4. LA PISTA DE LA COLETA

—«El cuerpo de un lascar vestido con las ropas habituales de los marineros de la India fue extraído del Támesis, en Tilbury, por la policía fluvial a las seis de esta mañana. Se sospecha que el infortunado sufrió un accidente cuando abandonaba su barco.»

Nayland Smith me pasó el periódico de la tarde, señalándome el párrafo que he transcrito.

—Donde dice «lascar» lea usted «dacoit» —dijo—. Nuestro visitante, el que llegó por el camino de yedra, fracasó en el cumplimiento de su misión, afortunadamente para nosotros. Y, además, perdió su ciempiés y dejó una pista tras de sí. El doctor Fu-Manchú no pasa por alto esos lapsus.

Estos datos lanzaban nueva luz sobre el personaje terrible con el que nos las habíamos, y su manera de actuar. Se me encogió el alma ante la mera consideración del destino que nos aguardaba si llegábamos a caer en sus manos.

Sonó el teléfono. Salí y averigüé que el inspector Weymouth, de New Scotland Yard, había llamado.

El mensaje era para que Nayland Smith se presentase en la comisaría de Wapping River cuanto antes.

Los momentos de tranquilidad no abundaban en aquella terrorífica persecución.

—Seguramente es algo importante —dijo mi amigo—. Y si en el fondo de todo el asunto está, como podemos deducir, el doctor Fu-Manchú, es probable que sea también algo espantoso.

Un breve repaso a los horarios nos sirvió para darnos cuenta de que no había ningún tren que nos pudiera llevar con la rapidez suficiente. En consecuencia, tomamos un taxi y nos dirigimos hacia el este.

Durante el trayecto, Smith habló animadamente de su trabajo en Birmania. Evitó con clara intención, según creo, cualquier referencia a las circunstancias que le habían hecho entrar en contacto por vez primera con el genio siniestro del movimiento amarillo. Su charla versaba más sobre las luces solares de Oriente que sobre sus sombras.

Pero el viaje concluyó, y demasiado pronto. En silencio, un silencio que ninguno de los dos parecía dispuesto a romper, entramos en la comisaría y seguimos al agente que nos recibió hasta el despacho en que nos esperaba Weymouth.

El inspector nos saludó, lacónico, y señaló la mesa con la cabeza.

—El pobre Cadby, el chico más prometedor del Yard —dijo; y su voz, normalmente áspera, tenía un tono tierno poco habitual.

Smith se golpeó la palma de la mano izquierda con el puño derecho y maldijo entre dientes, paseándose arriba y abajo por la pequeña habitación. Nadie habló durante unos minutos y, en el silencio, se oía el susurro del Támesis; ese Támesis que tantos secretos extraños podría contar y que, ahora, se había cargado con otro más.

En decúbito prono, yacía sobre la mesa el cadáver de aquella última víctima del río. Iba vestido con ropas toscas de marinero y tenía el aspecto de cualquier hombre de mar de nacionalidad indefinida, de esos que se ven por Wapping o por Shadwell. El cabello oscuro, rizado, caía en desorden sobre la frente morena; tenía la piel manchada, me dijeron. Llevaba un aro de oro en una oreja y le faltaban tres dedos de la mano izquierda.

—Con Masón pasó casi exactamente lo mismo —decía el inspector de la policía fluvial—. El miércoles de la semana pasada había salido por su cuenta a algún asunto el Saint George, y el jueves por la noche, el barco de las diez le enganchó con el ancla en Hanover Hole. Tenía cortados de cuajo los dos primeros dedos de la mano derecha y la izquierda terriblemente mutilada.

Hizo una pausa y miró a Smith.

—El lascar que ha visto usted —continuó—, ¿cómo tenía las manos?

Smith hizo un gesto con la cabeza.

—No era un lascar —dijo cortante—. Era un dacoit.

Volvió a hacerse el silencio.

