—Abra esta puerta.
Estábamos frente a la habitación número 36, que era la contigua a nuestros aposentos. Habían restablecido la iluminación. Un asustado gerente había obedecido la orden.
—Quédese fuera, Gallaho. Vamos, Kerrigan.
Entramos en un dormitorio individual que no parecía estar ocupado. Se percibía un olor acre, y el primer objeto en el que me fijé fue una caja de cartón, larga y estrecha, con un membrete que decía: «Meurice Fréres» y una tarjeta donde leí:
Señora Hulbert:
Dejar en la habitación número 36 hasta que llegue la señora Hulbert.
—¡No la toque! —soltó Smith—. Todavía no está seguro. ¡Caramba!
Miraba hacia el trozo de pared que había encima del armario. Vi un agujero irregular de unos quince centímetros de diámetro, que debía comunicar con la habitación contigua. Smith arrastró una silla hasta allí, Se subió a ella y examinó la parte alta del armario.
—¡Le presento mis disculpas, Kerrigan! Después de todo, no falló… ¡Aquí hay sangre!
Volvió a bajar y empezó a examinar el suelo.
—¡Mire, una mancha fresca, Smith!
—¡Vaya! Cerca de la ventana. ¡Lástima! ¡Creo que se ha escapado! Voy a descorrer las cortinas. ¡Si ve alguna cosa que se mueve, no lo dude y dispare!
Con la pistola en la mano, lo observé mientras echaba a un lado las pesadas cortinas. La ventana estaba abierta unos diez centímetros.
—¡Aquí hay más manchas!
De pie junto a él, observé en el antepecho de la ventana unas manchas de sangre tan extrañas que me quedé sin habla. ¡Eran las huellas de unas manos pequeñitas!
—¡Extraordinario! —murmuró Smith.
Miró afuera, a izquierda, a derecha y al patio de abajo. La fachada del edificio estaba formada por bloques de piedra decorativa.
—Smith… —empecé a decir.
—Un ser tan pequeño como ése podría bajar por esta pared y entrar por alguna ventana abierta, si la herida no es muy grave —soltó.
—Pero, Smith… ¡es la huella de una mano humana!
—¡Lo sé! —dijo mientras corría hacia la puerta—. ¡Gallaho! Dé instrucciones a Jussac para que registren todas las habitaciones que dan a este patio y se aseguren de que nada, ni siquiera un paquete pequeño, sale de ellas. ¡Vamos, Kerrigan!
Agarró la caja del florista y regresó a nuestras habitaciones, que habían permanecido cerradas con llave. Ardatha descansaba en una habitación cercana al cuidado de una amable jefa de planta. Cuando entramos en la salita, me detuve de repente…
Cuando disparé a aquella cosa que estaba bajo la cornisa, Smith estaba justo detrás de mí, frente a un armario de madera de nogal. ¡Pero ahora la parte superior del armario había desaparecido!
—¡Santo cielo! —susurré—. ¡Ha escapado de la muerte por una fracción de segundo!
—¡Así es! ¡El rayo de Ericksen! La cosa de los ojos rojos dispone al menos de una inteligencia elemental que permite confiarle un arma como ésa. Esta criatura, o una igual, estaba escondida en la casa de Delibes, pero escapó. En este caso, han utilizado el mismo truco de la caja de flores. Una hipotética señora Hulbert reservó la habitación contigua y, esta noche, durante nuestra ausencia, han abierto el agujero de la pared con el rayo.
—¡Pero la caja sigue cerrada!
—¡También lo parecen las cajas que utilizan los magos! ¡Creo que ahora ya podemos arriesgarnos!
—¿Todo está en orden ahí dentro, sir Denis? —preguntó Gallaho desde el pasillo con su voz ronca.
—Todo está bien, inspector.
Cortó el cordel y abrió la caja. Estaba vacía.
—Si es cierto que existe una criatura inteligente tan pequeña que cabe en esta caja, no debería resultarle difícil salir: bastaría con que abriera estas dos pestañas del extremo y que volviera a ajustarlas desde fuera sin desatar el cordel…
No puedo decir, ni sabré nunca, lo que distrajo mi atención de la caja con trampa, pero me encontré mirando fijamente las sombras de debajo de la cómoda, estaba casi exactamente debajo del agujero de la cornisa. Allí, sobre la alfombra, había un objeto que despedía un brillo tenue. Me acerqué para recogerlo, y casi había puesto mi mano sobre él cuando lo reconocí, porque era el tubo que había visto en posesión de Fu-Manchú. ¡Y en el mismo instante en que lo reconocí, vi la cosa de los ojos rojos!
—¡Rápido! ¡Agárrelo, Kerrigan!
Antes, cuando en la súbita oscuridad la criatura había resultado herida, había dejado caer el tubo de plata en su intento por escapar; pero ahora, por alguna razón, había regresado a buscarlo. Estaba agachado junto a la cómoda. Era un enano de raza negra, de menos de cincuenta centímetros de altura, y que estaba desnudo salvo por un taparrabos, también negro. ¡Se trataba de un ser humano perfectamente formado!
Sus facciones, negroides, se crispaban con furia animal, y sus ojos rojos brillaban como los de un perro rabioso. Levantó el tubo… Pero se lo arrebaté justo a tiempo.
