No recuerdo en qué orden nos dirigimos hacia la sala de estar. Pero llegué el primero a la puerta y vi a la señorita Eltham caída junto a los postigos.
Estos estaban cerrados con pestillo, y la muchacha yacía en la glorieta que formaban. Me incliné sobre ella. Nayland Smith estaba a mi lado.
—Tráigame el maletín —dije—. Se ha desmayado. Nada serio.
Su padre, pálido y desencajado, revoloteaba a mi alrededor murmurando incoherencias, pero logré tranquilizarlo; su gratitud fue casi patética cuando, tras administrar a la chica un tónico corriente, suspiró con un estremecimiento y abrió los ojos.
No permití que la interrogasen de inmediato, y se retiró a sus habitaciones del brazo de su padre.
Unos quince minutos después, me llegó su mensaje. Seguí a la doncella hasta una curiosa salita octogonal donde me encontré ante Greba Eltham. La luz de las velas acariciaba las curvas suaves de su rostro y se reflejaba en las ondas de sus abundantes cabellos castaños.
Una vez que contestó a mi primera pregunta, pareció dudar, sumida en una gran confusión.
—Estamos ansiosos por saber qué fue lo que la alarmó, señorita Eltham.
Se mordió el labio y miró con aprensión hacia la ventana.
—Tengo hasta miedo de decírselo a mi padre —empezó con rapidez y a trompicones—. Va a pensar que son imaginaciones mías; pero usted ha sido tan amable, doctor Petrie… ¡Fueron unos ojos verdes! ¡Oh! ¡Me miraban desde las escaleras del prado! Y brillaban como unos ojos de gato.
Aquellas palabras instalaron en mi pensamiento la sospecha del enigma.
—¿Está completamente segura de que no era un gato, señorita?
—Los ojos eran demasiado grandes, doctor Petrie. Había algo terrorífico en ellos. ¡Me siento como una idiota por haberme desmayado dos veces en dos días! Pero supongo que estoy afectada por la tensión. Mi padre cree —iba dejándose llevar encantadoramente por la necesidad de hacer confidencias, como tantas veces sucede a las mujeres cuando están ante un médico de tacto— que aquí encerrados estamos a salvo de… de lo que quiera que nos amenace… —Noté con preocupación que se le repetía el estremecimiento nervioso—. Pero estoy segura de que desde que regresamos ¡hay alguien más en Redmoat!
—¿Qué quiere usted decir, señorita Eltham?
—¡Oh! No sé muy bien lo que quiero decir, doctor Petrie. ¿Qué quiere decir todo esto? Vernon me ha explicado que hay un chino espantoso que pretende matar al señor Nayland Smith. Pero si ese mismo hombre quiere matar a mi padre, ¿por qué no lo ha hecho ya?
—Temo que no la entiendo bien.
—Claro, perdóneme. Pero… el hombre del tren: ¡podía habernos matado a los dos con mucha facilidad! Y, anoche, había alguien en la habitación de mi padre.
—¿En su habitación?
—No podía dormirme y oí algo que se movía. Mi dormitorio está al lado del suyo. Golpeé en la pared y desperté a mi padre. No había nada; así que le dije que lo que me había asustado era el aullido del perro.
—Pero ¿cómo hubiera podido entrar alguien en su habitación?
—No tengo ni idea. Pero estoy segura de que había un hombre.
—Señorita Eltham, me está usted alarmando. ¿Sospecha de alguien?
—Va a pensar que soy una tonta y una histérica, pero mientras mi padre y yo estuvimos fuera de Redmoat es posible que las precauciones habituales se hayan dejado un poco de lado. ¿Hay algún ser, de grandes proporciones, que pudiera escalar la pared hasta la ventana? ¿Sabe qué puede ser algo con un cuerpo largo y delgado?
No respondí de momento, estudiando la bonita cara de la muchacha, sus ojos ansiosos, de un azul grisáceo, bien abiertos y fijos en los míos. No tenía aspecto de neurótica con aquella piel clara y aquel cuello besado por el sol; los brazos, saludablemente bronceados por el aire del campo, eran redondos y firmes y tenía el aire de una joven Diana, sin asomo de esa languidez anémica que favorece los sueños morbosos. Estaba asustada, sí, pero ¿quién no lo estaría? La sola creencia de que esa cosa estuviera en Redmoat, sin contar con la aparición de los ojos verdes, bastaba para destrozar los nervios de cualquiera.
—¿Ha visto usted ese ser, señorita Eltham?
Dudó otra vez, miró al suelo y apretó las yemas de los dedos de ambas manos.
—Cuando papá se despertó y quiso saber por qué había llamado, miré por la ventana. La luz de la luna dejaba la mitad del prado en sombra, y justo desaparecía en esa sombra algo… algo de color pardo, dividido en secciones.
—¿De qué forma y de qué tamaño?
