46. PERSIGUIENDO A UNA SOMBRA

—¡Kerrigan! ¡Kerrigan!

Nayland Smith golpeaba la puerta.

Corrí a abrirle y entró a toda prisa, con los ojos brillándole de excitación. Se había desprendido de la barba postiza, pero aún llevaba el abrigo raído. A su lado estaba el inspector Gallaho con la cabeza vendada debajo de un sombrero flexible que reemplazaba a su ajustado bombín habitual. Cuatro o cinco policías de paisano subían en pelotón detrás de ellos.

—¿Dónde está?

—¡Se ha ido! ¡Justo en el momento en que oí sus pasos en la escalera!

—¿Cómo?

—No es posible —gruñó Gallaho mirándome inquisitivamente—. Nadie se ha cruzado con nosotros. Podría jurarlo.

—¡Enciendan las luces del tramo de arriba de la escalera! —espetó Smith—. Quédese donde está, Gallaho, y los agentes también.

Me observó con atención.

—Ya sé lo que está pensando, Smith —dije—, pero soy yo mismo. Ardatha y Fu-Manchú estaban aquí hace dos minutos. Me tenía inmovilizado con un objeto que desintegra todo lo que toca.

—¿El rayo de Ericksen?

—En efecto. ¿Cómo lo sabe?

—¡Santo cielo! ¡Pero si es un objeto muy voluminoso!

—¡No es mayor que una estilográfica, Smith! Lo ha perfeccionado, o al menos eso dice. Pero ¿dónde está?

Nayland Smith se pellizcó el lóbulo de la oreja.

—¿Dice que la chica se ha ido con él?

—Sí.

—¿Quién vive arriba?

—Un joven músico, Basil Acton, pero está en el extranjero.

—¿Seguro?

Empezó a correr escaleras arriba gritando por encima del hombro:

—¡Gallaho y dos hombres, conmigo! El resto quédense donde están.

Llegamos al rellano de arriba y nos detuvimos ante la puerta cerrada del domicilio de mi vecino.

Gallaho pulsó el timbre, pero no obtuvo respuesta.

—¡Caramba! —dijo Smith, inclinándose.

Encendí la luz del rellano y entonces vi lo que le había llamado la atención, al tiempo que percibía un extraño olor acre. En el lugar de la cerradura, sólo había un agujero de unos cinco centímetros de diámetro.

—Han echado el pestillo por dentro —informó Gallaho.

—¡Pero están acorralados! —grité con nerviosismo—. ¡No hay otra salida!

—Por desgracia —gruñó Gallaho— tampoco hay otra entrada. Que alguien suba la caja de herramientas.

Se oyeron unos pasos rápidos en la escalera y, durante ese intervalo, Gallaho intentó mirar a través del agujero y Nayland Smith, con la oreja pegada a la puerta, aguzó el oído, pero, evidentemente, no oyó nada. Por la elevada ventanilla del rellano que daba a Bayswater Road, nos llegaron ruidos de voces excitadas.

—Hemos atrapado siete buenas piezas —dijo Gallaho con voz fría—, pero está por ver si podemos acusarles de algo.

Uno de los hombres de la brigada especial regresó con las herramientas necesarias y en cuestión de pocos minutos conseguimos abrir la puerta. Había estado en el apartamento de mi vecino en dos ocasiones y cuando entramos encendí las luces.

—¿Hay alguien ahí? —gritó Gallaho.

No hubo respuesta.

Entramos en el amplio y desordenado apartamento que a veces, para mi desgracia, Acton utilizaba como estudio de música. De hecho, lo parecía. Fajos de partituras se apilaban en las sillas y los sillones. La tapa del enorme piano estaba levantada. Una atmósfera cargada como la del interior de las pirámides indicaba que las ventanas permanecían cerradas. Como conocía sus costumbres descuidadas, tuve mis dudas sobre si Acton había acordado con alguien que viniera a limpiar o airear el piso durante su ausencia. Dentro no había nadie.

—¿Cuántas habitaciones hay, Kerrigan? —soltó Smith.

—Cuatro, y una cocina pequeña.

—¡Que tres hombres se queden en el rellano! —gritó Gallaho.

Examinamos hasta el último centímetro del lugar y la única prueba de que el doctor Fu-Manchú y Ardatha habían entrado allí era el agujero en la puerta pero entonces…

—¿Qué es esto? —gritó uno de los que registraban.

Nos precipitamos al interior de la cocina en la que había restos de una comida preparada hacía unos días y que había quedado sin recoger. El agente había abierto un armario grande en el que vi una escalera que subía.

—Arriba están las cisternas —expliqué—. Es una casa vieja reformada.

—¡Por fin! —dijo Smith con los ojos centelleantes—. ¡Aquí es donde se esconde!

Antes de que pudiera detenerle, había subido a toda velocidad iluminándose con una linterna. Gallaho le siguió y, a continuación, subí yo.

