La noche había caído sobre Redmoat. Contemplé desde la ventana el nocturno de verdes y plata a mis pies. Un claro al oeste de la espesura, con su dosel quebrado de olmos, más allá del haya de cobre que señalaba el centro de sus laberintos, dejaba vislumbrar un atisbo del Waveney, allí donde se ensancha. Sobre las aguas flotaban los leves cantos de las aves que, con el susurro de las hojas, era todo lo que se oía.
La idílica paz de los campos, la música de una noche de verano inglesa. Pero cada sombra sugería fantásticos horrores a mis ojos; cada sonido, una señal de pavor a mis oídos. Porque la mano mortífera del doctor Fu-Manchú se alargaba hacia Redmoat y, en cualquier momento, comenzaría a desencadenar impensables espantos orientales sobre sus moradores.
—Bueno —dijo Nayland Smith uniéndose a mí junto a la ventana—. ¡Nos atrevimos a creerlo muerto y ahora sabemos que sigue vivo!
El reverendo J. D. Eltham tosió, nerviosamente. Me volví, apoyando el codo en la mesa, y estudié el juego expresivo del rostro refinado y sensible del clérigo.
—¿Cree que he obrado con acierto haciéndole venir, señor Smith?
Nayland Smith fumaba con furia.
—Señor Eltham —replicó—, no soy sino un hombre que anda a tientas en la oscuridad. Hoy estoy tan cerca de llegar al fondo de mi misión como el día que salí de Mandalay. Usted me proporcionó una pista, y aquí estoy. Su asunto podría, creo, resumirse así: una serie de tentativas de robo o algo similar había alarmado a su servidumbre. Ayer, cuando regresaba de Londres con su hija, les drogaron por algún medio y ambos vinieron durmiendo en el compartimento del tren en el que viajaban los dos solos. Su hija se despertó y vio que había alguien más en el vagón: un hombre de piel amarilla que tenía un maletín de instrumentos en las manos.
—Sí. No pude entrar en detalles por teléfono, naturalmente. El hombre estaba de pie junto a una de las ventanillas. En cuanto observó que mi hija se había despertado, se dirigió hacia ella.
—¿Y qué hizo con el maletín?
—La chica no se dio cuenta, o no mencionó que se hubiese dado cuenta. En realidad, como es lógico, estaba tan asustada que no recuerda nada más, excepto que trató de despertarme, sin lograrlo, sintió unas manos que la cogían por los hombros… y se desmayó.
—Pero alguien tocó la alarma e hizo parar el tren.
—Greba no recuerda haberlo hecho.
—¡Hummm! Naturalmente, no vio ningún chino en el tren. ¿Cuándo se despertó usted?
—Me despertó un guarda, pero sólo después de haberme dado unas buenas sacudidas.
—¿Llamó inmediatamente a Scotland Yard al llegar a Great Yarmouth? Actuó usted con mucha cordura. ¿Cuánto tiempo pasó usted en China?
El gesto de sorpresa del señor Eltham fue casi cómico.
—Tal vez no sea extraño que sepa usted que viví en China, señor Smith —dijo—, pero yo no lo he mencionado, y me lo parece. El hecho es —su rostro sensible enrojeció con palpable embarazo— que me fui de China bajo lo que podríamos llamar una nube episcopal. Desde entonces he vivido retirado. Sin saberlo (le prometo solemnemente que sin saberlo, señor Smith), removí ciertos prejuicios bien asentados en mi esfuerzo por cumplir con mi deber… Mi deber. Creo que me preguntaba cuánto tiempo estuve en China. Estuve de 1896 a 1900, cuatro años.
—Ya recuerdo las circunstancias, señor Eltham —dijo Smith con un tono extraño en la voz—. He estado tratando de recordar dónde había oído su nombre, y hace un momento lo recordé. Me alegro de haberle conocido.
El clérigo volvió a sonrojarse como una jovencita, e inclinó ligeramente la cabeza de cabellos rubios y escasos.
—¿Hay en Redmoat algún foso como sugiere su nombre? No he podido verlo en la oscuridad.
