—¡Smith! ¡Esto es el fin!
Sir William Bard se sentó, en una butaca con la cabeza entre las manos, en una butaca detrás de un enorme escritorio cubierto de documentos oficiales. En aquella habitación privada, que estaba en el centro de Scotland Yard, mi mente cansada sintió la amenaza que representaba el doctor Fu-Manchú de un modo mucho más evidente que en el santuario oficial del gobierno británico.
Entre el alboroto que se originó cuando nos dimos cuenta de que los documentos que iban a servir para acabar con aquellos personajes distinguidos habían sido robados de las manos de nada menos que el comisario de la policía metropolitana, sólo una frase se repetía en mi mente, la pregunta del primer ministro:
—¿Considera, sir Denis, que este aviso constituye una amenaza personal?
Nayland Smith miró con fijeza al comisario y, a continuación, saltó de la silla:
—No creo —dijo—, que deba tomarme este aviso con tanta seriedad. Quizá sólo sea pura arrogancia por mi parte el decirlo, pero el genio excepcional que les ha engañado esta noche me ha engañado a mí muchas otras a pesar de mi experiencia, y ésta ha sido larga.
Sir William Bard levantó la vista.
—Pero ¿cómo lo han hecho? Y ¿quién?
—Con respecto a cómo lo han hecho —contestó Smith—, se trata de un sencillo truco de sustitución. Y en cuanto a quién, ha sido el doctor Fu-Manchú.
—Como sabe, Smith, he aceptado con gran reticencia la existencia del doctor Fu-Manchú, aunque sé que mi inmediato predecesor lo consideraba con gran respeto. ¿Está seguro de que ha sido él el responsable del robo?
—Por completo —dijo Smith y, a continuación, me lanzó una mirada fugaz—. Descríbame a la joven a quien casi atropella.
—Es muy fácil, porque era una belleza. Tenía el cabello rojizo y unos ojos extraordinarios, del color de las flores del pensamiento. Era delgada, extranjera, lo que percibí por su ligero acento.
No gemí de un modo audible: fue mi alma la que gimió.
—¡Es suficiente! —interrumpió Smith—. Kerrigan y yo conocemos a la dama. ¿Y el doctor?
—Era un hombre alto de pelo cano y aspecto distinguido, el doctor Maurice Atkin. Aquí tengo su tarjeta y también la de la señorita Pereira.
—Las tarjetas no significan nada —dijo Smith con sequedad, y se volvió hacia mí—. El aristócrata de pelo cano parece desempeñar papeles importantes en la partida actual del doctor Fu-Manchú, Kerrigan. Detecto un parecido notable con el conde Boratov, que fue uno de los huéspedes de Brownlow Wilton, y estoy seguro de que habrá reconocido a la señorita Pereira.
Asentí con la cabeza pero no hablé.
—No haga una montaña de esto, Kerrigan. Ardatha lo ha hecho por obligación. Esta misión ha sido su castigo.
Se dirigió hacia el abatido Bard, que estaba hundido en el sillón, y puso la mano sobre su hombro.
—¿Estoy en lo cierto si afirmo que normalmente lleva consigo el maletín perdido?
El comisario asintió con un movimiento de cabeza.
—Todos los días. Desde mi domicilio a Scotland Yard, y también a las reuniones importantes.
—El Si-Fan había reparado en ello. Después de todo, usted es, oficialmente, su principal enemigo en Londres. Tengo la sensación de que tenían una réplica del maletín desde hace tiempo y que esta noche ha surgido la oportunidad de utilizarlo. A juzgar por mi propia experiencia, el Si-Fan elabora planes a largo plazo parecidos a éste en relación con muchos de sus enemigos más destacados.
Sir William le miraba casi esperanzado.
—¡Para ilustrar lo que digo —continuó Smith— disponen de un duplicado de las llaves de mi domicilio!
—¿Qué?
—Es un hecho probado —intervine—, he visto en persona cómo las utilizaban.
—Exacto —asintió Smith—. Incluso consiguieron instalar un televisor especial en mi piso. Y no me sorprendería que tuvieran una llave del número 10 de Downing Street. Debe darse cuenta, Bard, de que esta organización que una vez limitó sus acciones a Oriente, tiene ahora ramificaciones en todo Occidente. Sabemos desde hace tiempo que, como demuestra el documento robado, entre sus miembros se encuentran destacadas personalidades de Europa y de los Estados Unidos. Cuentan con un enorme respaldo financiero y sus métodos son implacables. Supongo que, justo después del pretendido accidente, su coche se vio rodeado por una multitud.
—En efecto.
—Los curiosos más cercanos a la puerta por la que usted bajó del coche eran acólitos del Si-Fan, y uno de ellos debía de llevar la réplica del maletín. La sustitución no fue difícil. ¿La dirección a la que acompañó a la señorita Pereira era un bloque de pisos?
—Así es.
—Es inútil indagar. Seguro que no vive allí.
—¡Smith! —intervino sir William Bard levantándose de un salto—. Su reconstrucción de lo que pasó es perfecta, salvo por un hecho. ¡Ahora recuerdo con claridad que el doctor Atkin llevaba un maletín parecido al mío! ¡La sustitución se realizó durante el corto trayecto a Buckingham Gate!
—¡Hummm…! —murmuró Smith y me miró—. ¡Al parecer, el conde Boratov es un elemento destacado de las fuerzas del doctor!
