Un borracho canturreaba en un callejón próximo mientras Smith se dirigía dando tumbos pesadamente hacia la puerta de un local pequeño sobre el que, pintado con toscas letras, se leía:
Arrastré los pies tras él y tuve tiempo de ver, desordenados sobre el alféizar de la ventana, una caja de clavos, utensilios alemanes de afeitar y rollos de torzal. Smith abrió la puerta de una patada, bajó tres escalones con un traspié, se enderezó de golpe y se apoyó en mi brazo en busca de sostén.
Estábamos en una habitación vacía y muy sucia. La única posible relación que podía establecerse con la sala de la barbería era la toalla astrosa que colgaba del respaldo del único sillón. La decoración se limitaba a un cartel de teatro yiddish, que adornaba con su dibujo una de las paredes, y a otro cartel, este escrito en chino. Se abrió una cortina cubierta con el brocado de la suciedad y apareció un chino vestido con una bata desabrochada, pantalones negros y zapatillas de suela gruesa; avanzó hacia nosotros sacudiendo vigorosamente la cabeza.
—No afeital, no afeital —parloteaba con gestos simiescos, mirándonos alternativamente sin dejar de parpadear—. ¡Muy talde! ¡Está selado!
—¡Déjate de monsergas conmigo! —bramó Smith con una voz sorprendente y bronca. Entonces puso un puño artificialmente sucio bajo la nariz del chino—. Entra ahí y danos unas pipas a mí y a mi socio. Fumar pipa, basura amarilla, ¿entiendes?
Mi amigo se inclinó hacia delante y miró al chino a los ojos con una ferocidad que me dejó perplejo, ya que estaba muy poco habituado a aquella amable forma de persuasión.
—Ahí va eso —dijo; y metió una moneda en la mano amarilla del chino—. Y como nos hagas esperar te pego fuego a la barraca, Charlie. Estáte bien seguro.
—No tenel pipa… —continuó el otro.
Smith levantó el puño y Yan capituló.
—Todo lleno —dijo—. Hasta aliba, no sitio. Venil, usted vel, vel.
Se metió tras la cortina sucia, seguido por Smith y por mí. Subimos una escalera a oscuras. A los pocos instantes me encontré inmerso en una atmósfera literalmente venenosa. Me resultó imposible respirar. El aire estaba cargado del humo de opio. Nunca había tenido una experiencia como aquella. Cada inspiración era un esfuerzo. Una lámpara de aceite, de hojalata, estaba colocada en mitad de la habitación e iluminaba débilmente el horrible lugar. A lo largo de las paredes se alineaban diez o doce tarimas, todas ocupadas. La mayor parte de sus ocupantes yacían inmóviles, pero uno o dos se removían en sus literas chupando ruidosamente de unas pipas pequeñas de metal. Eran los que todavía no habían alcanzado el nirvana de los fumadores de opio.
—No hay sitio… yo decible —dijo Shen Yan mientras mordía con dientes amarillos y podridos el chelín que Smith le había dado.
Smith se dirigió a una esquina y se dejó caer al suelo, con las piernas cruzadas. Después se propuso que me sentara con él.
—Dos pipas, deprisa —dijo—. Hay sitio de sobra. Dos pipas bien puestas… o te armo un follón de mil diablos.
Una voz cansada se alzó de una de las tarimas:
—Dale la pipa, Charlie, ¡demonios! ¡Y que se calle ya! Yan hizo un curioso movimiento, más encogimiento de espalda que de hombros, y arrastró los pies hasta la caja en la que descansaba la lámpara humeante. Mantuvo una aguja contra la llama y, cuando la tuvo al rojo, la metió en una lata de cacao vieja para volver a sacarla con una perla de opio colgada de la punta, que hizo girar lentamente sobre la llama. Luego, la dejó caer en la cazoleta de la pipa de metal que tenía ya en la mano y empezó a arder con una delicada llama azul.
—Pásamela —dijo Smith, ronco, y se puso de rodillas con la avidez característica de los esclavos de la droga.
Yan le tendió la pipa, que mi amigo se llevó apresuradamente a los labios, y preparó otra para mí.
—Haga lo que haga, no trague el humo —me susurró Smith como advertencia.
Tomé la pipa y fingí fumar con una sensación de vómito todavía mayor que la que me había causado la nauseabunda atmósfera del fumadero. Siguiendo el ejemplo de mi amigo, dejé que mi cabeza fuera cayendo más y más hasta que, a los pocos minutos, me tumbé de costado en el suelo al lado de Smith.
