—¡Éste es el tipo de ambiente en el que el doctor Fu-Manchú se sentiría como en casa!
Estábamos en el estudio de Marcel Delibes, el famoso hombre de estado francés. Tenía un compromiso ineludible, pero nos pidió que lo esperáramos. Dos ventanales daban a un largo balcón en el que las clemátides habían crecido con exuberancia y desde el que se dominaba un jardín agradable y bien cuidado. Más allá, se veía el Bois. La habitación, limpia como la de una madre superiora, tenía un aspecto alegre gracias a las agradables cubiertas de los libros franceses que llenaban las numerosas estanterías. Unos jarrones y vasijas con claveles aportaban otra nota de color a la sala.
El perfume de todas aquellas flores era en cierto modo abrumador, de modo que la impresión que me dominó durante nuestra estancia en el estudio fue de claveles y fotografías de mujeres hermosas.
La luna estaba casi llena, y a través de los ventanales abiertos de par en par, Smith y yo examinamos el balcón. Nuestro traslado desde Londres en un avión de las Fuerzas Aéreas británicas fue tan rápido que me pareció un sueño, y todavía me preguntaba si aquello era de verdad París.
Sí, aquella sala con fragancia de claveles e iluminación escasa, salvo por una lámpara con pantalla verde que había sobre el escritorio, y con fotografías encantadoras que nos contemplaban desde las sombras, constituía, como había dicho Nayland Smith, el ambiente idóneo para el doctor Fu-Manchú.
Gallaho estaba abajo con Jussac, de la Sûreté Générale, y yo sabía que la casa estaba protegida como una fortaleza. Incluso a esa hora, entraban y salían mensajeros, y una multitud considerable se había congregado en el Bois, aunque resultaba invisible e inaudible desde la casa debido a los jardines que la rodeaban.
Uno de esos rumores que movilizan a la población se extendía por París. Según ese rumor, Delibes había concebido un plan político que, si no tenía éxito, significaría la guerra para Francia antes de que amaneciera un nuevo día.
—Es posible que los jardines estén protegidos, Smith —dije mirando a mi alrededor—, pero Delibes no toma más precauciones.
Señalé a los ventanales abiertos de par en par y Smith asintió con sequedad.
—Aquí tenemos, Kerrigan —repuso Smith—, otro ejemplo de ese valor temerario que ya ha colocado a tantas cabezas distinguidas bajo el hacha del doctor Fu-Manchú.
Descolgó el auricular del teléfono que había sobre la mesa y lo examinó con atención. A continuación sacudió la cabeza.
—¡Nada! Ya le hemos advertido sobre la muerte verde, hecho que, con toda seguridad, el Si-Fan conoce. ¡Si al menos el muy insensato se enfrentara a los hechos, si me otorgara su confianza! Ya sabe, porque se lo hemos contado, el destino de los que, antes que él, han desafiado al Consejo de los Siete. Es un hombre audaz en más de un sentido —dijo Smith señalando con la cabeza en la dirección de las múltiples fotografías—. Debo averiguar qué piensa hacer y cuánto tiempo le ha concedido el Si-Fan para que cambie de opinión.
—¡No está en una situación de peligro mayor que la de usted!
—¡Quizá no, pero yo no soy un representante político de Francia! ¿Está pensando en la carta que habían dejado para mí en la recepción del hotel?
—En efecto.
—¡Sí —dijo asintiendo con la cabeza—, el segundo aviso!
—Pero, Smith…
—He tomado una determinación, Kerrigan, y he venido decidido a que se cumpla: quiero que Marcel Delibes acepte mis consejos. Otro asesinato del Si-Fan paralizaría el sistema político europeo. Supondría el sometimiento a un reino de terror…
Marcel Delibes entró. Era atractivo, con el pelo cano, y me fijé en aquellas cejas oscuras y aquel bigote que tanto complacían a los caricaturistas franceses. Llevaba un clavel azul en el ojal y se deshizo en amables disculpas.
—Caballeros, se han presentado en un momento tan crucial para la historia de Francia que espero que sepan disculpar mi retraso.
—Eso tengo entendido, señor —repuso Nayland Smith con brusquedad—. Pero lo que no entiendo es su actitud en relación con el Si-Fan.