Me giré hacia el montón de objetos que había sobre la mesa, los encontrados en la ropa de Cadby. Ninguno parecía digno de atención excepto el que habían hallado prendido en el cuello abierto de su camisa, que había sido lo que llevó a la policía a llamar a Nayland Smith puesto que constituía la primera pista aparecida que parecía poder arrojar alguna luz sobre los autores de aquellas misteriosas tragedias.

Se trataba de una coleta china. El objeto en sí ya era lo suficientemente llamativo, pero lo era más aún porque se trataba de una trenza postiza, sujeta a una curiosa peluca calva.

—¿Están seguros de que no será parte de un disfraz de chino? —preguntó Weymouth contemplando la extraña prenda—. Cadby era un transformista consumado.

Smith me arrebató la peluca de las manos con cierta irritación, y trató de colocarla en el detective muerto.

—¡Demasiado pequeña! —exclamó—. Y fíjense en el relleno que lleva en la coronilla. Ha sido preparada para una cabeza muy poco normal.

La dejó caer y reinició su paseo por la habitación.

—¿Dónde lo encontraron exactamente? —preguntó.

—En Limehouse Reach, bajo el muelle comercial. Hace exactamente una hora.

—¿Y lo vieron por última vez a las ocho de la tarde de ayer? —preguntó a Weymouth.

—De ocho a ocho y cuarto.

—¿Cree que lleva muerto veinticuatro horas, Petrie?

—Más o menos veinticuatro horas —repliqué.

—Entonces sabemos que seguía las huellas de la gente de Fu-Manchú, que seguía alguna pista que le condujo a la zona de la carretera vieja de Ratcliff y que murió la misma noche. ¿Está seguro de que iba allí?

—Sí —dijo Weymouth—. Procuraba no dejar nunca que se supiese mucho de sus cosas, el pobre. Pero me dio a entender que tenía planeado pasar la noche en aquella zona. Se fue de Scotland Yard sobre las ocho, como le dije; se iba a casa a cambiarse para el trabajo.

—¿Tienen algún archivo de sus casos?

—¡Desde luego! Era muy meticuloso. Cadby tenía ambiciones. Querrá usted ver sus libros, claro. Espere un momento que busque su dirección; vivía en algún lugar de Brixton.

Fue al teléfono y el inspector Ryman cubrió la cara del cadáver.

Nayland Smith estaba visiblemente animado.

—Casi triunfó donde nosotros fracasamos, Petrie —dijo—. No me cabe la menor duda de que estaba tras los pasos de Fu-Manchú. Probablemente el pobre Masón había venteado el rastro también, y encontró un final semejante. Aun sin más pruebas, el hecho de que los dos hayan muerto de la misma forma que el dacoit es concluyente, pero sabemos que Fu-Manchú mató al dacoit.

—¿Qué significan esas manos mutiladas, Smith?

—¡Sabe Dios! ¿Dice usted que la muerte de Cadby se produjo por inmersión?

—No hay ninguna otra señal de violencia.

—Pero era un gran nadador, doctor —interrumpió el inspector Ryman—. ¡El año pasado ganó el campeonato del cuarto de milla en el Crystal Palace! Y Masón era nadador de la marina real, ¡nadaba como un pez!

Smith alzó los hombros, desesperanzado.

—Esperemos que algún día lleguemos a saber cómo murieron —concluyó.

Weymouth vino del teléfono.

—La dirección es en Cold Harbour Lane —comunicó—. No puedo acompañarles, pero no tiene pérdida, está cerca de la comisaría de Brixton. Gracias a Dios no tenía familia, estaba completamente solo en el mundo. Su diario de operaciones no está en el escritorio americano que verán en la sala, sino en la vitrina de la esquina, en el estante de arriba. Aquí tienen sus llaves, todas intactas; me parece que está en la de la vitrina.

Smith asintió.

—Vamos, Petrie —me dijo—. No tenemos un segundo que perder.

El taxi nos esperaba y a los pocos segundos alcanzamos la calle principal de Wapping. No habíamos recorrido más de unos cientos de metros cuando Smith se dio una palmada en la rodilla.