—Iba tan deprisa que no me pude hacer una idea de la forma, pero ¡vi por lo menos dos metros deslizarse por la hierba!
—¿Y oyó algo?
—Unos crujidos entre los arbustos, y después, nada.
Buscó mis ojos, expectante. Su confianza en mi poder de comprensión y en mi simpatía resultaba gratificante, aunque sabía bien que mi posición era simplemente la de un confesor.
—¿Tiene alguna idea —dije— de por qué se despertó usted en el tren ayer y su padre no?
—Habíamos tomado un café en la cafetería que, seguramente, tenía alguna droga. Yo apenas lo probé, porque sabía muy mal; pero papá es un viajero curtido y se bebió la taza entera.
La voz del reverendo Eltham llamó desde abajo.
—Doctor Petrie —dijo la chica rápidamente—, ¿qué cree que quieren hacerle?
—¡Ah! —repliqué—. ¡Ojalá lo supiera!
—¿Pensará en lo que le he contado? Porque le juro que hay algo aquí, en Redmoat, ¡algo que entra y sale a pesar de las «fortificaciones» de mi padre! Dios sabe que es verdad, y César, también. Escúchelo. Pega tales tirones a su cadena que no me explico cómo no la rompe.
Bajamos las escaleras acompañados del espectral aullido del mastín y de los ruidos metálicos de la cadena de la que tiraba con todo su peso.
Por la noche, decidí acercarme a la habitación de Smith, que la recorría con sus habituales paseos, hablando y fumando.
—Eltham tiene amigos influyentes en China —dijo—, pero no se atreven a tenerlo en Nan-Yang. ¡Conoce el país tan bien como Norfolk y podría ver cosas!
»Supongo que sus precauciones han confundido al enemigo. El atentado del tren indica su ansiedad por no perder ninguna oportunidad. Pero mientras Eltham estuvo ausente (por cierto: recogiendo sus alarmas en Londres), ellos estaban aquí preparando bien las cosas. En caso de que no se les ofreciese ninguna oportunidad antes de su regreso, se prepararon para tenerla aquí.
—Pero ¿cómo, Smith?
—Ese es el misterio. Pero el perro muerto entre los arbustos es muy significativo.
—¿Piensa que hay realmente un emisario de Fu Manchó dentro de Redmoat en estos momentos?
—Es imposible, Petrie. No piense usted en pasadizos secretos y demás, porque no los hay. No hay ni un nido de ratones que no esté controlado; y es imposible hacer un túnel por debajo del foso, puesto que la casa se alza sobre una masa sólida de albañilería romana, un antiguo campamento de tiempos de Adriano. He visto un plano antiguo del priorato de Round Moat, como se llamaba antes. No hay más entrada y salida que la de las escaleras, así que, ¿cómo mataron al perro?
Di unos golpecitos a mi pipa contra una de las barras de la parrilla.
—Estamos metidos en un lío —dije.
—Siempre estaremos en él —repuso Smith—. No corremos más peligro en Norfolk que en Londres, pero ¿qué pretenden hacer? El hombre del tren con el maletín de instrumentos… ¿qué instrumentos? Luego, esta noche, la aparición de esos ojos verdes. ¿Podrían ser los ojos de Fu-Manchú? ¿Acaso hay algo especialísimo, acaso esperan algo tan único que exija la presencia del amo?
—Quizá tenga que conseguir que Eltham no salga de Inglaterra, sin matarlo.
—Seguramente. Es probable que sus instrucciones le ordenen ser clemente. Pero ¡Dios ampare la víctima de la clemencia china!
Me fui a mi dormitorio, pero ni siquiera me desvestí: rellené la pipa y me senté delante de la ventana abierta. Había visto una vez al temible doctor chino y el recuerdo de su cara, con los velados ojos verdes, no se apartaba de mí. La idea de que en aquellos momentos pudiese estar en las cercanías no tenía nada de narcótica.
Los ladridos y aullidos del mastín eran casi constantes.
Cuando ya todo estaba silencioso en Redmoat, las notas fúnebres del pobre perro cruzaban la noche como una amenaza. Contemplaba desde mi sillón la pradera mojada como un inmenso mar verde sobre el que la espesura de arbustos formaba una isla negra. La luna nadaba en el cielo sin nubes, el aire cálido llevaba la fragancia de los aromas campestres.
Entre aquellos arbustos había hallado la muerte el collie de Denby, una muerte misteriosa… y allí había desaparecido la cosa que la señorita Eltham viera. ¿Qué inquietante secreto guardaban?
César quedó en silencio.
Del mismo modo que un reloj que se para puede despertar a alguien que duerme, la cesación repentina del aullido lejano, al que me había habituado ya, me hizo regresar de aquel mundo de sombríos pensamientos.
Miré el reloj a la luz de la luna. Pasaban doce minutos de la medianoche.