Delibes se sentó frente al escritorio, adoptó una postura característica en él y sonrió.
—¿Está intentando asustarme, no es cierto? Afortunadamente para Francia, no me asusto con facilidad. ¡Ahora me dirá que el general Quinto, Rudolf Adlon, Diesler y otros muchos han muerto porque rehusaron aceptar las órdenes de esta sociedad secreta! ¡Me dirá también que Monaghani vive porque las ha aceptado! ¡Vamos! ¡Tonterías, amigo mío! Todo son malos presagios cuando se acerca el final de una gran vida. Ya lo sabían los romanos, y los griegos antes que ellos. Y esta escoria, esta banda de manos ensangrentadas que se autodenomina el Si-Fan, consigue triunfos espectaculares enviando esas advertencias absurdas… Pero ¿cuántas han enviado en vano?
Abrió un cajón del escritorio y echó con brusquedad tres hojas de papel sobre el cartapacio. Nayland Smith se acercó y, con un mero gesto de la cabeza con el que parecía solicitar permiso, las leyó.
—¡Ah! ¡El aviso final!
—¡Sí, el aviso final! —repuso Delibes, que había dejado de sonreír—. ¡A mí! ¿Puede haber algo más insolente?
—Por lo que veo, le conceden hasta las once y media de esta noche.
—Exacto. ¡Qué gracioso!
—Sin embargo, lord Aylwin se ha entrevistado con usted y el Foreign Office le envió a Railton con el objetivo concreto de convencerle de que el poder del Si-Fan es real. Según dice la nota, le requieren para que apague y encienda tres veces las luces de esta habitación como señal de que ha destruido una orden escrita dirigida al mariscal Brieux. El distinguido oficial se encuentra, en estos momentos, en el vestíbulo. Crucé unas palabras con él al entrar. Como visitante privilegiado, ¿puedo preguntarle la naturaleza exacta de esta orden?
—La tengo aquí, firmada —contestó Delibes mientras abría una carpeta y sacaba un documento oficial—. Como verá por las firmas, toda Francia me apoya en el paso que me propongo dar esta noche. Puede leerla si lo desea, porque mañana será del dominio público.
Con una amable inclinación de la cabeza alargó el documento a Nayland Smith.
Los ojos de acero de Smith se movieron de forma mecánica mientras leía los diversos párrafos.
—Por lo que veo —dijo—, si no recibe un mensaje de Monaghani antes de las once y cuarto, entregará este documento al mariscal Brieux. Con ello, llamará a filas a todos los franceses, lo cual se interpretará como una declaración de guerra.
—No necesariamente, sir —repuso el ministro arqueando las gruesas cejas—. Se interpretará como una prueba de la unidad de Francia y detendrá a los posibles agresores. Cuando falten tres minutos para la medianoche, París quedará a oscuras y probaremos nuestras defensas aéreas en situación de guerra.
Smith empezó a caminar de un extremo al otro de una mullida alfombra persa.
—En la primera nota del Si-Fan —dijo Smith—, le definen como uno de los siete hombres del mundo que podrían desencadenar una guerra en Europa. Quizá le interese saber, señor, que la primera nota que vi hacía referencia a quince hombres. ¿Este dato no le parece significativo?
Delibes se encogió de hombros.
—Nos interrumpió la llegada del secretario.
—El motivo de mi pregunta no es la simple curiosidad —dijo Nayland Smith mientras el ministro le observaba con exasperación—. En su encantadora colección de fotografías he descubierto dos de una dama a la que conozco bien.
—¿De veras? —contestó Delibes poniéndose de pie—. ¿A qué dama se refiere?
Smith puso las dos fotografías sobre la mesa.
Ambas correspondían a la mujer llamada Koréani. Una era de la cabeza y los hombros, y se parecía tanto al busto de Nefertiti que hacía pensar que ésta había sido una de sus anteriores reencarnaciones. En la otra aparecía con un sugerente vestido de bailarina coreana.
Delibes las miró y después alzó la vista hacia Nayland Smith por debajo de las cejas.
—Supongo, sir Denis, que esa amistad no interfiere de ningún modo en nuestros asuntos.
