De nuevo en mi habitación, me dejé caer en una butaca y me eché al coleto un buen trago de coñac.
—Nos han seguido hasta aquí —dije—. ¿Por qué no hemos intentado despistarlos, o hacer que los detuviesen?
Smith se rio.
—Lo primero, porque sería inútil. Vayamos donde vayamos, él nos encontrará. ¿Y de qué serviría detener a esas criaturas? No tenemos prueba alguna contra ellos. Y, además, es evidente que esta noche van a atentar contra mi vida mediante los mismos procedimientos que han resultado tan eficaces en el caso del pobre sir Crichton.
Apretó con fuerza su mandíbula cuadrada, se puso en pie con un salto desmesurado y alzó el puño cerrado hacia la ventana.
—¡Ese canalla! —gritó—. ¡Ese astuto canalla del demonio! Sospeché que sir Crichton sería el siguiente, y acerté. ¡Pero llegué demasiado tarde, Petrie! Y eso me duele, amigo mío. ¡Pensar que lo sabía y que a pesar de todo no conseguí salvarlo!
Volvió a sentarse, y chupó vigorosamente la pipa.
—Fu-Manchú ha hecho que los errores se conviertan en algo corriente para cualquier hombre de genio —dijo—. Pero ha infravalorado a su actual adversario. No me ha creído capaz de descubrir el significado de sus mensajes perfumados. Al poner uno de esos mensajes en mis manos ha lanzado una de sus poderosas armas y ahora cree que, considerándome a salvo dentro de casa, me iré a dormir tan tranquilo y… ¡a morir como murió sir Crichton! Pero, aun sin la indiscreción de su encantadora amiga, hubiera sabido lo que me esperaba cuando recibí su «información», que, por cierto, consistía en una hoja de papel en blanco.
—Smith —le interrumpí—. ¿Quién es ella?
—Es la hija, o la mujer, o la esclava de Fu-Manchú. Me inclino más bien por la última posibilidad, porque no tiene más voluntad que la voluntad de él, excepto —me lanzó una mirada burlona— en cierta cuestión.
—¿Cómo puede hacer bromas cuando tiene algo horrible (y Dios sabe qué) pendiendo sobre su cabeza? ¿Qué significan esos sobres perfumados? ¿Cómo murió sir Crichton?
—Murió del «beso zayat». Si me pregunta qué es eso, le responderé que no lo sé. Los zayats son las posadas birmanas, las casas de huéspedes. A lo largo de cierta ruta, en la que vi por primera y única vez al doctor Fu-Manchú, los viajeros que las utilizaban morían a veces de la misma manera que murió sir Crichton, sin nada que pudiera explicar la causa de la muerte ni más señales que una pequeña marca en el cuello, la cara o los miembros. En aquellas tierras, acabó por recibir el nombre de beso zayat. Ahora, los viajeros evitan las posadas de esa ruta. Yo tengo una teoría que, si sobrevivo, espero poder probar esta noche. Será la manera de destruir otra de las armas de su demoníaco arsenal y así, sólo así, mantener la esperanza de aplastarlo. Esa fue la principal razón que tuve para no dar explicaciones al doctor Cleeve. Cuando se trata de Fu-Manchú, hasta las paredes oyen, de modo que fingí ignorar el significado de la marca porque estaba casi completamente seguro de que emplearía los mismos métodos con la siguiente víctima que eligiera. Quería tener la oportunidad de estudiar el beso zayat de cerca, y creo que la voy a tener.
—Pero ¿y los sobres perfumados?
—En la selva pantanosa del distrito al que me refería, se encuentra a veces una especie muy rara de orquídeas, casi verdes y con un aroma muy especial. Reconocí el perfume inmediatamente. Deduzco que la cosa que mata a los viajeros es atraída por esas orquídeas. Se habrá fijado en que el perfume se adhiere a todo lo que entra en contacto con él. No creo que desaparezca sólo con lavarse. Después de un intento sin éxito, por lo menos, de matar a sir Crichton (¿recuerda que en una ocasión anterior creyó que había algo escondido en su estudio?), Fu-Manchú se decidió por los sobres perfumados. Puede ser que tenga una buena provisión de orquídeas verdes para alimentar a sus bichos.
—¿Qué bichos? ¿Qué criatura hubiera podido entrar en la habitación de sir Crichton esta noche?
