—Shen Yan es una madriguera de drogadictos cerca de la carretera vieja de Ratcliff —dijo el inspector Weymouth—. Lo llaman «Charlie Singapur». Es un centro de una de esas sociedades chinas, creo, pero lo utilizan toda clase de fumadores de opio. Nunca ha habido quejas, que yo sepa. No entiendo nada.
Estábamos en un despacho de New Scotland Yard, inclinados sobre una hoja de papel registro en la que habíamos colocado algunos residuos quemados de los que había en la chimenea del pobre Cadby, porque la joven oriental había hecho su trabajo con tantas prisas que la combustión no había sido completa.
—¿Qué querrá decir esto? —dijo Smith—. «Joroba… lascar subió… no como otros… sin vuelta… hasta Shen Yan» (creo que en el nombre no hay dudas), «me echó… ruido tremendo… lascar… mortuorio puede ident… días no, o sosp… Martes noche con diferente dis… coger… coleta…»
—¡Otra vez la coleta! —exclamó Weymouth.
—Es evidente que quemó las páginas arrancadas todas juntas —continuó Smith—. Quedaron planas, y esta es la parte del centro. Veo en ello la mano de la justicia retributiva, inspector. Ahora, tenemos una referencia a una joroba, y lo que sigue viene a ser esto: ««Un lascar (entre varias personas más) subió a algún sitio (presumiblemente, escaleras arriba), en Shen Yan y no volvió a bajar. Cadby, que estaba allí, disfrazado, anotó un fuerte ruido. Más tarde identificó al lascar en algún depósito de cadáveres. No tenemos manera de fijar la fecha de su visita a Shen Yan, pero me inclino a pensar que el lascar es el dacoit muerto por Fu-Manchú. Es una pura suposición, desde luego. Pero Cadby tenía intención de volver al mismo sitio con un disfraz diferente, y suponer que el martes por la noche apuntado es ayer por la noche me parece una deducción razonable. La referencia a la coleta es de especial interés porque en el cuerpo de Cadby encontramos una coleta.
El inspector Weymouth hizo un gesto afirmativo. Smith miró su reloj.
—Son exactamente las diez y veintitrés —dijo—. Voy a importunarle pidiéndole permiso para utilizar su bonito guardarropa. Tenemos tiempo de pasar una hora en compañía de los fumadores de opio de Shen Yan.
Weymouth alzó las cejas.
—Puede ser arriesgado. ¿Y si hiciéramos una visita oficial?
Nayland Smith se echó a reír.
—¡Eso sería peor que inútil! Según dice, el lugar está afectado por una inspección. No; astucia contra astucia. Nos las tenemos con un chino, con la esencia de la sutileza oriental encarnada, con el genio más increíble que ha producido el Oriente moderno.
—No creo en los disfraces —dijo Weymouth con cierta vehemencia—. Es un juego muy viejo y que suele terminar en fracaso. De todos modos, si está usted decidido, se puede hacer. Foster le maquillará. ¿Qué disfraz propone que se debe adoptar?
—Algo del estilo de un marinero dago, pienso, en la línea del pobre Cadby. Si consigo un disfraz del que me pueda fiar, confío en esa gente.
—Se está olvidando de mí, Smith —dije yo.
Se volvió rápidamente hacia donde yo estaba.
—Petrie —replicó—, esto es asunto mío. Por desgracia no se trata de ningún entretenimiento.
—¿Eso quiere decir que ya no confía en mí? —dije irritado. Smith me tomó de la mano y enfrentó mi mirada de hielo con la de su rostro bronceado, en la que había auténtica preocupación.
—No me diga usted eso, amigo mío —respondió—. Sabe muy bien que me refería a algo completamente distinto.
—Lo sé, Smith —dije, avergonzado por el súbito acceso de cólera, y le estreché la mano cordialmente—. Puedo simular que sé fumar opio tan bien como cualquiera. Iré yo también, inspector.