Al guardármelo, el perro comenzó de nuevo, pero ahora sonaba distinto, con mucha más rabia. Ladraba y aullaba alternativamente de un modo que me resultaba desconocido. Los ruidos, los tirones de la cadena haciendo temblar la caseta en la que estaba encerrado. En el momento en que me levanté y me asomé a la ventana para ver la esquina de la casa, consiguió soltarse.
Con un ladrido ronco dio el salto decisivo y pude oír cómo su cuerpo chocaba con la pared de madera. Luego, un grito extraño, gutural… y los gruñidos del perro se apagaron detrás de la casa. ¡Se había escapado! Pero aquella nota gutural no procedía de la garganta de un perro. ¿Qué iba persiguiendo?
No sé en qué momento su misteriosa presa se metió entre los arbustos. Sólo sé que no vi nada hasta que la ágil silueta de César apareció sobre la hierba y entró decidida en la maleza.
Un débil ruido a mi derecha y arriba me descubrió que no era yo el único espectador de la escena. Me asomé más a la ventana.
—¿Es usted, señorita Eltham? —pregunté.
—¡Doctor Petrie! —dijo—. Me alegro mucho de que esté despierto. ¿No podríamos hacer algo? El pobre César morirá.
—¿Pudo ver qué era lo que perseguía?
—No —contestó, y contuvo el aliento.
Una extraña figura apareció corriendo por el prado. Era un hombre vestido con una bata que llevaba una linterna encendida y un revólver en la mano derecha. Reconocí al señor Eltham en el momento en que, de un salto, se metía en la espesura siguiendo los rastros del perro.
Pero la noche guardaba más sorpresas.
—¡Vuelva aquí! ¡Vuelva, Eltham! —Era la voz de Nayland Smith.
Salí corriendo al pasillo, escaleras abajo. La puerta principal estaba abierta. Entre los arbustos, el mastín tenía una tremenda pelea con alguna otra cosa. Salí al prado y encontré a Smith completamente vestido. Se había dejado caer desde una ventana del primer piso.
—¡Ese hombre está loco! —exclamó—. ¡Sabe Dios qué hay ahí escondido! ¡No debería haber ido solo!
Corrimos juntos en dirección a la luz oscilante de la linterna de Eltham. Los ruidos de la pelea habían cesado de repente. Tropezando con las matas y arañados por las ramas bajas, nos abrimos paso hasta donde el clérigo estaba arrodillado, entre la espesura. Nos miró y pudimos ver a la pálida luz de la luna que sus ojos estaban anegados en lágrimas.
—¡Miren! —gritó.
A sus pies yacía el cuerpo del pobre perro.
Era doloroso pensar que el valiente animal hubiera encontrado la muerte en tales circunstancias. Me agaché para examinarlo y comprobé con alegría que todavía estaba con vida.
—Vamos a sacarlo de aquí. No está muerto —dije.
—¡Y rápido! —lanzó Smith mirando alrededor, a izquierda y derecha.
Los tres nos alejamos corriendo del siniestro lugar, llevándonos al perro. Nada nos molestó. Ningún ruido perturbó la calma absoluta.
Al llegar al borde del prado nos encontramos con Denby, a medio vestir, y, casi al instante, apareció también Edwards, el jardinero. En una de las ventanas se veían los rostros pálidos de la servidumbre de la casa, y la señorita Eltham me gritó desde su dormitorio:
—¿Está muerto?
—No —repliqué—. Sólo aturdido.
Llevamos el perro al patio y le examiné la cabeza. Se la habían golpeado con algún objeto pesado, pero no tenía roto el cráneo. Es bastante difícil matar a un mastín.
—¿Lo cuidará usted, doctor? —preguntó Eltham—. Tenemos que procurar que no se nos escape ese villano.
Su rostro expresaba seriedad y decisión. Era un hombre que tenía poco que ver con el clérigo tímido que conocíamos: volvía a ser «El párroco Dan».
Acepté ocuparme de mi paciente canino, y Eltham y los otros fueron en busca de más luces para rastrear los arbustos. Mientras limpiaba una fea herida entre las orejas del mastín, se me unió la señorita Eltham. Creo que fue más el sonido de su voz que mis cuidados científicos lo que hizo revivir a César. Cuando ella entró, movió el rabo débilmente y, a los pocos minutos conseguía levantarse. Tenía una pata herida.
Una vez terminada mi primera cura, lo dejé a cargo de su joven dueña y corrí a unirme a la partida de rastreadores. Habían entrado en la espesura por cuatro puntos diferentes; aún no habían descubierto nada.
—Aquí no hay ni rastro, y es imposible que nadie haya salido del recinto —dijo Eltham, estupefacto.
Nos miramos los unos a los otros. Nayland Smith, irritado pero pensativo, se acariciaba el lóbulo de la oreja, como solía hacer en los momentos de perplejidad.