—Sin duda se fijó usted en que examiné la parrilla del estudio. Encontré una buena cantidad de hollín. Supuse inmediatamente, puesto que no parecía haber otro posible sistema para entrar, que habían dejado caer algo por la chimenea; y he dado por supuesto que la cosa que sea tiene que seguir escondida en el estudio o en la biblioteca. Pero cuando Wills, el mozo, me dio la prueba, comprendí que el grito desde el camino tenía que ser una señal. Los movimientos de la persona que estuviese sentada a la mesa del estudio eran visibles a través de la cortina, como sombras o siluetas. Vi que el estudio está en uno de los extremos de un ala de dos pisos y dispone de una chimenea baja. ¿Qué significaba la señal? Que sir Crichton se había levantado de su silla y que, o bien había recibido el beso zayat o bien había visto la cosa que alguien había hecho bajar desde el tejado por la chimenea. Era la señal para retirar el mortífero objeto. Me resultó muy fácil acceder al tejado que queda sobre el estudio de sir Crichton a través de la escalera de hierro de la parte trasera de la casa del general Platt-Houston. Y encontré esto.
Nayland Smith sacó del bolsillo un trozo de sedal enmarañado en el que iban mezclados un anillo metálico y unos cuantos plomos grandes, todo enganchado a la manera de un hilo de pescar.
—La prueba de mi teoría —continuó—. Como no esperaban que nadie buscase en el tejado, no tuvieron mucho cuidado. Esto servía para que el sedal tuviese peso y la cosa no se golpease contra las paredes de la chimenea. Así, aterrizó directamente en el hogar; pero, por el anillo, deduzco que el sedal contrapesado fue retirado y que la cosa quedó sujeta únicamente con un hilo muy fino pero que, sin embargo, bastaría para recuperarla una vez que hubiera hecho su trabajo. Podría haberse enredado, desde luego, pero confiaban en que se dirigiría directamente hacia la pata labrada de la mesa de escribir en busca del sobre preparado. Y de allí a la mano de sir Crichton que, al haber tocado el sobre, tendría también el perfume fresco. Un movimiento seguro.
—¡Dios mío! ¡Qué horroroso! —exclamé, mirando con aprensión las sombras difusas de mi cuarto—. ¿Cuál es su teoría sobre esa criatura? ¿Qué tamaño, qué color…?
—Tiene que ser algo que se mueva rápida y silenciosamente. En estos momentos no me atrevo a aventurar nada más, pero pienso que debe moverse en la oscuridad. Recuerde que el estudio estaba a oscuras, excepto el trozo iluminado debajo de la lámpara de mesa. He observado que la parte de atrás de esta casa está cubierta de yedra hasta su dormitorio, e incluso más arriba. Vamos a hacer ver ostensiblemente que nos retiramos a descansar, y creo que podemos confiar en que los servidores de Fu-Manchú iniciarán el proceso para eliminarme… o para eliminarle a usted.
—Pero, mi querido amigo, ¡si hay que trepar como mínimo diez u once metros!
—¿Se acuerda de la llamada de aviso en el camino de atrás? Me sugirió algo, y comprobé la sugerencia, con éxito. Era el grito de los dacoit. Sí, los dacoit no se han extinguido, aunque ya no hagan ruido. Fu-Manchú tiene unos cuantos en sus filas, y probablemente el que hace las operaciones de besos zayat es uno de ellos, puesto que era un dacoit el que vigilaba la ventana del estudio esta noche. Para un dacoit, una pared cubierta de yedra es como una escalinata real.
Los terribles acontecimientos posteriores quedan marcados en mi mente por las campanadas de un reloj lejano. Es muy curioso cómo en los momentos de más tensión, las cosas banales cobran relieve. Procederé, pues, con el subrayado de esas marcas, a ir al encuentro del horror que estaba escrito que habríamos de atravesar.
El reloj del otro lado del descampado tocó las dos.
Eliminamos de nuestras manos todo residuo del perfume de orquídeas mediante una solución de amoníaco y comenzamos a cumplir el programa trazado. Llegar a la parte trasera de la casa era cosa fácil, bastaba con saltar una valla, y no dudamos de que, en cuanto viese que las luces de delante se apagaban, nuestro oculto vigilante se dirigiría hacia allí.