—Lo cierto es que no, aunque conozco a la dama desde hace bastantes años.
—La conocí mientras actuaba en París. Como sabrá, no se trata de una artista de cabaret vulgar. Pertenece a una antigua familia coreana, y, por interpretar los bailes sagrados, se ha visto obligada a exiliarse de su país.
—Vaya —murmuró Smith—. ¿Le sorprendería saber que también es una de las sirvientes más útiles del Si-Fan? ¿Que estuvo personalmente implicada en la muerte del general Quinto y en la de Rudolf Adlon? ¡Por mencionar sólo dos! ¿Le sorprendería, además, saber que es la hija del presidente del Consejo de los Siete?
Delibes volvió a tomar asiento sin dejar de mirar a Smith.
—No dudo de su palabra, pero ¿está seguro de lo que dice?
—Muy seguro.
—Casi me alarma —dijo volviendo a sonreír—. Koréani es una mujer complicada, pero muy, muy atractiva. Sin ir más lejos, la vi la noche pasada. Y hoy, como conoce mis gustos, me ha enviado tres docenas de claveles azules.
—¡Vaya! ¿Claveles azules? Muy inusual.
Empezó a mirar a su alrededor.
—Sí, pero son hermosos. Ahí están, en esos tres jarrones.
—He contado treinta y cinco —soltó Smith.
—El otro lo llevo encima.
Smith olfateó uno con precaución.
—¿Procedían de algún florista que usted conoce?
—Desde luego, de Meurice Fréres.
Smith se puso justo frente al escritorio mirando a Delibes.
—Dejando a un lado sus gustos personales, señor —dijo—, dispongo de conocimientos y medios especiales. Y ya que la paz de Francia, y quizá del mundo, está en juego, ¿puedo preguntarle cuándo recibió los claveles?
—Esta mañana, antes de que me levantara.
—¿En una caja o en varias?
—Desconozco la respuesta a esta pregunta, pero lo averiguaré. Sus preguntas son muy extrañas.
Sin embargo, y según pude apreciar, Delibes pugnaba por conservar la confianza en sí mismo. Se inclinó hacia un lado para pulsar un timbre y, con disimulo, se quitó el clavel azul de la solapa y lo dejó caer dentro de una papelera…
El ayuda de cámara de Delibes entró. Se llamaba Marbeuf.
—¿Le han entregado a usted estos claveles por la mañana? —le preguntó Nayland Smith.
—Sí, señor.
La actitud de Marbeuf era de alarma contenida.
—¿En una caja o en varias?
—En varias, señor.
—¿Se han deshecho de ellas?
—Creo que no, señor.
Smith se volvió hacia Delibes.
—Tengo que llevar a cabo una breve investigación —dijo—, pero le ruego que, cuando regrese, me conceda unos minutos.
—Como desee, señor. Es portador de noticias inquietantes, pero mi propósito sigue siendo firme…
Bajamos con el ayuda de cámara a las dependencias de servicio. El vestíbulo estaba lleno de funcionarios y se respiraba una atmósfera de excitación contenida, pero nos escabullimos sin que repararan en nuestra presencia. Examiné a Marbeuf, un sujeto rubio y bien afeitado con la amable hipocresía que distingue a algunos sirvientes de confianza.
—Aquí hay cuatro cajas —dijo Smith con impaciencia y miró a Marbeuf—. ¿Dice que las han recibido esta mañana?
—Así es, señor.
—¿Aquí, en esta habitación?
—Sí.
—¿Qué ha hecho con ellas a continuación?
—Las dejé sobre esa mesa porque el señor recibe muchos presentes de este tipo. A continuación, envié a Jacqueline a buscar unos jarrones y abrí las cajas.
—¿Quién es Jacqueline?
—La doncella.
—¿Había nueve claveles en cada caja?
—No, señor. Había doce en cada caja y una estaba vacía.
—¿Cómo?
—A mí también me sorprendió, señor.
—Entre que le entregaron las cajas del florista y las colocó sobre la mesa, y cuando empezó a abrirlas, ¿salió de la habitación?
—En efecto. Se recibió una llamada telefónica.
—¡Vaya! ¿De quién?
