Con la llegada de las primeras luces, Eltham, Smith y yo comprobamos con todo detalle las alarmas eléctricas. Estaban en perfecto estado. Se hacía cada vez más incomprensible cómo podía haber entrado y salido nadie de Redmoat durante la noche. La cerca de alambre de espino estaba intacta, sin señales de haber sido manipulada.
Smith y yo decidimos examinar exhaustivamente la zona de arbustos.
En el punto donde había sido encontrado el perro, a unos cinco pasos al oeste del haya, las hierbas y malezas estaban aplastadas y los laureles y rododendros mostraban señales de la lucha, pero no pudimos hallar rastro de huellas humanas.
—El terreno está seco —dijo Smith—. No podemos esperar demasiado.
—En mi opinión —dije yo—, alguien trató de terminar con César porque su presencia es peligrosa. Y el perro, enfurecido, se soltó.
—Eso mismo pienso yo —confirmó Smith—. Pero ¿cómo pudo llegar hasta aquí esa persona? ¿Y cómo pudo escapar una vez que se libró del perro? Estoy dispuesto a admitir la posibilidad de que alguien se cuele durante el día, mientras están abiertas las verjas, y permanezca escondido hasta la noche. Pero ¿cómo diablos se las arregla para salir? Tiene que tener cualidades de pájaro.
Me acordé de las confidencias de Greba Eltham y recordé a mi amigo la descripción que me había dado de la cosa que había visto pasar hacia aquella zona maldita de arbustos.
—Especular en esa dirección nos haría perder la serenidad, Petrie —me dijo—. Vamos a atenernos a lo que entendemos y quizás eso nos ayude a hacernos una idea más clara de lo que resulta incomprensible por el momento. Veo el asunto de la siguiente manera:
»Uno, Eltham decide en un arrebato regresar al interior de China y un amigo importante de allí le aconseja que se quede en Inglaterra.
»Dos, sé que ese personaje es uno de los miembros del grupo oriental que representa en Inglaterra el doctor Fu-Manchú.
»Tres, varios intentos, de los que no sabemos demasiado, de llegar hasta Eltham se frustran, presumiblemente a causa de sus curiosas “defensas”. El del tren fracasa porque a la señorita Eltham no le gusta el café que sirven en la cafetería. Otro, aquí, porque la chica no puede dormir.
»Cuatro, durante la ausencia de Eltham de Redmoat, se hacen ciertos preparativos en espera de su regreso. Esos preparativos producen:
»a) la muerte del perro collie de Denby;
»b) las cosas que vio y oyó la señorita Eltham;
»c) las cosas que vimos y oímos todos anoche.
»De modo que nuestra preocupación más inmediata debe ser aclarar lo incluido en el cuarto punto, es decir: la naturaleza de los preparativos llevados a cabo. El objeto principal de esos preparativos era permitir el acceso de alguien al dormitorio de Eltham. Los demás incidentes son nimios. Era necesario librarse de los perros, por ejemplo; y no cabe duda de que el insomnio de la señorita Eltham fue fundamental para salvar a su padre.
—Pero ¿de quién, de qué? Por todos los santos, ¿de qué?
Smith lanzó una mirada hacia las sombras salpicadas de luz.
—De la visita de alguien… Tal vez del propio Fu-Manchú —dijo con voz ahogada—. Confío en que nunca lleguemos a saber el objeto de tal visita, porque eso significaría que habían podido llevarla a cabo.
—Smith —dije—, no le entiendo muy bien; pero ¿cree que hay alguna imprevisible criatura oculta aquí, por alguna parte? Sería muy propio de nuestro Fu-Manchú…
—Empiezo a sospechar que quien está aquí oculto es la más impresionante criatura de todo el mundo conocido: ¡creo que el propio Fu-Manchú está escondido en el recinto de Redmoat!
En ese momento, nuestra conversación se vio interrumpida por Denby, que vino a comunicarnos que había explorado el foso, la carretera y la orilla del arroyo, pero que no había encontrado huellas de pisadas ni pista alguna.
—Creo que nadie salió anoche de Redmoat —dijo. En su voz podía percibirse el miedo.
El día avanzaba lentamente. Un grupo de nosotros recorrió las inmediaciones en busca de huellas de algún extraño, examinando con cuidado hasta el último palmo de las ruinas romanas. Pero todo fue en vano.
—¿No cree que nuestra presencia aquí pueda inducir a Fu-Manchú a abandonar sus planes? —pregunté a Smith.
