith le miró a los ojos.

—Yo también me alegro, sir Lionel —dijo—, porque aunque no sé qué habrá tenido que ver el sacerdote Mekara con el asunto, sé que, por medio del sarcófago, el doctor Fu-Manchú ha realizado el primer atentado contra su vida. Ha fallado, pero espero que me acompañe usted a un hotel. No fallará dos veces.

12. LA ESCLAVA

La noche siguiente a la de la doble tragedia de Rowan House, Nayland Smith y el inspector Weymouth estaban llevando a cabo alguna misteriosa investigación en los muelles y yo me había quedado en casa para continuar mi extraña crónica. Y ¿por qué no habría de confesarlo?, mis recuerdos me habían asustado.

Estaba poniendo en orden mis notas sobre el caso de sir Lionel Barton. Estaban incompletas, sin esperanza por el momento. Por ejemplo, había anotado los siguientes interrogantes:

1) ¿Existía algún paralelo real entre la muerte de Page le Roi, la de Kui, el chino, y la de Strozza?

2) ¿Qué había sucedido con la momia de Mekara?

3) ¿Cómo había escapado el asesino de una habitación cerrada?

4) ¿Qué función tenía el tapón de goma?

5) ¿Por qué se había escondido Kui en el invernadero?

6) ¿La bruma verde era una mera alucinación subjetiva, una creación de la mente de Croxted, o la había visto realmente?

Hasta que estas preguntas tuvieran una respuesta satisfactoria, no era posible seguir avanzando. Nayland Smith admitió con franqueza que aquello le sobrepasaba. «Parece más un caso para los aficionados a la investigación psíquica que para un vulgar funcionario, con destino en Mandalay», había dicho aquella misma mañana.

—Sir Lionel Barton cree realmente que al abrir el féretro del sacerdote egipcio se han puesto en marcha los poderes sobrenaturales. Yo, aunque creyese lo mismo, seguiría manteniendo que quien controla esos poderes es el doctor Fu-Manchú. Piénselo usted y verá si podemos llegar a algún punto común. No trabaje tanto en torno a la bruma verde como sobre los hechos que tenemos seguros.

Empecé a vaciar mi pipa en el cenicero, y me detuve con ella en la mano. La casa estaba en completa calma porque mi patrona y los pocos criados habían salido.

Me pareció que, por encima del ruido de un coche que pasaba, había oído abrirse la puerta del vestíbulo. Me senté para escuchar con atención los ruidos del silencio. No pude detectar el menor sonido. Deslicé la mano en el cajón de la mesa, cogí el revólver, y me levanté.

Percibí un ruido. ¡Alguien o algo subía las escaleras en la oscuridad!

Familiarizado ya con los sistemas fantasmales que empleaba el doctor chino, sentí el impulso de saltar sobre la puerta, cerrarla y echar la llave. Pero el ruido sospechoso procedía ahora de las inmediaciones mismas de la puerta parcialmente abierta. No me daba tiempo de cerrarla; y conociendo alguno de los horrores que Fu-Manchú manejaba, no tuve valor para abrirla. El corazón me saltaba enloquecido y esperé con los ojos puestos en aquella franja de oscuridad y en sus terroríficas posibilidades… Esperé lo que tuviera que venir. Pasaron en silencio tal vez doce segundos.

—¿Quién está ahí? —grité—. ¡Conteste o disparo!

—¡Oh, no! —Me llegó una voz suave, musical—. Deje esa pistola. ¡Deprisa! Tengo que hablar con usted.

Se abrió la puerta y entró una figura esbelta vestida con una capa de noche con caperuza.

Mi mano descendió y quedé allí, incapaz de hablar, contemplando los maravillosos ojos oscuros del mensajero del doctor Fu-Manchú, de su esclava, si había que dar crédito a sus palabras. Aquella chica, cuya relación con el doctor era uno de los misterios más profundos del caso, había arriesgado en dos ocasiones no podría decir qué —un castigo inimaginable, quizá— para salvarme de la muerte; en ambos casos de una muerte terrible. ¿A qué vendría ahora?