—De una dama, pero cuando le dije que el señor todavía no se había levantado, no quiso dejar ningún mensaje.
—¿Cuánto tiempo estuvo fuera?
—Unos dos minutos.
—¿Y después?
—Después regresé y empecé a abrir las cajas.
—Y, ¿una de las cuatro no contenía claveles?
—Exacto, señor. Una estaba vacía.
—¿Qué hizo entonces?
—Telefoneé a Meurice Fréres y me aseguraron que habían enviado no tres, sino cuatro docenas de claveles que eran los que había encargado la dama.
Smith examinó las cuatro cajas con atención, pero no pareció quedar satisfecho. Eran de cartón, de unos cincuenta centímetros de largo y quince de ancho, de construcción resistente y llevaban inscrito el nombre de los conocidos floristas. Sin embargo, su expresión se tornó muy grave y no volvió a hablar hasta que regresamos al estudio.
Delibes estaba de pie y ocultaba su impaciencia con una sonrisa.
—El tiempo concedido para la respuesta de Monaghani acaba de expirar —dijo Smith—. ¿Debo entender que tiene la intención de entregar el documento al mariscal Brieux?
—Ésa es mi intención.
—El tiempo que el Si-Fan le ha otorgado a usted termina dentro de quince minutos.
Delibes se encogió de hombros.
—Olvídese del Si-Fan —dijo—. Supongo que sus pesquisas en relación con el regalo de Koréani han sido satisfactorias.
—No del todo. ¿Sería abusar de su hospitalidad solicitarle que el señor Kerrigan y yo podamos quedarnos con usted hasta que hayan transcurrido esos quince minutos?
—Esta bien —repuso el ministro. A continuación se puso en pie, frunció el ceño y luego sonrió—. Ya que menciona mi hospitalidad. Si quieren tomar una copa de vino conmigo y después disculparme unos instantes mientras voy a ver al mariscal Brieux, por supuesto que será un placer estar con ustedes.
Estaba a punto de pulsar el timbre, pero cambió de opinión y salió.
En cuanto estuvo fuera, Smith hizo algo sorprendente. En dos zancadas se colocó junto a la puerta y presionó un interruptor. ¡Las luces se apagaron!
—¡Smith!
Volvió a encender las luces.
—Quería saber cuál era el interruptor. No habrá tiempo que perder.
Empezó a buscar por la habitación como un perro de caza seguiría el rastro de un olor intenso. Me recuperé y empecé yo también a buscar detrás de los bustos y las fotografías, pero Smith me detuvo:
—No toque nada, Kerrigan. ¡Fu-Manchú ha escondido aquí algún nuevo agente mortal! ¡No sé de qué se trata, pero está aquí! ¡Está aquí!
Cuando Delibes regresó, no habíamos encontrado nada…
Marbeuf entró detrás del ministro llevando en una bandeja una cubitera con una botella de champaña y tres copas.
—¡Como verá, conozco los gustos ingleses! —exclamó Delibes—. Si les parece bien, brindaremos por Francia… y por Gran Bretaña.
—En ese caso —repuso Nayland Smith—, si no le importa decir a Marbeuf que se retire, sería un privilegio para mí servir las bebidas en una ocasión tan memorable.
Marbeuf quitó el alambre de la botella y, tras un movimiento de cabeza de Delibes, se retiró. Smith sacó el corcho y llenó las tres copas hasta el borde. Con una inclinación, dio una al gobernante, la segunda me la entregó a mí con menos ceremonia y, a continuación, levantó la suya.
—¡Brindemos, con un trago largo —dijo Nayland Smith con un brillo extraño en los ojos y sus palabras sonaron extrañas—, por la paz de Francia y de Gran Bretaña, y, por lo tanto, por la paz mundial!
Bebió casi todo el contenido de su copa y Delibes, caballerosamente, hizo lo mismo. Aunque nunca me ha gustado el champaña, me esforcé por seguir su ejemplo, pero me detuve, asombrado, por el comportamiento de Delibes.
¡Estaba de pie, con la apostura de un militar, pero, de repente, pareció ponerse rígido! Abrió los ojos desmesuradamente, como si fueran a salírsele de las órbitas. El color de su rostro, de natural pálido, cambió y se tornó gris. Su copa cayó sobre la alfombra persa y lo que quedaba del contenido se derramó. ¡Se agarró la garganta y se tambaleó!