—No lo creo, no —replicó—. A menos que logremos convencerle, Eltham embarcará dentro de quince días, de manera que el doctor no tiene tiempo que perder. Y además tengo la impresión de que sus preparativos son de unas características que hacen que tengan que seguir adelante. Naturalmente, si se le presenta la ocasión puede dar un rodeo para asesinarme a mí… Pero sé por experiencia que no permite que nada interfiera sus planes.
Hay pocas cosas, creo, que produzcan tanto desgaste nervioso como la espera de la calamidad inexorable.
El presentimiento, sea de alegrías o de dolores, es siempre más agudo que la vivencia de la sensación que anuncia; pero aquel esperar en la inactividad el golpe que sabíamos perfectamente bien que se abatiría en algún momento sobre Redmoat era algo superior, a juzgar por la tensión a la que se veía sometido nuestro sistema nervioso, a cualquier otra cosa que hubiera experimentado antes.
Me sentía como una de las víctimas destinadas a los altares aztecas, con el cuchillo de obsidiana amenazando mi corazón…
Nos rodeaban fuerzas ocultas y malignas; fuerzas contra las que no había protección. Y a pesar de lo pavoroso que fue, me pareció un alivio que se desencadenase tan pronto el drama. Se produjo súbitamente y allí, en aquella pacífica mansión de Norfolk, nos vimos enzarzados en la lucha con uno de los más horrorosos misterios de los que envolvían siempre las operaciones del doctor Fu-Manchú. Antes de que nos diésemos cuenta, lo teníamos encima. En los dramas de la vida real no hay músicas anunciadoras.
Al caer la tarde, estábamos sentados en la terraza. Recuerdo que la paz del ambiente me hizo pensar que debíamos de estar próximos a algún suceso trágico. César, que se había comportado como un paciente de lo más dócil durante todo el día, empezó a aullar. Vi que Greba Eltham se estremecía.
Busqué la mirada de Smith y estaba a punto de proponer que pasásemos al interior de la casa cuando la reunión se interrumpió de la forma más turbulenta. Imagino que la presencia de la muchacha fue lo que impulsó a Denby a su temeraria acción, el deseo de hacerse notar; pero, recordándolo luego, su mirada apenas se había apartado de los arbustos desde que comenzara a oscurecer —sólo cuando buscaba los ojos de ella— y, de repente, se puso en pie de un salto, derribando la silla, y se lanzó hacia los árboles a través del prado.
—¿Lo han visto? —gritó—. ¿Lo han visto?
Llevaba revólver, evidentemente. Sonó un disparo desde el borde de la maleza y, con su relámpago, vimos a Denby con el arma levantada.
—Greba, entra y cierra bien las ventanas —gritó Eltham—. Señor Smith, vaya usted por el lado oeste. Usted por el este, doctor Petrie. Edwards, Edwards… —y corrió sobre la hierba con la movilidad nerviosa de un gato.
Yo salí en dirección opuesta y oí la voz del jardinero desde la verja de abajo. Comprendí el plan de Eltham: se trataba de rodear la zona de arbustos.
Del espeso corazón de la enramada surgieron otros dos relámpagos, otras dos detonaciones. Luego se oyó un fuerte grito —de Denby, creo—, y otro más, amortiguado.
Siguió un silencio, roto solamente por los aullidos del mastín.
Corrí entre los rosales, salté sin detenerme sobre un arriate de geranios y heliotropo y me metí entre los arbustos, bajo los olmos. A la izquierda, oía gritar a Edwards y la voz de Eltham que le respondía.
—¡Denby! —grité; y, de nuevo, más fuerte—: ¡Denby!
Pero se hizo otra vez el silencio.
Redmoat estaba ya envuelto en la oscuridad aunque mis ojos se habían ido acostumbrando a la falta de luz durante el rato que pasamos sentados en la terraza y podía ver bastante bien lo que tenía delante. Sin atreverme a pensar en lo que podía acechar encima, debajo y alrededor de mí, me introduje en medio de la espesura.
—¡Vernon! —me llegó la voz de Eltham desde un lado.
—Váyase más a la izquierda, Edwards —oí que gritaba Nayland Smith justo enfrente de mí.
Una vaga e indescriptible sensación de desastre inminente me embargaba. Me abrí paso a través de una mancha gris que señalaba un claro en la techumbre de olmos. Al llegar junto al haya, casi caí sobre Eltham. Apareció Smith y, finalmente, el jardinero Edwards surgió por detrás de un gran rododendro y completó la partida.
Nos quedamos completamente en silencio unos instantes. Una leve brisa susurró entre las hojas del haya.