—El barco se hunde —bordoneó una voz desde una de las tarimas—. Mira las ratas.
Yan había desaparecido en silencio, y yo sentí una curiosa sensación de aislamiento de mis semejantes, de la totalidad del mundo occidental. Tenía la garganta agobiada por el humo, me dolía la cabeza. La atmósfera viciada resultaba contaminante. Era como si me hubieran abandonado.
En algún lugar al este de Suez, donde lo mejor es igual a lo peor, y donde no existen los diez mandamientos…
Smith comenzó a susurrarme en voz muy baja:
—Hasta ahora todo nos está saliendo perfecto —dijo—. No sé si se ha dado cuenta de que hay una escalera detrás de usted, medio tapada por una cortina andrajosa. Estamos al lado de ella y en la mayor oscuridad. Hasta ahora no he visto nada sospechoso… o nada muy sospechoso. Pero, si hubiese habido alguna cosa en marcha es seguro que la hubiesen interrumpido hasta que los recién llegados, nosotros, estuviésemos bien drogados. ¡Chist!
Me apretó el brazo para subrayar su advertencia. Ante mis ojos semicerrados percibí una sombra cerca de la cortina que Smith me había indicado. Seguí tirado como un madero, pero con los músculos en tensión.
La sombra se materializó y la figura penetró en la habitación con un movimiento de curiosa elasticidad.
La apestosa lámpara que estaba en mitad del cuarto apenas iluminaba el mismo, servía sólo para esbozar las siluetas tendidas, una mano colgando, morena o amarilla, un rostro perfilado, cadavérico; en medio de todos ellos, se alzaban suspiros obscenos, murmullos de voces espectrales: un grosero coro animal. Un atisbo del infierno de Dante en versión del Celeste Imperio. Pero el recién llegado estaba tan cerca de nosotros que pudimos descubrir con nitidez su rostro de pergamino, de ojos pequeños y oblicuos y una cabeza deforme coronada por una coleta enrollada en lo alto de un cuerpo delgado y robusto. Había algo de inhumano, de artificial en aquella cara como de máscara, algo repulsivo en la forma curvada y en las manos largas y amarillas entrelazadas.
Según el relato de Smith, Fu-Manchú no se parecía en nada a aquella aparición de aire mortuorio y movimientos flexibles; pero el instinto me decía que estábamos en el sitio adecuado y que aquel era uno de los servidores del doctor. No sé cómo llegué a tal conclusión, pero no me cabía ni la más mínima duda de que se trataba de un miembro del poderoso grupo criminal y veía cómo el monstruo amarillo se acercaba más y más, atisbando en silencio, inclinado.
Nos miraba a nosotros.
Me percaté también de otra circunstancia, poco tranquilizadora, por cierto. Los murmullos y suspiros procedentes de las tarimas habían disminuido. La presencia de la turbadora figura había creado un repentino silencio casi completo en el antro, lo que únicamente podía querer decir que algunos de los supuestos fumadores de opio no hacían sino fingir su estado comatoso o semicomatoso.
Nayland Smith yacía como si estuviera muerto y también yo, confiando en la oscuridad, permanecía inmóvil, aunque contemplaba la maligna cara que se acercaba más y más hasta quedar a unos pocos centímetros de la mía. Cerré completamente los ojos.
Unos dedos delicados me tocaron el párpado derecho. Adivinando lo que sucedía, giré las órbitas hacia arriba mientras me levantaban con sabiduría el párpado, y me lo volvían a cerrar. El hombre se alejó.
¡Había salvado el compromiso! Mi silencio —un silencio que estaba seguro de que muchos oídos escuchaban— no se quebró; quedé contento. Porque me di cuenta de que aunque el lugar estaba vigilado desde fuera por delante y por detrás, estábamos incomunicados y en manos de aquellos orientales, en poder de los miembros de esa raza misteriosa e inescrutable que son los chinos.
—Muy bien —me susurró Smith—. No creo que yo hubiera podido hacerlo. Habrá que confiar en usted. ¡Qué cara tan espantosa, Dios mío! Es el jorobado al que aludía Cadby en sus notas, Petrie. Estoy seguro. Mire allí.
Traté de adentrarme en las tinieblas. Un hombre se había deslizado de una de las tarimas y seguía a la figura torcida a través de la habitación.
Pasaron en silencio junto a nosotros, el jorobado, con su curioso movimiento flexible, delante, y el otro, un chino impasible, detrás. Se abrió la cortina y oí los pasos por las escaleras.