—Pero ¿qué podemos hacer? —gruñó el comisario—. Sin la autoridad que nos conferían las firmas condenatorias, no podemos actuar.
—Estoy de acuerdo.
—Podemos vigilar a las personas cuyos nombres conocemos, pero tendremos que conseguir nuevas pruebas contra ellos antes de poder mover un solo dedo en esferas tan relevantes.
—Desde luego, pero al menos estamos sobre aviso… y quizá no llegue demasiado tarde para salvar a la próxima víctima. ¡No podemos esperar ganar todos los asaltos!
Regresamos al piso de Nayland Smith en un vehículo de la brigada especial y dos agentes se quedaron haciendo guardia en el vestíbulo. Sólo un movimiento perceptible de los labios de Fey me permitió advertir el gran alivio que experimentó cuando nos vio.
No tenía nada de lo que informar. Smith soltó una carcajada cuando me vio observar un parche recién pintado en la puerta de su domicilio.
—¡Una cerradura nueva, Kerrigan! —exclamó con un brillo de contento en sus ojos que me alegró percibir y que alivió parte de la carga que sentía sobre mis propios hombros—. Yo mismo supervisé la colocación de la cerradura que realizó un cerrajero que conozco personalmente. ¡Es un poco pesada de abrir porque es complicada, pero cuando estoy dentro, me siento seguro!
En la acogedora habitación con fotografías de Smith y sus viejos amigos, se relajó por fin dejándose caer en un sillón y emitiendo un suspiro de alivio.
—Si hubiera algún lugar en el mundo civilizado donde estuviera de verdad seguro, Smith, sería perfecto para que se tomara un mes de descanso.
Me miró mientras buscaba la pipa.
—¿Puede alguien descansar antes de haber terminado su tarea? —preguntó con calma—. Lo dudo y, dado que el doctor Fu-Manchú es capaz de quebrantar todas las leyes normales de la vida, me pregunto si mi tarea acabará algún día.
Fey sirvió las bebidas y se retiró en silencio.
—Esta noche he sufrido una impresión muy profunda, Smith —dije con torpeza—. Han utilizado a Ardatha en el robo del maletín del comisario.
Smith asintió con la cabeza mientras se afanaba en cargar la pipa.
—No tuvo más remedio —soltó—. Como dije antes, ése ha sido su castigo. Al menos no se ha visto envuelta en un asesinato, Kerrigan. Es probable que tuviera que representar ese papel con éxito o morir. Me pregunto si este triunfo tan importante habrá rehabilitado la imagen del doctor a los ojos del Consejo.
—¿Es cierto que pudo leer los nombres de los miembros del Consejo, Smith?
—Sí. De algunos ya sospechaba, aunque su identidad no significaría nada para el público; pero de los siete, tres son tan conocidos para el mundo como Bernard Shaw. Esos nombres fueron una verdadera sorpresa incluso para mí, pero, como dice el comisario, sin una prueba escrita no podemos actuar. Y, por lo que veo, el doctor ha establecido una base firme en Occidente desde que empezó a operar por primera vez desde Limehouse.
Agarró un montón de cartas que Fey había dejado sobre una mesa situada junto al sillón. Las fue dejando a un lado hasta que llegó a una que le hizo fruncir el ceño de un modo extraño.
—¡Vaya! —murmuró—. ¿Qué es esto?
Examinó la letra, el sello de correos y, por último, rasgó el sobre. Contempló la única hoja de papel que contenía y su semblante continuó impasible mientras se inclinaba hacia delante y me la pasaba…
La miré y el corazón me dio un vuelco cuando leí:
PRIMER AVISO
El Consejo de los Siete del Si-Fan ha decidido que usted constituye un obstáculo para su política. Nuestro objetivo actual es preservar la paz mundial, algo a lo que nadie en su sano juicio se opondría, de modo que dispone de dos alternativas. Permanezca en Londres esta noche y el Consejo le garantiza su seguridad y se pondrá en contacto con usted por teléfono. Estamos dispuestos a asumir un compromiso de honor. Si se marcha, recibirá un segundo aviso.
El PRESIDENTE DEL CONSEJO
Estas palabras, escritas con una caligrafía densa y achatada en un papel grueso en el que había un jeroglífico chino en relieve me produjeron un escalofrío espeluznante. Para Nayland Smith, que su vida corriera peligro no constituía una novedad, pero conociendo el historial del Consejo de los Siete, la verdad es que aquella nota me heló la sangre.
—¿A qué se refieren con lo de salir de Londres, Smith? —pregunté con voz áspera—. Cuando le habló al comisario de salvar a la próxima víctima ya sospeché que iba a efectuar un nuevo movimiento.
—Marcel Delibes, el gobernante francés, ha recibido dos avisos. ¡Encontré las copias entre los papeles que había en el domicilio de lord Weimer!
—¿Y bien?
—También recordará que le prometí decirle cuándo destituirían al doctor Fu-Manchú de su cargo de presidente. —En efecto.
—¡Ya ha dejado de serlo!
—¿Cómo puede saberlo?
Sostuvo en alto el primer aviso.
—¡El sutil sentido del humor del doctor Fu-Manchú nunca le permitiría hacer algo así! Supongo que se da cuenta, Kerrigan, de que esta nota significa que estoy a salvo hasta que reciba la segunda.
—Y ¿qué va a hacer?
—He realizado las gestiones necesarias para viajar a París esta noche. Gallaho viene conmigo, y…
—¡Yo también!