Nos encontramos bajo el techo inclinado de un desván sin ventilar que despedía un hedor opresivo y en el que había varias cisternas de gran tamaño.

Allí no había nadie.

—El doctor Fu-Manchú es un hombre de ingenio —le dijo Smith—, pero no un espíritu. Tiene que estar en algún lugar de este edificio.

—¡No esté tan seguro, sir! —Se oyó un grito.

Uno de los hombres de Scotland Yard dirigía un haz de luz hacia unos listones unidos con yeso que había en el extremo más alejado de la puerta del desván. Detrás descubrimos un agujero irregular y percibimos un olor a carbón de leña.

—¿Qué hay detrás de esto? —preguntó Gallaho.

—La casa contigua. La están restaurando. Van a transformarla en apartamentos.

Pero Smith, agachándose, ya estaba pasando por la abertura… y todos le seguimos. Entramos en un desván parecido al que acabábamos de dejar. Lo cruzamos y bajamos la escalera hasta una habitación con un intenso olor a pintura fresca y atestada de materiales de construcción. De hecho, casi no se podía pasar. Nos abrimos camino hasta el rellano y encontramos unos tablones tendidos a través de la escalera, andamios, cubos de cal…

Nayland Smith corrió escaleras abajo como un hombre enloquecido y, todavía hoy, recuerdo cómo resonaron nuestros apresurados pasos en aquella casa vacía y con eco mientras corríamos tras él. Las luces de las linternas bailaban de un modo sobrenatural en las paredes desconchadas, en los tableros desnudos y en los paneles de madera a medio pintar. Llegamos al vestíbulo y Smith abrió de golpe la puerta de entrada. No daba a Bayswater Road como mi casa, sino a una calle secundaria, a Porchester Terrace. Bajó corriendo los tres peldaños y se quedó parado mirando a derecha e izquierda.

El doctor Fu-Manchú había escapado…

—Ha sido el peor fracaso de mi vida, Kerrigan.

Nayland Smith paseaba de un extremo a otro de mi estudio; incluso había olvidado encender la pipa y tenía la cara pálida.

—Creo que no le entiendo, Smith. Es sorprendente que llegara justo a tiempo. Nadie podía prever que Fu-Manchú se escapara, y además dispone de unos medios extraordinarios. Las cerraduras, los pestillos y los barrotes no constituyen ningún obstáculo para el rayo desintegrador que llevaba en las manos. Nadie podría haberlo previsto.

—Aun así, yo debería haberlo hecho —soltó con enojo—. Mi llegada justo en el momento preciso estaba planeada.

—¿Cómo?

—De hecho, no sabía que Ardatha iba a venir. Es algo que no había previsto. ¡Pero al visitarle por la tarde y depositar aquí, o simular que lo hacía, la prueba más importante que he tenido nunca en mis manos, he seguido al pie de la letra los métodos del doctor Fu-Manchú!

—¿Qué quiere decir?

—Dejé un rastro. Hice algo que él ha hecho con frecuencia. Sabía que yo tenía el documento con las firmas incriminatorias y que, si no lo recuperaba, la disolución del Consejo de los Siete estaba, como mínimo, a la vista. ¿Se da cuenta de que me seguían muy de cerca, de que he escapado a la muerte por muy poco? Lo que no le había contado es que, a pesar de mi disfraz, me siguieron desde Sloane Street hasta la misma puerta de su casa.

—¿Está seguro?

—Me aseguré de que así fuera; quería que me siguieran.

—¡Santo cielo!

—Confieso que no esperaba que se presentara el doctor en persona, pero era muy probable que, después de mi partida, importantes miembros del Si-Fan asaltaran su domicilio. Estaban vigilándome. Los vi cuando salí del coche del Yard e hice todo lo posible para que notaran que había llegado con un maletín abultado pero que salía sin él.

—¡Pero, Smith, podría haber confiado en mí!

Mi voz reflejaba enojo y mortificación, pero, al instante, Nayland Smith puso las manos sobre mis hombros. Su mirada serena me tranquilizó.

—Recuerde la muerte verde, Kerrigan. ¡No le estoy reprochando nada, pero el doctor Fu-Manchú puede leer en la mente de los hombres como usted y yo leemos el periódico! Teníamos hombres apostados en el parque, que ya estaba cerrado, y una llave de su casa…

—¡Smith!

—Estaba bien protegido. La llegada de Ardatha presentó un nuevo problema. No había contado con ella…

—¡Ni yo!

—Pero cuando no menos de siete individuos sospechosos se concentraron frente a su casa y fui informado de que un hombre alto y delgado, que se cubría con una capa, había entrado —por lo visto la puerta de abajo estaba abierta—, di la señal. Ya sabe lo que sucedió a continuación.

—Ahora comprendo el alcance de su decepción.

—¡Ha sido aplastante, desde luego! ¡Tenía al gran tiburón blanco en la red y se ha escabullido!