—No se mueva —susurró Smith.
Estaba visiblemente excitado, y su excitación se me contagió. ¿Quién ocupaba la habitación de arriba?
Más pasos en la escalera, reapareció el chino, cruzó la habitación y salió. El jorobado se acercó a otro de los camastros y condujo escaleras arriba a otro tipo, este con aspecto de lascar.
—¿Ha visto su mano derecha? —susurró Smith—. ¡Un dacoit! Vienen aquí a dar sus informes y a recibir órdenes. ¡El doctor Fu-Manchú está arriba, Petrie!
—¿Qué vamos a hacer? —dije en voz baja.
—Esperar. Después trataremos de subir rápidamente. Sería inútil avisar primero a la policía. Seguro que tiene otra salida. Le daré la señal cuando el jorobado esté aquí abajo. Usted está más cerca, así que tendrá que ir el primero, pero si el jorobado le sigue yo me ocuparé de él.
Nuestra conversación clandestina se vio interrumpida por el regreso del dacoit, que cruzó la habitación como había hecho el chino y se fue de inmediato. Un tercer hombre, que Smith identificó como malayo, ascendió las misteriosas escaleras, descendió y se fue; y un cuarto, de nacionalidad imposible de determinar, le siguió. Luego, cuando el elástico ujier cruzó y se dirigió a una de las literas de la derecha, un grito:
—¡Arriba, Petrie! —me ordenó Smith en voz alta, puesto que sería peligroso alargar la espera, y ya no eran necesarias las precauciones.
Di un salto, saqué el revólver del bolsillo de la chaqueta, corrí a las escaleras y subí a toda prisa en la más completa oscuridad. Un coro de gritos animales se alzaba por detrás, con un chillido amortiguado por encima de ellos. Pero ya Nayland Smith estaba a mis talones mientras corríamos por una pasarela cubierta. El aire, por fin, era puro. Abrí de un golpe la puerta al fondo de la pasarela y casi caí dentro de la habitación que había tras ella.
Lo que vi no fue más que una mesa sucia, con cuatro cosas dispersas por encima en las que mi excitación no me permitió reparar, una lámpara de aceite colgando de una cadena de bronce y un hombre sentado tras la mesa. Pero en el momento en que mi mirada se posó en el individuo allí sentado no creo que ni aunque la habitación hubiera sido el palacio de Aladino mis ojos hubiesen podido ver sus muchas maravillas.
Llevaba un vestido liso, amarillo, de un tono casi idéntico al de su contextura lisa, sin pelo. Las manos grandes, largas y huesudas, con los nudillos hacia fuera y descansando en ellos la barbilla puntiaguda. Una frente amplia, alta, coronada por cabellos escasos de color neutro.
No creo que sea posible describir con precisión suficiente el rostro que me contemplaba desde el otro lado de la mesa cubierta de suciedad. Era el rostro de un arcángel del mal, dominado por los ojos más inquietantes que jamás hayan reflejado un alma humana, unos ojos estrechos y largos, apenas oblicuos, de un verde brillante. El único elemento perturbador procedía de cierta calidad velada (me hicieron pensar en la membrana nictitans de los pájaros) que los oscureció en el momento en que abrí la puerta y pareció esfumarse cuando traspasé el umbral, revelando los ojos en todo aquel esplendoroso verdor que, ya, nunca olvidaré.
Me detuve como fulminado, con un pie en la habitación, porque la fuerza maligna de aquel hombre era algo que sobrepasaba mi experiencia. Quedó sorprendido ante tan repentina intrusión, desde luego, pero su cara no mostró sombra alguna de temor, si acaso, un cierto fastidio compasivo. Y, al ver que me detenía, se puso en pie con calma, sin apartar ni un instante su mirada, de la mía.
—¡Es Fu-Manchú! —gritó Smith a mi espalda con una voz que era casi un alarido—. ¡Es Fu-Manchú! ¡Apúntele! ¡Mátelo si…!
Nunca llegué a oír el final de la frase.
El doctor Fu-Manchú alargó la mano bajo la mesa y el suelo se abrió bajo mis pies.
Tuve una última visión de aquellos ojos verdes y caí, con un grito imposible de reprimir, caí… caí en un agua helada que se cerró sobre mi cabeza.