—¿Dónde está?
No recuerdo quién dijo esas palabras; estaba demasiado excitado para fijarme en ello. Después, Eltham empezó a llamarlo a gritos.
—¡Vernon! ¡Vernon! ¡Vernon!
La voz se hacía más aguda a cada repetición. Había algo de horripilante en aquellas llamadas inútiles bajo el haya rumorosa, entre aquellos arbustos que encubrían sólo Dios sabe qué.
De detrás de la casa llegó la débil respuesta de César.
—¡Deprisa! ¡Luces! —exclamó Smith—. ¡Saquen todas las lámparas que tengan!
Arrancamos, sorteando laureles y aligustres, cruzamos el prado en desordenada formación. Eltham estaba pálido como un cadáver, los dientes apretados. Su mirada se cruzó con la mía.
—¡Que Dios me perdone! —dijo—. ¡Esta noche podría matar a quien fuera!
Era un hombre hecho de extraños contrastes.
Pareció una eternidad el tiempo que tardamos en encontrar las linternas. Pero, al fin, volvimos al jardín y a los arbustos. Había pasado un corto espacio de tiempo y nos bastaron diez minutos más para explorar toda la zona, que no era demasiado grande. Encontramos el revólver, pero no a él… ni a nadie.
Cuando estuvimos nuevamente en el prado pensé que nunca había visto a Smith tan agobiado de inquietud.
—¿Qué podríamos hacer, cielo santo? —murmuró—. ¿Qué significado tiene todo esto?
No esperaba respuesta, porque ninguno podía dársela.
—¡A buscar! ¡Por todas partes! —dijo roncamente Eltham.
Corrió hacia los rosales y empezó a golpear entre las flores como un loco, llamando en voz baja:
—¡Vernon! ¡Vernon!
Estuvimos buscando cerca de una hora. Registramos hasta el último palmo de todo el recinto circundado por la alambrada, según creo, pero no descubrimos ni el menor rastro. La señorita Eltham apareció en medio de la confusión y se unió a nosotros en la frenética búsqueda. Algunos de los criados participaban también.
El grupo que se reunió finalmente en la terraza era un grupo ganado por el terror y el espanto. Uno tras otro nos fuimos dando por vencidos. Sólo Eltham y Smith continuaban. Luego, volvieron juntos, después de examinar las escaleras de la verja de abajo.
Eltham se dejó caer en una silla rústica y hundió la cabeza entre las manos.
Nayland Smith paseaba arriba y abajo como un animal recién enjaulado, rechinando los dientes y tirándose del lóbulo de la oreja.
Asaltado por una idea repentina, o empujado a la acción por sus pensamientos tumultuosos, buscó una linterna y caminó rápidamente, silencioso, sobre la hierba, en dirección una vez más a la zona del jardín y los arbustos. Me levanté y fui tras él. Imagino que se le ocurrió la idea de intentar coger por sorpresa a quienquiera que se ocultase allí. A quien sorprendió fue a sí mismo y a todos nosotros.
Porque, justo al llegar al borde, dio un traspiés y cayó al suelo. Corrí hacia él.
¡Había caído sobre el cuerpo de Denby, que yacía allí!
Pero Denby no estaba en aquel lugar unos minutos antes y no me atrevo ni a conjeturar cómo era posible que ahora apareciese allí. El reverendo Eltham se unió a nosotros, dejó escapar un sollozo breve, seco, y se dejó caer de rodillas. Luego, cargamos el cuerpo de Denby y lo llevamos a la casa, acompañados por la marcha fúnebre de los aullidos del mastín.
Lo depositamos sobre la hierba, en el plano inclinado que partía de la terraza. Nayland Smith tenía una terrible expresión de inquietud en la cara. Pero el horror desnudo que aquel suceso le inspiraba le inspiró también una idea que, de haberla concebido un poco antes, hubiera salvado a Denby. Se volvió súbitamente hacia Eltham y bramó con una voz que se debía de oír incluso más allá del río.
—¡Por todos los diablos! ¡Somos imbéciles! ¡Suelten el perro!
—Pero el perro… —empecé yo.
Smith me puso la mano sobre la boca.
—Ya sé que está herido —susurró—, pero si hay algo humano oculto por allí, el perro nos lo descubrirá. Si hubiera un hombre, ¡saldrá volando! ¿Cómo no se nos ocurriría antes? ¡Qué idiotas! ¡Imbéciles!
Levantó de nuevo el tono de voz.
—Llévelo con la correa, Edwards. Nos servirá de guía.
El sistema dio resultado.