Era una habitación amplia; en un extremo instalamos mi cama de campaña, metiendo objetos diversos bajo las mantas para dar la impresión de que había alguien durmiendo, e hicimos otro tanto con la cama grande. Dejamos el sobre perfumado encima de una mesita de café en el centro de la habitación. Smith, provisto de una linterna de bolsillo, con un revólver y un palo de golf a mano, se sentó en unos cojines, oculto en las sombras que procuraba el armario. Yo ocupé un lugar entre las ventanas.
Ningún ruido extraño había turbado hasta el momento la calma de la noche. Nuestra guardia se desarrollaba en silencio total, salvo el poco frecuente ronquido de los escasos coches que pasaban por delante de la casa. La luna llena pintaba sobre el suelo las sombras extrañas de las ramas de la tupida yedra, y el dibujo se iba trasladando lentamente, a través de la habitación, de la puerta a los pies de la cama, pasando por la mesita en la que se encontraba el sobre.
El reloj tocó a lo lejos las dos y cuarto.
Una leve brisa agitó la yedra y una nueva sombra se sumó al dibujo de la luna, en uno de sus extremos.
Algo se elevaba, centímetro a centímetro, sobre el antepecho de una de las ventanas. No podía ver más que su sombra, pero la respiración seca, silbante de Smith me dijo que él, desde su puesto, podía ver la causa de la sombra.
Hasta el último nervio de mi cuerpo se puso en tensión. Me sentía frío como el hielo, expectante, y preparado para cualquier horror que se nos presentara.
La sombra se detuvo: el dacoit estudiaba el interior del cuarto.
—Olvídese del dacoit, Petrie —dijo—. El destino sabrá dónde encontrarlo. Ahora sabemos ya qué es lo que produce el beso zayat. La ciencia gana conocimientos tras nuestro primer encuentro con el enemigo, y el enemigo pierde un arma, a menos que tenga más ciempiés sin clasificar. Y ahora entiendo también algo que me intrigaba desde que lo supe: la exclamación ahogada de sir Crichton. Teniendo en cuenta que casi no podía hablar, podemos suponer sin temor a equivocarnos que sus palabras no fueron «la mano roja» sino «la araña roja». ¡Cada vez que pienso que no pude salvarle de semejante fin por menos de una hora, Petrie!
Luego se alargó de repente y, estirando el cuello hacia la izquierda, vi una forma negra, elástica, rematada por un rostro amarillo, recortado contra la luz de la luna, que se aplastaba contra los cristales de la ventana. Una mano morena, delgada, apareció en el borde del marco, se aferró a él; luego, apareció la otra. El hombre no hacía ni el más ligerísimo ruido. La segunda mano desapareció… y volvió a aparecer. Sujetaba una caja pequeña, cuadrada.
Se oyó un débil chasquido.
El dacoit saltó de la ventana con la agilidad de un mono al mismo tiempo que algo caía sobre la alfombra con un ruido blando, un sonido apagado.
—¡Quédese quieto, por Dios! —me llegó la voz de Smith, aguda.
Un rayo de luz blanca cruzó la habitación y se detuvo de lleno sobre la mesita de café que estaba en su centro.
Preparado como estaba para algo espantoso, noté sin embargo que palidecía al ver la cosa que corría al borde del sobre.
Era un insecto, de unos buenos quince centímetros de longitud y de vivo color rojo veneno. Tenía el aspecto de una araña gigante, largas antenas temblorosas, vitalidad febril y espeluznante, el cuerpo más largo que la cabeza, provista de innumerables patas que se movían con rapidez. Un ciempiés gigantesco, del género escolopendra, sin duda, pero de una forma que yo no conocía.
Todo eso me pasó por la mente en un brevísimo instante; al siguiente, ¡Smith había terminado con la vida venenosa del bicho de un único y certero golpe del palo de golf!
Salté a la ventana y la abrí de par en par sintiendo un hilo de seda tropezar con mi mano al hacerlo. Una sombra negra descendía con agilidad increíble por las ramas de la yedra y, sin ofrecer blanco al revólver ni por un momento, desapareció entre los árboles del jardín.
Me volví, encendí la luz y vi que Nayland Smith se dejaba caer en una silla con la cabeza entre las manos. ¡Hasta el valor increíble de aquel hombre había sido sometido a una dura prueba!