Había visto, vagamente, el fuego de una llama, había oído otro grito como el mío, un ruido tremendo (la trampa), el sonido discordante de un silbato de policía. Pero cuando emergí a la superficie estaba sumido en la oscuridad más impenetrable; tenía la boca llena de un líquido oleoso, asqueroso y tenía que luchar contra el terror ciego que me atenazaba la garganta, el terror a la negrura que me envolvía, a las profundidades desconocidas bajo mis pies, el pozo en el que me debatía entre el hedor sofocante y los buches que me regalaban las olas.
—¡Smith! —grité—. ¡Socorro! ¡Socorro!
Mi voz parecía volverse contra mí pero estaba a punto de gritar de nuevo cuando, recurriendo a toda mi presencia de ánimo y a mi desfalleciente valor, me di cuenta de que sería mejor reservar mis energías para otros empeños y comencé a nadar en línea recta, dispuesto a hacer frente a todos los horrores de aquel lugar, a vender mi pellejo al más alto precio.
En medio de la oscuridad, ¡una gota de líquido inflamado cayó al agua silbando a mi lado!
Pensé que, a pesar de mi determinación, me volvería loco.
Otra gota amenazadora… ¡y otra…!
Toqué un pilar de madera semipodrida y unos tablones resbaladizos. Había llegado a uno de los límites de mi prisión líquida. Seguía lloviendo fuego; el alarido de la histeria me atenazaba la garganta, sin poder salir.
Me mantuve a flote, cada vez con mayor dificultad; la ropa pesaba terriblemente; eché la cabeza hacia atrás y levanté la vista.
No caían más gotas ni seguirían cayendo, pero era sólo cuestión de tiempo: el techo se iba a derrumbar, porque comenzaba a traslucir un confuso resplandor rojizo.
¡La casa estaba ardiendo!
Las gotas de fuego caían de la lámpara de aceite a través de las rendijas del suelo mal ensamblado de la trampa mortal que, imaginé, se había cerrado de nuevo automáticamente.
El peso de la ropa empapada me hundía cada vez más, las llamas devoraban con avidez la vieja podredumbre que tenía por cielo… Pronto aquella caldera de fuego se desprendería sobre mi cabeza. El resplandor se hacía más intenso e iba iluminando los pilares semipodridos que sujetaban el edificio, iba dejando ver las marcas de la marea en las paredes cubiertas de musgo y limo… ¡Me iba dejando ver que no había escapatoria!
Las aguas del Támesis alimentaban por algún conducto subterráneo mi calabozo. ¡Por aquel conducto, mi cuerpo, cuando bajase la marea, sería arrastrado a la luz como lo habían sido los de Masón, Cadby, y tantas otras víctimas!
En una de las paredes había unos peldaños de hierro oxidado que llevaban a una trampilla pero ¡faltaban los tres de abajo!
La luz turbulenta crecía y crecía, la luz provinente de mi pira funeraria enrojecía las aguas aceitosas, añadía un nuevo espanto al húmedo y sibilante horror de mi pozo. Pero también me permitió ver una viga que sobresalía unos centímetros del agua… ¡y justo debajo de la escalera!
—¡Gracias al cielo! —respiré—. ¿Tendré fuerzas suficientes?
Me entraron unas ganas tremendas de reír con fuerza irresistible. Sabía lo que aquello podía significar y lo combatí con dureza, decidido.
La ropa me pesaba como una armadura, sentía en el pecho un dolor sordo, las venas latían a punto de reventar… pero obligué a los músculos cansados a trabajar. Cada brazada era una agonía, pero me acercaba a la viga, me acercaba más y más. Proyectaba su negra sombra sobre el agua que ahora tenía ya el color de un estanque de sangre. A mis oídos llegaban ruidos confusos… un barullo remoto. Estaba casi completamente agotado… Había llegado a la sombra de la viga. ¡Si pudiera alcanzarla con el brazo!
¡Oí un grito agudo encima de mí!
—¡Petrie! ¡Petrie! —¡Debía de ser la voz de Smith!—. ¡No toque la viga! ¡Por lo que más quiera, no toque la viga! ¡Resista unos pocos segundos más y le sacaré de ahí!
¿Unos segundos más? ¿Sería posible?
Conseguí volverme, levantar la cabeza agotada; y vi la cosa más extraña de toda aquella noche increíble.
Nayland Smith estaba subido en el último de los travesaños de hierro… ¡sujeto por el monstruoso jorobado chino desde el peldaño de más arriba!
—¡No le alcanzo!