Como resultado de este intercambio de frases, a los veinte minutos dos marineros rufianescos de aspecto peligroso entraban en un taxi acompañados del inspector Weymouth y eran conducidos a la espesura de la noche londinense. Había algo ridículo, para mí, en aquel número de teatro, algo infantil, y me hubiera entregado a la risa y la alegría si toda aquella farsa no estuviera al mismo tiempo tan cerca de la tragedia.
El mero pensamiento de que en algún lugar de nuestro viaje nos esperaba el doctor Fu-Manchú era suficiente para poner seriedad en mis reflexiones, porque Fu-Manchú, pese a todos los poderes que Nayland Smith representaba y dirigía contra él, continuaba llevando adelante sus negros designios, agazapado en la oscuridad, oculto en su propio territorio pese a la cuidadosa vigilancia. Fu-Manchú, a quien nunca había visto pero cuyo nombre evocaba horrores indefinibles. ¡Quizás aquella noche mi destino fuese encontrar al terrible doctor chino!
Dejé de conducir mis pensamientos por aquellos derroteros que prometían llevarme a profundidades morbosas y concentré mi atención en lo que Smith iba diciendo.
—Nos bajaremos en Wapping e iremos reconociendo desde el agua la zona, puesto que dice usted que está cerca del rio. Luego, nos desembarca en algún punto, más abajo. Ryman puede estar con la lancha cerca de la parte trasera del local, y sus hombres andarán por la de delante, lo bastante cerca como para oír el silbato.
—Sí —asintió Weymouth—, todo eso está ya preparado. Si sospechan de ustedes, ¿darán la alarma?
—No lo sé —dijo Smith, pensativo—. Incluso en ese caso, puede que espere un poco.
—No espere demasiado —aconsejó el inspector—. No quedaríamos muy bien si cuando volviésemos a verle fuera colgado de un ancla en Greenwich Reach y con unos cuantos dedos menos.
El coche se detuvo delante de la comisaría de la policía fluvial, y Smith y yo entramos sin pérdida de tiempo seguidos del inspector. Cuatro tipos andrajosos que estaban en la oficina sentados se pusieron de pie de un salto y le saludaron.
—Guthrie y Lisie —dijo rápidamente—, vayan a buscar un escondite desde el que cubran bien la puerta del Charlie Singapur, en la carretera vieja. Usted es el de peor aspecto de todos, Guthrie, puede usted tumbarse a dormir en la calzada, y que Lisie discuta con usted para llevárselo a casa. No se muevan del sitio hasta que oigan el silbato y tengan nuevas órdenes mías, y tengan buena cuenta de todo lo que entre y salga. ¿Ustedes dos pertenecen a esta sección?
Los dos hombres que quedaban tras la partida de los dos primeros, saludaron otra vez.
—Bien. Esta noche tienen un trabajo especial. Han sido ustedes rápidos, pero no saquen tanto el pecho. ¿Conocen alguna entrada por detrás de Shen Yan?
Se miraron entre sí y ambos movieron la cabeza.
—Hay un local vacío casi enfrente, señor —dijo uno de ellos—. Hay una ventana rota por la que se podría pasar y luego ir a la parte delantera y vigilar desde allí.
—¡Magnífico! —exclamó el inspector—. Procuren que no les descubran, no obstante; y si oyen el silbato no se preocupen de lo que puedan romper y preséntense dentro de Shen Yan como rayos. En caso contrario, esperen órdenes.
El inspector Ryman llegó mirando el reloj.
—La lancha espera —dijo.
—Bien —dijo Smith pensativo—. Tengo un poco de miedo de que las últimas alarmas hayan podido asustar la caza. Su hombre, Masón, y después Cadby. Contra eso está el que no creo que sepa que no tenemos ninguna pista que apunte a ese fumadero de opio. Recuerden que piensa que las notas de Cadby fueron destruidas en su totalidad.
—Todo este asunto es un completo misterio para mí —confesó Ryman—. Me han dicho que hay algún peligroso demonio chino oculto en algún lugar de Londres y que esperan ustedes encontrarlo en Shen Yan. En el supuesto de que utilice ese lugar, ¿cómo saben que estará allí esta noche?