Allí estaba, sujetando la capa sobre su cuerpo, con los labios entreabiertos y mirándome con sus grandes ojos apasionados.

—Cómo… —empecé.

Movió la cabeza con impaciencia.

—Él tiene un duplicado de la llave de esta casa —fue su sorprendente declaración—. Nunca antes había traicionado un secreto de mi amo, pero debe hacer cambiar la cerradura.

Se acercó y dejó reposar sus manos delgadas sobre mis hombros, con agradable confianza.

—He vuelto para pedirle que me aparte de él —dijo simplemente.

Y alzó su rostro hacia mí.

Sus palabras hicieron sonar en mi corazón un acorde cantarín de extraña armonía, una música tan tosca que, francamente, me dio vergüenza que me pareciera armoniosa. ¿He dicho ya que era una mujer hermosa? Es imposible dar una imagen completa de ella. La piel pura y clara, los ojos como la noche aterciopelada de Oriente, sus labios rojos temblando ante la proximidad de los míos… Era la criatura más encantadoramente seductora que había visto nunca. En aquel momento electrizante mi corazón se llenó de simpatía por cualquier hombre que en cualquier lugar hubiera cambiado el honor, la patria, todo… por el beso de una mujer.

—Procuraré darle la protección adecuada —dije con firmeza, pero mi voz no era en realidad mía—. Es completamente absurdo hablar de esclavitud aquí, en Inglaterra. Es usted una persona libre, si no, no estaría aquí ahora. El doctor Fu-Manchú no puede controlar todos sus actos.

—¡Ah! —exclamó echando la cabeza hacia atrás con ironía, y liberando una nube de cabellos entre cuya suavidad relucía una diadema de piedras—. ¿No? ¿No puede? ¿No sabe lo que significa ser esclavo? Aquí, en su Inglaterra libre saben lo que significa: la razzia, el viaje por el desierto, los látigos de los conductores, la casa del negrero, la vergüenza… ¡Bah!

¡Qué hermosa estaba en su indignación!

—¿La esclavitud es rechazada, es eso lo que usted imagina? ¿No cree que hoy —hoy— veinticinco soberanos bastan para comprar una muchacha galla, que es de color, y doscientos cincuenta una circasiana, que es blanca? ¡No hay esclavitud! ¡Eso se cree! ¿Qué soy yo entonces?

Abrió su capa y tuve que frotarme los ojos para saber si soñaba o no. Porque debajo llevaba un vestido de gasa finísima que marcaba las líneas perfectas de su esbelta figura; llevaba un ceñidor de pedrería y ornamentos exóticos; era una imagen salida del jardín cerrado de Estambul, una imagen sorprendente e incomprensible en el recinto prosaico de mis habitaciones.

—Esta noche no he tenido tiempo de vestirme como una señorita inglesa —dijo, volviendo a cerrar rápidamente la capa—. Me ve usted como soy.

De su persona emanaba un suave perfume que me recordó otro encuentro que había tenido con ella. La miré a los ojos desafiantes.

—Lo que me pide no es más que un pretexto —dije—. ¿Por qué guarda usted los secretos de ese hombre cuando significan la muerte de tantos?

—¡Muerte! He visto a mi propia hermana morir de fiebre en el desierto, he visto cómo la dejaban tirada como carroña en un pozo en la arena. He visto azotar a los hombres hasta que suplicaban el descanso de la muerte. He sentido el azote en mí misma. ¡La muerte! ¿Qué importa eso?

Me conmovió más de lo que puedo expresar. Envuelta en su capa, sin nada más que aquel ligero acento que la traicionara, era terrible escuchar aquellas palabras a una joven que, a no ser por el singular carácter de su belleza, podía haber sido una europea cultivada.

—Déme pruebas, entonces, de que de veras desea abandonar el servicio de ese hombre. Dígame cómo murieron Strozza y el chino Kui —dije.

Se encogió de hombros.