Al oír las desesperadas palabras de Smith miré otra vez arriba, y vi que el chino se cogía la trenza enrollada ¡y se la quitaba! Con ella salió la peluca a la que iba prendida, y la máscara amarilla, desprovista de su sujeción, cayó suelta.
—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Deprisa! ¡Deprisa, por favor! ¡Échele esto! ¡Deprisa! ¡Deprisa!
Una oleada de cabellos se desplegó sobre los hombros delgados al inclinarse para entregar a Smith aquella sorprendente soga salvadora; y pensé que alucinaba cuando descubrí en aquella persona a la muchacha que había sorprendido aquella misma noche en las habitaciones de Cadby. ¡Iba a salvar mi vida!
Y ya no sólo me mantuve a flote, sino que permanecí con los ojos fijos en aquel rostro maravilloso, en aquellos ojos maravillosos, rebosantes de miedo… ¡por mí!
Smith logró poner a mi alcance la falsa coleta con un hábil movimiento y yo, con la fuerza de la desesperación, logré aferrarme e izarme hasta el primer peldaño de hierro. Al sentir en torno a mí el brazo de mi amigo me di cuenta de que estaba aún más próximo a la extenuación de lo que pensaba. Mi último recuerdo claro es el del derrumbamiento del piso de madera y el crepitar de los grandes trozos ardiendo al caer bajo nosotros al agua. Su caída mostró al pasar, a la luz de las llamas, dos cuchillas afiladas que cubrían en su longitud, con el filo hacia arriba, la superficie de la viga a la que había pretendido agarrarme.
—Los dedos cortados… —dije; y perdí el conocimiento.
No sé cómo logró Smith hacerme salir por la trampilla, ni cómo pudimos abrirnos paso, entre el humo y las llamas, por el estrecho pasadizo al que nos condujo. Lo siguiente que recuerdo es el brazo de mi amigo sujetándome, y yo sentado. El inspector Ryman sostiene contra mis labios un vaso de agua.
Un fuerte resplandor me llamó la atención. Un grupo de gente surgió junto a nosotros; ruidos metálicos y gritos se acercaban por momentos.
—Los bomberos —explicó Smith al ver mi confusión—. Shen Yan está ardiendo. Su disparo al caer por la trampa rompió la lámpara de aceite.
—¿Han salido todos?
—Que sepamos, sí.
—¿Y Fu-Manchú?
Smith se encogió de hombros.
—Nadie lo ha visto. Había una puerta trasera…
—¿Es posible que haya…?
—No —dijo con rabia—. Hasta que no lo vea muerto delante de mí no lo creeré.
Los recuerdos continuaron acaparándome. Intenté ponerme en pie.
—¡Smith! ¿Dónde está ella? —grité—. ¿Dónde está?
—No lo sé —contestó.
—Se nos ha escapado, doctor —dijo el inspector Weymouth al mismo tiempo que aparecía un coche de bomberos por la esquina del estrecho camino—. Y también Charlie Singapur y todos los demás, por desgracia. Tenemos seis u ocho de lo más variado, unos despiertos y otros dormidos, pero supongo que tendremos que soltarlos otra vez. El señor Smith me ha dicho que la chica iba disfrazada de chino. Imagino que por eso consiguió escapar.
Recordé cómo me habían sacado del pozo gracias a la coleta falsa, cómo el extraño descubrimiento que había causado la muerte del pobre Cadby me había salvado a mí y me pareció recordar también que Smith la había dejado caer cuando me sujetó con el brazo en la escala de hierro. Podía ser que la muchacha hubiera conservado su máscara, pero estaba seguro de que la peluca había caído al agua. Más tarde, mientras los bomberos trabajaban aún entre los restos ennegrecidos de lo que había sido el fumadero de opio de Shen Yan y Smith y yo nos alejábamos en un coche de la escena de sabe Dios cuántos crímenes, tuve una idea.
—Smith —dije—. ¿Trajo usted la coleta que se encontró en el cadáver de Cadby?
—Sí. Esperaba encontrar a su propietario.
—¿La tiene aquí?
—No. Encontré al propietario.
Hundí las manos en los bolsillos de la chaqueta de marinero que el inspector Ryman me había prestado y me recosté en mi esquina.
—Nunca seremos muy buenos en este oficio, Petrie —continuó Smith—. Somos demasiado sentimentales. Sabía lo que significaba para nosotros y lo que significaba para el mundo, pero no tuve valor para ello. Le salvó la vida, Petrie… No tenía más remedio que devolverle el favor.