—¡La coleta! —gritó—. ¡Me la he dejado! ¡Tenemos que tenerla, Petrie! ¡Pare! ¡Pare!

El coche se detuvo y Smith se bajó corriendo.

—No me espere —me indicó a toda prisa—. Tenga, coja la tarjeta de Weymouth. ¿Se acuerda de dónde dijo que estaba el cuaderno? Es todo lo que necesitamos. Llévelo directamente a Scotland Yard. Yo estaré allí.

—Pero, Smith —protesté—. ¡Por unos minutos no va a pasar nada!

—¿Nada? —saltó—. ¿Cree que Fu-Manchú va a permitir que una prueba como esa ande tirada por ahí? Apuesto mil contra uno a que ya la tiene en su poder, pero nos queda una remota posibilidad.

Era una nueva perspectiva de la cuestión, que además no dejaba lugar a comentarios. Tan perdido iba en mis pensamientos que sin haberme enterado de que salíamos de Wapping el coche estaba ya ante la puerta de la casa a la que íbamos.

Pero había tenido tiempo de repasar la ristra de acontecimientos que se acumulaban en mi vida desde que Nayland Smith había regresado de Birmania. Había vuelto a ver la muerte de sir Crichton Davey, la espera (en la oscuridad, con Smith) de la terrible cosa que lo había matado. Todos esos recuerdos sonaban en mi mente cuando entraba en casa de la última víctima de Fu-Manchú y la sombra del malvado parecía cernirse sobre ella como una nube palpable.

La patrona de Cadby, ya vieja, me recibió con una extraña mezcla de miedo y turbación en su ánimo.

—¡Oh, señor! —exclamó—. ¡No me diga que le ha pasado algo! —Y, adivinando algo de la misión que me llevaba allí, porque tan triste deber corresponde con mucha frecuencia a los miembros del cuerpo médico—. ¡Oh, pobre muchacho, tan bueno!

A partir de aquel momento el recuerdo del joven muerto cobró mayor respeto en mi consideración, porque el dolor de aquella anciana hablaba elocuentemente de la desgracia que lo producía.

—Oí un lamento horrible detrás de casa anoche, doctor, y esta noche, un momento antes de que llamase usted, lo volví a oír. ¡Pobre chico! Pasó lo mismo cuando murió su madre.

En aquel momento no presté demasiada atención a sus palabras porque, desgraciadamente, esas son creencias comunes; pero cuando la vi lo bastante serena, procedí a darle las explicaciones que creí necesarias. Y noté que entonces la turbación se sobreponía a la pena en el ánimo de la anciana. La verdad se abrió paso:

—Hay… está una joven en sus habitaciones, doctor.

Pegué un brinco. Eso quería decir mucho, o podía querer decirlo.

—Vino anoche y lo estuvo esperando de diez a diez y media. Y esta mañana también. Volvió por tercera vez hace cosa de una hora y está arriba desde entonces.

—¿La conoce usted, señora Dolan?

La anciana se puso más nerviosa.

—Pues sí, doctor —dijo mientras se secaba los ojos—. Era muy buen chico, Dios lo sabe, y yo lo quería como una madre; pero esa no es la clase de chica que a una madre le gustaría para su hijo.

En cualquier otro momento, la cosa podría haber sido divertida; ahora, podría ser seria. El lamento que la señora Dolan decía haber escuchado se me apareció de repente lleno de significado, porque tal vez uno de los dacoit de Fu-Manchú vigilara la casa y hubiese avisado la llegada de un extraño. ¿Avisar a quién? No podía pensarse que me hubiese olvidado de los ojos oscuros de otro de los servidores de Fu-Manchú. ¿Estaría aquella encantadora de hombres en la casa completando su demoníaco trabajo?

—Nunca la hubiese dejado pasar a sus habitaciones —siguió la señora Dolan. Pero hubo una interrupción.

Un suave crujido llegó a mis oídos, un crujido íntimamente femenino. ¡La chica se escabullía!