—Eso no lo sé. Pero si usted me libera —se aferró a mí, nerviosa— estaré en sus manos; enciérreme para que no pueda escapar, pégueme si quiere; le contaré todo lo que sé. Mientras él sea mi amo, nunca le traicionaré. Sepáreme de él por la fuerza, ¿comprende?, por la fuerza, y mis labios ya no estarán sellados. ¡Ah!, pero usted no comprende nada con sus «autoridades competentes» y su policía. ¡Policía! Bueno, ya he dicho bastante.

Empezó a sonar el reloj al otro lado de la plaza. La chica se sobresaltó y puso otra vez las manos sobre mis hombros. En sus negras pestañas rizadas destellaban las lágrimas.

—No me comprende —susurró—. ¡Oh, si comprendiese usted y me liberase de él! Ahora tengo que irme. Ya he estado demasiado tiempo. Escúcheme, váyase de aquí sin perder ni un segundo. Quédese fuera, en un hotel, donde le parezca, pero no aquí.

—¿Y Nayland Smith?

—¿Qué me importa a mí ese Nayland Smith? ¡Ah! ¿Por qué no quita usted el sello que cierra mis labios? Está en peligro, ¿me oye? ¡En peligro! Váyase de aquí esta misma noche.

Dejó caer las manos y salió corriendo de la habitación. Al llegar a la puerta se volvió, y dio un pisotón con rabia.

—Tiene manos y brazos —gritó—, y me deja marchar. Está avisado, pues; escape de aquí… —se interrumpió con algo que sonó como un sollozo.

No hice movimiento alguno para retener a la bella cómplice del archiasesino Fu-Manchú. Oí sus pasos ligeros bajar las escaleras, la oí abrir y cerrar la puerta, aquella puerta que no detendría al doctor Fu-Manchú. Quedé inmóvil en el mismo sitio en que se había separado de mí y allí seguía cuando sonó una llave en la cerradura y llegó corriendo Nayland Smith.

—¿La ha visto? —empecé.

Pero su cara me demostró que no y le conté rápidamente la extraña visita, sus palabras y sus advertencias.

—¿Cómo puede haber atravesado Londres con ese vestido? —exclamé sorprendido—. ¿De dónde vendría?

Smith se encogió de hombros y se puso a llenar de picadura su pipa de brezo.

—Puede haber venido en coche o en taxi —dijo—, y sin lugar a dudas venía directamente de casa de Fu-Manchú. Debió retenerla, Petrie. Es la tercera vez que dejamos que se nos escape.

—Smith —repliqué—, no podía. Vino por su propia voluntad para avisarme. Me deja impotente.

—¿Porque se da cuenta de que está enamorada de usted? —sugirió, y rompió a reír con una de sus raras risas cuando vio que se me enrojecían las mejillas—. Lo está, Petrie, ¿por qué pretender que no se nota? Usted no conoce la mentalidad oriental como yo, pero yo comprendo perfectamente la postura de la chica. Tiene miedo de las autoridades inglesas, pero aceptaría ser capturada por usted. Si la cogiese por los pelos, la metiese en una bodega, le chillase, la golpease con un látigo, le contaría todo lo que sabe y salvaría su extraña conciencia oriental alegando que había sido obligada a hablar. No bromeo, le aseguro que es así. Y además, le adoraría a usted por su salvajismo, lo admiraría por su fuerza y su brutalidad.

—Sea serio, Smith —dije—. Sabe lo que significa su advertencia.

—Creo que sé lo que significa —exclamó—. ¿Y eso?

Alguien llamaba con furia al timbre.

—¿No hay nadie en casa? —dijo mi amigo—. Iré yo. Creo que sé quién es.

Al poco rato, volvió trayendo un gran paquete cuadrado.

—De Weymouth —explicó—, por un propio. Lo dejé en los muelles y quedamos en que me enviaría cualquier cosa interesante que encontrase. Esto deben de ser fragmentos de la momia.

—¿Qué? ¿Piensa que sustrajeron la momia?