—Sigue habiéndolo. Redmoat, «foso rojo», es una corrupción de Round Moat, «foso redondo»; antes fue un priorato, que suprimió Enrique VIII en 1536. —A ratos, su hablar adquiría un tono afectado—. Pero el foso ya no tiene agua. Ahora cultivamos coles en una parte del terreno. Si me está usted preguntando por la posición estratégica del lugar —sonrió, pero volvía a parecer incómodo—, es considerable. He puesto un cierre de alambre de púas y… otros arreglos. Como ve, es un sitio solitario —añadió en tono de disculpa—. Y ahora, si no les importa, dejaremos la continuación de estas pintorescas investigaciones para después de la cena, sin duda un tema mucho más agradable.
Nos dejó solos.
—¿Quién es nuestro anfitrión? —pregunté al cerrarse la puerta.
Smith sonrió.
—¿Se pregunta acaso cuál fue la razón de la «nube episcopal»? —sugirió—. Bueno, los prejuicios bien asentados a que hizo referencia nuestro reverendo amigo, y su remoción, terminaron en la guerra de los Bóxers.
—¡Dios mío, Smith! —dije, porque no podía conciliar la personalidad tímida y apocada del clérigo con los recuerdos que aquellas palabras despertaban en mi pensamiento.
—No hay duda de que tenemos que ponerlo en nuestra lista de máximo peligro —continuó rápidamente mi amigo—, pero en los últimos años se ha borrado a sí mismo tan completamente que me parece lo más probable que alguien más acabe también de recordar su existencia. El reverendo J. D. Eltham, querido Petrie, aunque parezca un pobre diablo incapaz de salvar almas, ha salvado de hecho a un buen número de mujeres cristianas de la muerte… y de cosas peores.
—J. D. Eltham… —empecé a decir.
—¡Es «El párroco Dan»! —exclamó Smith—. «El misionero luchador», el hombre que con una guarnición de una docena de paralíticos y un médico alemán defendió el hospital de Nan-Yang contra doscientos boxers. ¡Ese es el reverendo J. D. Eltham!, pero no he descubierto todavía lo que anda haciendo ahora. Algo guarda, algo que le convierte en objeto de interés ante la Joven China.
Durante la cena, las causas de nuestra presencia allí no fueron objeto de gran consideración. La charla consistió, en su mayor parte, en comentarios ligeros sobre libros y teatro.
Greba Eltham, la hija del reverendo, era una joven encantadora que, junto a Vernon Denby, sobrino del señor Eltham, completaba el grupo.
Sin lugar a dudas, la presencia de la chica hizo en parte que nos abstuviésemos de hablar sobre el tema que acaparaba nuestro pensamiento.
Aquellos pequeños oasis de calma salpicados a lo largo del curso torrencial de las circunstancias por las que mi amigo y yo avanzábamos hacia situaciones desconocidas, constituyen en mis sombríos recuerdos remansos soleados de tranquilidad.
Por eso recordaré siempre con placer aquella cena en Redmoat, en un comedor de estilo antiguo tan increíblemente apacible que casi resultaba grotesca. En lo más profundo, calado hasta la médula de los huesos, notaba que era la calma que precede a la tormenta.
Cuando, más tarde, los hombres pasamos a la biblioteca, abandonamos detrás de nosotros aquella atmósfera.
—Redmoat —dijo el reverendo J. D. Eltham— ha sido últimamente teatro de extraños sucesos.
Estaba sentado sobre el felpudo de la chimenea. La iluminación, escasa, procedía de una lámpara con pantalla en la mesa grande y de unas velas colocadas en palmatorias antiguas sobre la repisa. El sobrino del señor Eltham, Vernon Denby, fumaba sentado junto a la ventana. Yo me sentaba junto a él y Nayland Smith recorría nerviosamente la habitación de arriba abajo.
—Hace algunos meses, casi un año —continuó el clérigo—, hubo un intento de robo en esta casa. Fue detenido un individuo que confesó haberse sentido tentado por mi colección —señaló con la mano hacia las varias vitrinas que había en la sala.
—Poco después de aquello, decidí dedicarme a mi hobby para explayarme: jugar con fortificaciones. —Sonrió como disculpándose—. Fortifiqué virtualmente Redmoat contra intrusos de cualquier tipo, quiero decir. Habrán visto que el edificio se alza sobre una especie de montículo amplio. Es artificial, son las ruinas enterradas de una construcción romana de obra exterior, una parte del antiguo castrum. —Volvió a indicar con la mano, esta vez hacia la ventana.