Salí de un salto al vestíbulo y ella se dio vuelta ante mis ojos, ¡otra vez escaleras arriba! La seguí subiendo los peldaños de tres en tres, entré en la habitación casi pegado a sus talones y me quedé con la espalda apoyada en la puerta.

Quedó, asustada, junto al escritorio al lado de la ventana, un rostro delgado, y un traje de seda ajustado que explicaba la desconfianza de la señora Dolan. La luz de gas estaba puesta bastante baja y el sombrero le oscurecía aún más la cara, pero no podía ocultar la extraordinaria belleza ni deslucir el brillo de su piel ni apagar los maravillosos ojos de aquella Dalila moderna. Porque, naturalmente, ¡era ella!

—Así que he llegado a tiempo —dije con agresividad. Y cerré la puerta con llave.

—¡Oh! —exclamó, y quedó frente a mí, apoyada con las manos cubiertas de alhajas en el borde del escritorio.

—Déme lo que haya cogido de aquí —dije cortante—, y prepárese para acompañarme.

Dio un paso adelante con los ojos llenos de miedo, los labios entreabiertos.

—No he cogido nada —dijo. El pecho se le agitaba tumultuoso—. ¡Oh, déjeme ir! ¡Déjeme ir, por favor!

Avanzó con decisión hacia mí, me cogió convulsivamente de los hombros y clavó sus ojos suplicantes y apasionados en los míos.

Con cierta vergüenza, he de confesar que su encanto me envolvía como una mágica nube. Desconocedor del temperamento oriental, me había reído de Nayland Smith cuando me habló de los sentimientos de la muchacha. «En Oriente —me había dicho—, el amor es como el árbol del proverbio: como el mango, crece y da flores al tocarlo simplemente con la mano.» Ahora leía en aquellos ojos suplicantes la confirmación de sus palabras. El vestido de seda exhalaba un delicado perfume. Como todos los servidores de Fu-Manchú, estaba designada para cumplir con una misión específica. Su belleza resultaba del todo intoxicante.

Pero la rechacé.

—No tiene derecho a pedir compasión —dije—. No espere ninguna. ¿Qué ha cogido de aquí?

Asió las solapas de mi chaqueta.

—Le diré cuanto pueda…, cuanto sea capaz —jadeó ansiosa, atemorizada—. Sé cómo comportarme con su amigo, pero, con usted, ¡estoy perdida! Si lo comprendiese, no sería tan cruel. —El ligero acento exótico añadía encanto a su voz musical—. No soy libre como son las mujeres inglesas. Tengo que hacer lo que hago porque es el deseo de mi amo, y yo no soy sino una esclava. No es usted un hombre de verdad si me entrega a la policía. No tiene corazón si olvida que una vez traté de salvarle.

Había temido que usara aquel argumento porque era cierto que, a su modo oriental, había tratado de librarme de un peligro mortal… a expensas de mi amigo. Pero temía el argumento porque no sabía cómo contrarrestarlo. ¿Cómo podía entregarla para que afrontase quizás un juicio por asesinato?

Me quedé en silencio. Ella comprendió el porqué.

—Puede que no merezca compasión; puede que sea incluso tan mala como usted cree; pero ¿qué tiene que ver usted con la policía? Su trabajo no es perseguir a una mujer hasta la muerte. ¿Podría volver a mirar a los ojos a una mujer, a una mujer que amase y que supiese que confiaba en usted, si hiciera una cosa así? No tengo un solo amigo en este mundo, si lo tuviera no estaría aquí. No sea usted mi enemigo, no me juzgue ni me haga peor de lo que soy; sea mi amigo, y sálveme de él. —Los labios trémulos estaban muy cerca de los míos; su aliento acariciaba mi mejilla—. Tenga compasión de mí.