—Sí; en el puerto. Estoy seguro. Y que cuando el sarcófago llegó a Rowan House había alguna otra cosa dentro. Un sarcófago, según tengo entendido, es prácticamente hermético, así que el tapón de goma tenía una función muy clara: ventilación. Quién era y cómo mató a Strozza no lo he descubierto todavía.

—Ni tampoco cómo escapó del estudio, que estaba cerrado. ¿Y qué me dice de la bruma verde?

Nayland Smith abrió las manos con su gesto característico.

—La bruma verde, Petrie, puede explicarse de varias maneras. Recuerde que no tenemos más prueba de su existencia que la palabra de un hombre. Como mucho, es un dato confuso al que no hay que atribuir excesiva importancia.

Arrojó el envoltorio al suelo y tiró del lazo del bramante que había en la tapa de la caja, ahora sobre la mesa. La tapa se abrió de golpe y arrastró con ella una lámina de plomo, semejante a la de las latas de té, parcialmente sujeta a un lado de la caja de modo que al quitar la tapa se alzase e inclinase a la vez.

Después sucedió algo muy especial.

Por encima de la mesa empezó a esparcirse una especie de nube amarillo-verdosa, un vapor oleoso; y una inspiración, no otra cosa, me trajo a la memoria algunas de las palabras de mi bella visitante.

—¡Corra, Smith! —grité—. ¡Hacia la puerta! ¡Hacia la puerta, por lo que más quiera! ¡La caja la ha mandado Fu-Manchú!

Me eché sobre él porque, al inclinarse, el movedizo vapor le llegaba casi a la nariz. Le empujé hacia atrás y le arrastré al pasillo. Entramos en mi dormitorio y allí, cuando encendí la luz, vi que la cara bronceada de Smith tenía un tono desencajado, casi pálido.

—¡Es un gas venenoso! —dije sin aliento—. Muy parecido al cloro, pero con algunas propiedades específicas que le hacen ser otra cosa… ¡Sólo Fu-Manchú debe de saber qué es! Los gases de cloro producen la muerte de muchos trabajadores que manejan polvos de gas; hemos estado ciegos, especialmente yo. ¿No se da cuenta? No había nadie en el sarcófago, Smith, ¡lo que había era suficiente cantidad de este vapor espantoso para haber asfixiado a un regimiento!

Smith apretó los puños convulsivamente.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Cómo podemos esperar llegar a algo contra el autor de un plan como este? Ya lo entiendo todo. No pensó que el sarcófago fuera a volcarlo nadie, y la misión de Kui era quitar el tapón con ayuda de la cuerdecita… después de que hubiera muerto sir Lionel. Supongo que el gas es más pesado que el aire.

—El peso específico del cloro es de 2,470 —dije—, dos veces y media más pesado que el aire. Se puede trasvasar de un jarro a otro como un líquido llevando una mascarilla adecuada. Los puntos en que difieren no nos interesan. El sarcófago habría ido vaciándose por el respiradero y el gas se habría dispersado, con lo que no hubiera quedado ninguna pista, excepto el olor peculiar.

—Noté el olor en el tapón de goma, Petrie, pero, claro, no me era conocido. ¿Recuerda que usted no llegó a olerlo porque llegó sir Lionel? Y también el perfume de esas flores del demonio lo disimulaba. El pobre Strozza inhaló el gas, derribó la caja al caer y todo el gas…

—Se extendió hacia la puerta del invernadero, pasó por debajo, y descendió las escaleras donde estaba Kui agazapado. Cuando Croxted rompió la ventana, se produjo una corriente que dispersó lo poco que quedaba. Ahora el gas debe de haberse depositado en el suelo. Iré y abriré las dos ventanas.

Smith me miró con cara de espanto.

—Es evidente que hizo más de lo necesario para despachar a sir Lionel Barton —dijo—, y desdeñosamente (¿toma nota de la actitud, Petrie?), desdeñosamente, decidió hacerme llegar a mí el excedente, las sobras. Su desdén está más que justificado. Soy como un niño que quiere pelear con un gigante mental y ganarle. Si el doctor Fu-Manchú ha fracasado ya dos veces, no se puede decir que haya sido por mi inteligencia.