—No lo sabemos —dijo Smith—, pero es la primera pista que hemos tenido para llegar a cualquiera de sus guaridas, y cuando se trata del doctor Fu-Manchú el tiempo significa siempre vidas preciosas.
—¿Y quién es exactamente ese doctor Fu-Manchú?
—Sólo tengo una idea muy vaga, inspector, pero no es ningún delincuente común. Es el mayor genio que las fuerzas del mal han alumbrado sobre la tierra en muchos siglos. Está apoyado por un grupo político de riqueza incalculable y su misión en Europa es preparar el camino. ¿Comprende? Es el artífice de un movimiento de tal envergadura que ningún inglés ni ningún americano haya podido imaginar nunca.
Ryman le miró fijamente, pero no hizo comentarios; salimos, descendimos hasta el muelle y subimos a la lancha que estaba esperando. Teniendo en cuenta a los tres miembros de la tripulación, embarcamos siete personas, dejamos el amarre y nos adentramos en la húmeda oscuridad.
Hasta entonces la noche había sido clara, pero ahora unas nubes de mal agüero cubrían la luna creciente. Pronto desaparecieron de nuevo para mostrar el fangoso entorno que nos rodeaba. No se veía demasiado desde la lancha. De vez en cuando, las sombras próximas se oscurecían, dejando adivinar una barcaza fondeada. Unas luces sobre nuestras cabezas señalaban el puente de un barco grande. Las oleadas luminosas de la luna aparecían en lo alto; luego, volvía la oscuridad para que sólo el aceitoso deslizamiento de la marea señalase el borde de la noche.
La orilla de Surrey era una muralla partida de sombras, salpicada de luces entre las que se movían borrosas sugerencias de actividad humana. La ribera que nosotros costeábamos ofrecía un aspecto todavía más siniestro: una masa densa y oscura en la que, de tanto en tanto, una umbría misteriosa pintaba la verja del muelle o una súbita luz nos deslumbraba desde lo alto.
Hasta que, con el misterio a nuestra proa, una luz verde comenzó a crecer, a precipitarse sobre nosotros. Una sombra gigantesca apareció y pasó rozando la pequeña embarcación. Un destello de luz, el tintineo de una campana y ya había desaparecido. Quedamos danzando entre la estela de uno de los vapores escoceses, sumidos de nuevo en la negrura.
Ruidos confusos de actividad remota cubrían el murmullo discreto de nuestro grupo. Parecíamos una banda de pigmeos que navegaba entre los talleres de los borbdingnagian. El frío de las aguas acabó por comunicárseme y me di cuenta de que mis andrajosas ropas no eran lo más adecuado para enfrentarme a él. A lo lejos, en el lado de Surrey, una luz azul —vaporosa, impregnada de misterio— lanzaba lengüetazos intermitentes sobre el telón de la noche. Era una llama extraña y huidiza que saltaba, temblaba, cambiaba del azul al violeta amarillento; subía, bajaba.
—Es una fábrica de gas —me informó la voz de Smith; y supe que también él había estado contemplando aquellas llamaradas mágicas—. Pero siempre me recuerdan a los teocallis mexicanos o las aras sacrificiales.
Era una comparación acertada, aunque terrorífica. Pensé en el doctor Fu-Manchú, en los dedos cortados; y no pude reprimir un estremecimiento.
—A la izquierda, detrás del muelle de madera… No donde está la lámpara, más atrás, al lado del edificio oscuro, aquel edificio cuadrado… aquello es Shen Yan.
El que había hablado era el inspector Ryman.
—Déjenos en cualquier sitio que le venga bien, entonces —replicó Smith—, y quédense bien cerca, con los oídos despiertos. Puede que tengamos que salir corriendo, de modo que no se alejen mucho.
Por el tono de su voz comprendí que el misterio de la noche del Támesis se había anotado, al menos, una nueva víctima.
—Ponga el motor al mínimo —ordenó Ryman—. Atracaremos en el desembarcadero de Stone Stairs.