Nayland Smith corrió a su lado y lo tendió con cuidado en el suelo.
—¡Smith! ¡Smith! —dije con voz entrecortada—. ¡Le han envenenado! ¡Le han atrapado!
—¡Chist! —me indicó Smith poniéndose de pie—. ¡No diga ni una palabra, Kerrigan!
Sorprendido más allá de lo imaginable, lo observé. ¡Cruzó la estancia hasta el escritorio meticulosamente ordenado, agarró el documento que contenía las impresionantes firmas y lo rompió!
—¡Smith!
—¡Silencio… o estamos perdidos!
Se dirigió al interruptor que había junto a la puerta y apagó las luces. Me mortifica recordar que, en aquel momento, dudé de su cordura. Las encendió, las apagó… Cuando las apagó por segunda vez, lo comprendí: ¡Estaba siguiendo las órdenes del Si-Fan!
—¡Ayúdeme, Kerrigan! ¡Aquí!
Junto al estudio, había una alcoba con grandes cortinas y lujosamente amueblada, como el dormitorio de un artista de cine.
Colocamos a Delibes sobre un sofá y, mientras lo hacíamos y yo miraba a Smith con ojos inquisidores, oímos una voz que procedía de la otra habitación y que me hizo contener el aliento. Parecía una orden emitida con voz gutural en un idioma desconocido para mí, a la que siguió un curioso ruido de pasos, como los producidos por las ratas…
Fue como si enviaran un mensaje directamente al cerebro de Nayland Smith. Sin siquiera echar una mirada al hombre inconsciente que estaba tumbado sobre el sofá, salió como una exhalación.
Le seguí, y esto es lo que vi: ¡Alguna cosa —no podría definirla de otro modo ni decir si caminaba a dos o cuatro patas— se fundió en las sombras del balcón! Smith, salió a toda prisa pistola en mano. Se oyó un susurro en las clemátides del jardín y, luego, el ruido cesó.
Smith se volvió hacia mí. Su semblante parecía una máscara lúgubre a la luz de la luna.
—¡Ahí iba la muerte para Marcel Delibes! —dijo—, pero aquí ha ido a parar la muerte de millones de franceses —continuó, señalando el documento roto que había sobre la alfombra.
—Pero ¡esa voz, Smith, esa voz! ¡Alguien ha hablado y aquí no hay nadie!
—Sí, la he oído. Quien ha hablado debía de estar en el jardín.
—Y, por todos los santos, ¿qué era la cosa que hemos visto?
—Eso, Kerrigan, está más allá de mis conocimientos. Tendremos que registrar el jardín, pero dudo que encontremos algo.
—Pero… —dije mirando a mi alrededor con recelo—. ¡Debemos hacer algo! ¡Delibes puede estar muerto!
Nayland Smith sacudió la cabeza.
—Estaría muerto si yo no lo hubiera salvado.
—¡No comprendo nada!
—Otro método copiado del doctor Fu-Manchú. Esta noche, venía preparado a hacer frente a la oposición de Delibes. Antes, había enviado un telegrama a mi viejo amigo el doctor Petrie, que se encuentra en El Cairo. Me telegrafió una fórmula; lord Morton la confirmó y fue elaborada en el mejor laboratorio farmacéutico de Londres. Se trata de una pastilla que se disuelve con rapidez, Kerrigan. Según Petrie, Delibes permanecerá inconsciente durante dieciocho horas, aunque no sufrirá efectos secundarios desagradables… ni tampoco recordará con exactitud lo que ha pasado.
No se me ocurrió ninguna respuesta.
—Ahora llamaremos solicitando ayuda —continuó Smith—. Explicaremos que Marcel Delibes rompió el documento en nuestra presencia y expresaremos nuestro pesar por el achaque repentino que ha sufrido.
Vertió agua de la cubitera en la copa utilizada por Delibes y la vació fuera del balcón. A continuación, la rellenó parcialmente.
—Después de comunicar al mariscal Brieux que París puede dormir tranquilo, regresaremos al hotel.