Lo que ocurrió a continuación amenaza con superar mi capacidad de descripción. Smith, que se había desplazado para poder disparar, lo hizo… pero cuando, totalmente fuera de mí, agarré el tubo, caí de rodillas y mis dedos se cerraron sobre una especie de gatillo que había en el extremo.
La bala de Smith se hundió en la pared y me estremecí. ¡La criatura de los ojos rojos, que se acuclillaba delante de mí, desapareció de repente!
Mi último recuerdo es que la cómoda se derrumbó sobre mi cabeza.
—Bart, cariño, ¿estás mejor?
Estaba echado y apoyado sobre unos almohadones. Ardatha me rodeaba con los brazos. La cabeza me zumbaba como si tuviera dentro una colmena de abejas y un hombre que debía de ser un médico me limpiaba un doloroso corte que tenía en la frente.
—Sí, está mejor —dijo el médico sonriendo—. No ha sufrido ningún daño grave —comentó volviéndose hacia Nayland Smith, que nos observaba—, aunque ha recibido un buen golpe.
—¡Sí! —le aseguró Smith—. Afortunadamente, tiene una cabeza muy dura.
Cuando el médico nos dejó y me sentí capaz de incorporarme y mirar a mi alrededor, me di cuenta de que me habían trasladado a otra habitación.
—Habría resultado demasiado difícil explicar lo que había sucedido —declaró Smith—, así que lo trajimos aquí.
Entonces me acordé del enano negro que había desaparecido de repente…
—¡Smith! ¡Se ha desintegrado!
—Igual que una parte de la cómoda —repuso Smith—, por eso perdió el sentido. Se vino abajo antes de que pudiera sujetarla. Tengo el misterioso tubo, Kerrigan. Constituye la prueba número 1. Descompone la materia, pero no pienso experimentar más con ella. ¡Debemos estar agradecidos de no haber sido nosotros los que nos hayamos desintegrado!
Ardatha me oprimió la mano con fuerza y una cálida ola de felicidad me invadió. Lo increíble se había convertido en realidad.
—No estoy en absoluto seguro de cuánto durará este intervalo de paz —continuó Smith—. El hecho de que haya salvado a Marcel Delibes a la fuerza podría interpretarse como un triunfo del Si-Fan. En este caso, nuestros intereses han coincidido. ¡Probablemente nos concedan el indulto!
—¡Nos lo merecemos! —dije mientras miraba algo que había sobre una mesilla. Parecía un reloj pequeño, aunque no lo había visto nunca antes—. ¿Qué tiene ahí, Smith?
—La prueba número 2 —contestó con una sonrisa—. Debía llevarlo el enano, el ser humano pequeño y más perverso que he conocido nunca. Gallaho lo encontró en el agujero que hay entre las dos habitaciones, así que supongo que el enano tenía intención de volver a pasar por allí, después de recuperar el tubo de plata, y huir por la ventana de la habitación número 36. En mi opinión, debieron tener en cuenta esa posibilidad.
—Pero ¿de qué se trata?
Ardatha me apretó la mano con más fuerza.
—Es un radiorreceptor —dijo—. Algunas veces, aunque no a menudo, los utilizan quienes cumplen las instrucciones del Si-Fan. De este modo están en contacto directo con quien los dirige.
Volví hacia ella mi dolorida cabeza y la miré a los ojos.
—¿Alguna vez utilizaste uno, Ardatha?
—Sí —respondió simplemente—, cuando me enviaron a robar el maletín del comisario de la policía de Londres.
—¿Comprende ahora, Kerrigan, el origen de la voz que oímos en el estudio de Marcel Delibes? —le soltó Smith—. Ardatha, ¿puede enseñarme cómo funciona?
Ardatha soltó mi mano y se levantó. Se movía con un gran encanto. Su figura era perfecta, y entonces supe que los momentos de desesperación por los que había pasado fueron por mí…
—Así lo haré si lo desea. No puede pasarme nada. Podrá escuchar pero no responder.
Tomó el diminuto instrumento que Smith le alargaba y efectuó algunos ajustes. Smith y yo mirábamos con atención. París se extendía a nuestro alrededor; no dormía, sino que hervía en rumores de guerra. Pero en la habitación reinaba el silencio, y en silencio esperamos. El radiorreceptor no funcionaba.
Se oyó una voz gutural que habló con rapidez en un idioma desconocido. Después, se interrumpió. Ardatha volvió a ajustar el aparato.
—Si se mueve en esta dirección —dijo con voz algo temblorosa—, significa: «No le entiendo.»
Entonces, (confieso que el corazón me latía de un modo desagradable) la voz gutural habló en inglés… y ¡supe que quien hablaba era Fu-Manchú!
—¿Es posible que sea sir Denis quien me llama?
Ardatha movió los dedos en el aparato.
—¡Vaya! Me alegro de que siga con vida, sir Denis. Sospecho que Ardatha está con usted. Cualquier información que pueda darle carecerá de importancia. Supongo que he perdido a uno de mis tres pigmeos. Pero es más que justo. Sir Denis, su labor en relación con Marcel Delibes dio como resultado que se cancelara la ridícula orden de eliminarle a usted. Agradezco su cooperación, pero lamento lo de mi enano. Un espécimen como ese representa veinte años de trabajo. Destruya el tubo Ericksen, es peligroso. Los que lo utilizan no viven mucho tiempo. Y, en cuanto al radiorreceptor, se lo confío. No pierda el tiempo buscándome…
Esa voz única se desvaneció. Ardatha temblaba entre mis brazos.
FIN