Apenas había iniciado Edwards la marcha conducido por el perro cuando los timbres de alarma empezaron a sonar en la casa.
—¡Esperen! —exclamó Eltham; y se precipitó dentro a toda prisa.
Al cabo de un instante estaba otra vez fuera, y sus ojos brillaban con intensidad.
—¡Encima del foso! —jadeó, y todos salimos en masa al borde de los árboles.
La zona del foso estaba oscura, pero no tan oscura como para no poder ver una estrecha escalera de cañas de bambú y torzal de seda que colgaba de dos ganchos puestos en la alambrada de cuatro metros de altura. No se oía nada.
—¡Ha salido! —gritó Eltham—. ¡Por la escalera!
Corrimos hasta agotar nuestras fuerzas. Eltham corría más que nadie. Quitó como una furia barras y cerrojos y como una furia se precipitó a la carretera, recta y blanca, señalando el acceso a las ruinas romanas. Pero no se veía ningún bicho viviente por ella. Los ladridos distantes del perro era lo único que llegaba a nuestros oídos.
—¡Maldición! ¡Está cojo! —explotó Smith—. Y sin él, ¡es como perseguir a una sombra!
Pocas horas más tarde, los arbustos nos descubrieron su secreto, un secreto bastante sencillo: una cuba grande metida en un pozo y cubierta por un laurel sujeto a la parte superior, móvil, disimulada también con hierbas y hojas. Cerca del cierre había una vara fina de bambú con un gancho en el extremo, evidentemente destinada a colgar la escalera.
—Lo que la señorita Eltham vio fue el extremo de esta escalera —dijo Smith— cuando alguien la arrastraba detrás de sí la noche que le interrumpió mientras estaba en el dormitorio de su padre. Tanto él como quien le acompañase entraron, evidentemente durante el día, mientras Eltham estaba en Londres, trayendo preparada la cuba y todo lo necesario. Se escondieron en algún lugar —probablemente entre los arbustos—, y durante la noche construyeron el escondrijo. La tierra sobrante de la excavación la colocarían en los macizos del jardín, y el laurel postizo lo traerían ya preparado. El problema de entrar no era demasiado grande, como ven. Pero, a causa de las «defensas» era imposible, al menos cuando Eltham estaba en casa, salir después de anochecer. Por tanto era fundamental para los propósitos de Fu-Manchú disponer de una base de trabajo en el interior de Redmoat. Su sirviente —porque necesitaría ayudantes— debe de haber estado oculto en el exterior, Dios sabe dónde. Durante el día podían entrar o salir por las verjas, como sabemos.
—¿Cree usted que era el propio doctor?
—Es muy posible. ¿Quién más puede tener unos ojos como los que vio anoche la señorita Eltham desde su ventana?
Quedaba por saber la naturaleza de los planes que Fu-Manchú tenía previstos para evitar el viaje de Eltham a China. Y eso lo supimos por Denby. Porque Denby no estaba muerto.
Era fácil suponer que había tropezado con el maligno visitante a la entrada de su madriguera, que había sido golpeado (según todas las apariencias con una saca de arena) e introducido en el escondrijo al que se debía de haber acercado lo suficiente como para que resultase peligroso moverlo junto al laurel sin descubrirlo. Lo más rápido, pues, había sido meterlo dentro. Una vez terminada nuestra búsqueda por la zona, habían sacado su cuerpo hasta el límite del prado, donde lo encontramos.
No imagino por qué le habían perdonado la vida, pero se habían ocupado de que no recuperase el conocimiento y descubriese el secreto del escondite. El truco de dejar al mastín suelto había terminado con la presencia del indeseable huésped dentro de Redmoat.
Denby se recuperó muy lentamente e incluso, mientras convalecía, no pudo añadir ningún dato más a los que ya habíamos obtenido porque, ¡se había quedado sin memoria!
En mi opinión, y en la de varios especialistas consultados, no era debido al golpe en la cabeza, sino a la presencia, ligeramente por debajo y a la derecha de la primera curva cervical de la columna, de una diminuta marca, causada sin lugar a dudas por una jeringuilla hipodérmica. Así, inconscientemente, Denby nos proporcionó el último eslabón de la cadena: no cabía duda de que ese era el medio que Fu-Manchú había ideado para borrar de la cabeza del reverendo Eltham sus planes de volver a Ho-Nan.
La naturaleza del fluido capaz de producir tales síntomas mentales era un misterio. Un misterio que sobrepasaba los conocimientos de la ciencia occidental, uno de los muchos secretos extraños del doctor Fu-Manchú.