—En la época del priorato —continuó—, estaba completamente aislado y defendido por el foso que lo rodeaba. Hoy está completamente cercado de alambre de espinos. Al este, bajo la alambrada, pasa un arroyo, un afluente del Waveney; por el norte y el oeste pasa la carretera, pero está unos siete metros más baja y las laderas son perpendiculares. Al sur queda la parte del foso que se conserva, donde tengo ahora mi huerto; pero desde allí hasta el nivel de la casa hay también otros siete metros, sin contar el apoyo de la alambrada.
»La entrada, como saben, es a través de una especie de corte. Al pie de las escaleras hay una verja (quedan algunos de los escalones originales del priorato, sí, doctor Petrie —me sonrió—), y otra verja arriba.
Hizo una pausa y sonrió ingenuamente, ahora a todos.
—Pero quedan por mencionar mis defensas secretas —continuó y, abriendo una vitrina, señaló una fila de baterías y la correspondiente fila de timbres eléctricos en la pared de detrás—. Los puntos más vulnerables están conectados a estas alarmas durante la noche —dijo en tono triunfal—. Cualquier intento de escalar la alambrada o de forzar cualquiera de las verjas dispara dos o más de estos timbres. Una vaca extraviada ocasionó una vez una falsa alarma —añadió— y en otra ocasión un grajo descuidado nos sumió en el pánico más absoluto.
Resultaba tan infantil en su nerviosismo entusiasta y su aguda sensibilidad que era difícil imaginarlo como el héroe del hospital de Nan-Yang. Sólo cabía suponer que había tomado el ataque de los bóxers con el mismo espíritu con que se enfrentaría a los posibles intrusos en el recinto de Redmoat. Había sido una travesura de la que se sentía ahora avergonzado, lo mismo que se sentía de algún modo avergonzado de sus «fortificaciones».
—Pero —exclamó Smith—, la visita de un ladrón no pudo ser lo que dio origen a tan elaboradas precauciones.
El señor Eltham tosió, nervioso.
—Comprendo —dijo— que al haber pedido protección oficial tengo que ser completamente sincero con usted, señor Smith. El ladrón fue el culpable de que terminase de poner la alambrada de espinos alrededor de todo el recinto, pero las alarmas eléctricas vinieron a consecuencia, más tarde, de varias noches de agitación. Los criados empezaron a ponerse nerviosos porque alguien venía, según dijeron, después de anochecer. Nadie pudo describir a ese visitante nocturno, pero encontramos sus huellas. Tengo que admitirlo.
»Luego —continuó—, recibí lo que podría considerar una advertencia. Mi posición es no poco peculiar… no poco peculiar. Mi hija vio también al desconocido explorador, en la zona del castrum romano, y lo describió como un individuo de raza amarilla. El incidente del tren, que sucedió muy poco después de este otro, me decidió a recurrir a la policía, pese a lo poco que deseaba esto, jugar con la publicidad.
Nayland Smith se acercó a una de las ventanas y miró hacia las sombras de los arbustos, por encima del prado inclinado. Un perro aullaba tristemente en alguna parte.
—Sus defensas no son tan inexpugnables, después de todo, ¿verdad? —dijo de repente—. Cuando veníamos esta noche, el señor Denby nos contaba que su collie había muerto hace unos días.
El rostro del clérigo se nubló.
—Eso fue de lo más alarmante, sin duda —confesó—. Había tenido que irme unos días a Londres y Vernon vino a pasar aquí esos días, trayéndose su perro. La noche de su llegada, se metió corriendo entre los arbustos del fondo y, como no volvía, salió a buscarlo con una linterna y lo encontró tendido entre la maleza, muerto. El pobre animal había recibido terribles golpes en la cabeza.
—Las verjas estaban cerradas —interrumpió Denby—, y nadie podía haber salido al exterior sin una escalera y alguien que le ayudase. Pero no había el menor rastro de nadie. Edwards y yo registramos hasta el último rincón.
—¿Cuánto tiempo hace que se ha puesto a aullar ese otro perro? —inquirió Smith.
—Sólo desde la muerte de Rex —respondió rápidamente Denby.
—Es mi mastín —explicó el clérigo—, que está encerrado en el patio. Nunca le permitimos venir a esta parte de la casa.
Nayland Smith paseaba sin rumbo fijo por la biblioteca.
—Perdone que le apremie, señor Eltham —dijo—, pero ¿qué clase de advertencia fue la que mencionó usted, y quién la hizo?
El reverendo Eltham dudó un buen rato.