En aquel momento hubiera dado la mitad de todas mis pertenencias por no tener que tomar la decisión que iba a tener que tomar. Después de todo, ¿qué pruebas tenía de que fuese cómplice voluntaria del doctor Fu-Manchú? Más aún, era una mujer de Oriente, y su código tenía que ser necesariamente distinto del mío. Por muy comprensible que aquello resultase para una mentalidad occidental, la verdad era que Nayland Smith me había dicho que creía que la chica era una esclava. Y, además, la idea de que yo fuera quien la capturase me repugnaba. ¡Equivalía a una traición! ¿Tenía que mancharme las manos con una cosa así?

Supongo, pues, que su belleza seductora fue un argumento más contra mi sentido de lo justo. Los dedos enjoyados se aferraban nerviosamente a mis hombros y su cuerpo delgado se estremecía contra el mío mientras me miraba con el alma en los ojos, abandonando lo que no fuese su desesperada súplica. Entonces recordé la suerte del hombre en cuya habitación estábamos.

—Usted condujo a Cadby a la muerte —dije, y la aparté de mí.

—¡No, no! —gritó enloquecida, apretándose a mí—. Juro por lo más sagrado que no! ¡No fui yo! ¡Lo vigilé, lo espié, eso sí! Pero sepa que si murió fue porque no hizo caso de advertencias. ¡No pude salvarlo! No soy tan mala como cree. Se lo diré todo. Cogí su diario y arranqué las últimas páginas y las quemé. ¡Mire! ¡Están en la chimenea! Era un libro demasiado grande para llevárselo. Vine dos veces y no lo pude encontrar. ¿Dejará que me vaya?

—Si me dice cuándo, cómo y dónde encontrar al doctor Fu-Manchú, sí.

Dejó caer las manos y retrocedió un paso. Un terror nuevo se leía en su rostro.

—¡No me atrevo! ¡No me atrevo!

—Y si se atreviese, ¿lo haría?

Me miraba fijamente.

—Si fuera a ir usted a buscarlo, no —dijo.

Y con todo lo que pensaba de ella, el decidido servidor de la justicia que me creía, sentí que las mejillas se me encendían ante lo que aquellas palabras implicaban. Se aferró a mi brazo.

—¿Me escondería usted de él si me fuese con usted y le contase todo lo que sé?

—Las autoridades…

—¡Ah! —su expresión cambió—. Pueden someterme a tormento si quieren, pero no me sacarán ni una sola palabra. Nunca.

Echó la cabeza hacia atrás con un gesto de desprecio. Luego, la mirada orgullosa volvió a suavizarse.

—Pero hablaré con usted, si usted quiere.

Se acercó más y más, hasta susurrarme al oído.

—Escóndame de la policía, de él, de todos, y ya no tendré que seguir siendo esclava suya.

El corazón me latía con velocidad inaudita. No había contado con aquella batalla femenina, mucho más dura de lo que nunca hubiera imaginado. Durante unos minutos había sido consciente de que el encanto de su persona y el arte con que suplicaba me habían hecho descender de mi sitial de juez y habían logrado que me resultase imposible pensar en entregarla a la justicia. Ahora estaba desarmado y sumido en la incertidumbre. ¿Qué debía hacer? ¿Qué podía hacer? Me aparté de ella y me acerqué a la chimenea, en cuyo interior yacían unas cenizas de papel que todavía emitían cierto olorcillo a quemado.

No habían pasado más de diez segundos desde que crucé la habitación hasta que miré otra vez atrás, estoy seguro. ¡Y ya había desaparecido!

Salté hacia la puerta cuando la llave se cerraba suavemente desde fuera.

—¡Ma’alesh! —dijo en un dulce susurro—. Tengo miedo de confiar en usted… todavía. Créame, hay alguien muy cerca que si yo hubiera querido le habría matado. Recuérdelo bien: iré con usted tan pronto como quiera y esté dispuesto a ocultarme.

Con pasos ligeros descendió por las escaleras. Oí el grito sofocado de la señora Dolan cuando vio a la visitante misteriosa pasar rápidamente por su lado. La puerta de la calle se abrió, y se cerró.