—He tenido tan poca fortuna en mis anteriores esfuerzos —dijo por fin—, que estoy seguro de que criticará desfavorablemente mi intención, que le anuncio, de regresar de inmediato a Ho-Nan…
Smith dio un salto sobre sus talones como si le hubieran puesto un muelle debajo.
—Entonces ¿va a volver a Nan-Yang? —gritó—. ¡Ahora comprendo! ¿Cómo no me lo dijo antes? ¡Esa es la clave que estaba buscando en vano! ¿Sus problemas comenzaron cuando tomó usted la decisión de volver allí?
—Sí, tengo que admitirlo —confesó tímidamente el clérigo.
—¿Y esa advertencia vino de China?
—En efecto.
—¿De un chino?
—Del mandarín Yen Sun Yat.
—¡Yen Sun Yat! ¡Cielo santo! ¿Le aconsejó que abandonase la idea del viaje? ¿Y rechaza usted su consejo? ¡Escúcheme! —Smith estaba ahora excitado en extremo, le brillaban los ojos y su figura delgada estaba tensa, alerta—. ¡El mandarín Yen Sun Yat es uno de los Siete!
—No le comprendo bien, señor Smith.
—Es posible. La China de hoy no es la China de 1898. Es una máquina secreta gigantesca y Ho-Nan, uno de sus principales engranajes. Pero si, como imagino, ese personaje es amigo suyo, le ha salvado la vida, créame. ¡Si no hubiera sido por su amigo de China estaría muerto ya! Amigo mío, debe usted aceptar su consejo.
Entonces, por primera vez desde que lo había conocido, «El párroco Dan» emergió sobre la superficie del reverendo J. D. Eltham.
—¡No, señor! —repuso el clérigo; su voz había cambiado de manera sorprendente—. Me requieren en Nan-Yang. Y sólo una persona podría evitar mi partida.
La mezcla de profunda reverencia espiritual e intensa truculencia de su voz no se parecía a nada que me hubiese sido dado escuchar antes.
—Entonces ¡sólo esa persona puede protegerle —gritó Smith—, porque le juro a usted que ningún hombre podrá hacerlo! Su presencia en Ho-Nan no servirá de nada en estos momentos. En todo caso, para hacer daño. La experiencia de 1900 debería estar fresca en su memoria.
—Duras palabras, señor Smith.
—La clase de trabajo que usted considera que deben hacer los misioneros, señor, es perjudicial para la paz del mundo. Ho-Nan es en estos momentos un barril de pólvora, y usted sería la cerilla que lo prendiese. No quiero interponerme voluntariamente entre un hombre y lo que ese hombre considera su deber, pero ¡insisto en que abandone su proyecto de regresar al interior de China!
—¿Insiste, señor Smith?
—Como invitado, lamento verme ante la necesidad de recordarle que estoy investido de autoridad para obligarle.
Denby se removía incómodo. El tono de la conversación crecía en aspereza y la atmósfera de la biblioteca se cargaba de tormentas en ciernes.
Se produjo un corto intervalo de silencio.
—Esto es lo que me temía y esperaba —dijo el clérigo—. Esa era la razón por la que no había acudido antes en busca de protección oficial.
—El fantasma del peligro amarillo —dijo Nayland Smith— se está materializando hoy bajo los propios ojos del mundo occidental.
—¡El «peligro amarillo»!
—Búrlese usted como hacen tantos. Estrechamos la mano derecha que nos tienden amistosamente, ¡pero no averiguamos si la izquierda oculta guarda un cuchillo! La paz del mundo está amenazada, señor Eltham. Y sin darse cuenta, está usted jugando con circunstancias peligrosas.
El señor Eltham respiró profundamente, hundiendo ambas manos en los bolsillos.
—Es usted sincero hasta la crueldad, señor Smith —dijo—; y eso me gusta. Reconsideraré mi postura y volveremos a hablar del asunto mañana.
La tormenta había pasado. Pero nunca me había sentido preso de tan completa sensación de peligro inminente —de una presencia siniestra— como me sentía en aquel momento. La atmósfera misma de Redmoat estaba impregnada de maldad oriental; pesaba en el aire como un perfume siniestro. Y entonces, un grito conmovedor atravesó el silencio… El grito de una mujer poseída del pavor más absoluto.
—¡Dios mío! ¡Es Greba! —musitó el señor Eltham.