—Pero ¿y el rayo Ericksen?

—Ha mantenido el rayo Ericksen en secreto durante muchos años. El doctor Ericksen, su inventor, murió o se dice que murió en 1914. ¡Pero, en realidad, ha estado trabajando (junto a Dios sabe cuántos otros hombres de talento extraordinario) en los laboratorios del doctor Fu-Manchú probablemente hasta el mismo día de hoy!

—Pero ¡es increíble! Ya me lo había insinuado antes, pero nunca llegué a comprenderlo del todo.

De forma automática, la mano de Nayland Smith se dirigió al bolsillo de su harapiento abrigo y sacó la pipa de madera de brezo y la gran petaca.

—Fu-Manchú puede provocar estados de catalepsia, Kerrigan. El otro día, cuando lo encontré en Whitehall, tuve miedo de que, por alguna razón, el doctor chino hubiera puesto en práctica esta habilidad en usted. Salvo los casos en que me avisan, las desgraciadas víctimas son enterradas vivas.

—¡Santo Dios!

—¡Después, con toda tranquilidad, sus expertos los desentierran y los secuestran para que trabajen para el Si-Fan!

—Y ¿adónde los llevan?

—No tengo ni idea. Antes, su base estaba en Honan, pero ahora ya no está allí. Y ha tenido otras, algunas tan cerca como la Costa Azul francesa. Pero desconozco el paradero de su cuartel general actual. Su genio no sólo reside en su extraordinario cerebro, sino en su increíble estrategia de secuestrar a grandes intelectos y convertirlos en sus esclavos. Ésta es la fuente de su poder. No desperdicia nada. Ya ha visto, como demuestra la muerte del general Diesler, que está utilizando el cargador neumático Jasper.

—Y creo que ambos conocemos el nombre de quien inventó el televisor que ya ha visto en acción… aunque es probable que no quiera recordar el episodio…

Paseó de un extremo al otro de la alfombra nerviosamente y, después, miró por la ventana.

—¡Ahí está Londres —dijo—, en la oscuridad, sin sospechar la presencia en sus calles de un hombre equipado con medios sobrehumanos, un hombre que es casi un fantasma… y cuyos siervos son fantasmas!

Un segundo más tarde me situé, de un salto, a su lado: sin que le precediera ningún otro ruido, se oyó el estrépito de unos cristales rotos y… me vi cubierto de trozos de yeso. Una bala había atravesado la ventana y se había incrustado en la pared…

—¡Smith! ¡Smith!

No se había movido, pero entonces se volvió y me miró. Vi sangre y sentí nauseas. Supongo que empalidecí, porque sacudió la cabeza y me agarró por el hombro.

—No ha sido nada, Kerrigan. Sólo el borde de la oreja. Buen tiro. El silbido de la bala ha sido ensordecedor.

—¡Pero no se ha oído el ruido de la detonación!

Se separó de la ventana.

—A Diesler lo mataron desde una distancia aproximada de tres kilómetros —dijo—. ¿Recuerda que estuvimos hablando del cargador neumático Jasper?

—Me inclino a creer que lo que le dijo Ardatha es cierto —dijo Nayland Smith.

Estaba de pie, mirando pensativamente algo que sostenía en la palma extendida de la mano: la bala que había hecho un agujero en mi pared. El corte de la oreja había sangrado con abundancia, pero la hemorragia había cesado y la herida estaba cubierta por una tirita.

—Este ataque, por ejemplo —continuó mientras sostenía en alto la bala—, no parece obra del doctor, y dudo que el acto de silenciar al general Diesler fuera dirigido por él, a pesar del éxito de la operación. Si existen verdaderos problemas en el seno del Consejo de los Siete, pueden significar la salvación. Suponiendo que viva para verlo, creo que sabré, sin necesidad de pruebas, cuándo destituyen a Fu-Manchú.

—¿Cómo lo sabrá? —pregunté con curiosidad.

—Si ocurre, recuérdeme que se lo diga, Kerrigan. ¡Ah! ¿Puedo apagar las luces?

—Desde luego.

Las apagó y después miró a través de la ventana de mi estudio.

—Creo que ya están aquí nuestros coches escolta. ¡Sí! Veo a Gallaho ahí abajo.

Se volvió y empezó a cargar la pipa.

—Esta noche, casi hemos logrado el éxito gracias a la notable eficiencia del inspector jefe Gallaho. Llegará lejos. Consiguió pruebas de que nada menos que lord Weimer, el banquero internacional, es uno de los miembros del Si-Fan

—¿Qué? —pregunté con incredulidad.

—Sí; es asombroso, lo admito. De hecho, parece que su casa de Surrey ha sido el cuartel general temporal de los representantes del Si-Fan en Gran Bretaña. Obtuve una orden de registro, me presenté de improviso mientras Weimer estaba ausente de la ciudad y registré su domicilio cuidadosamente. No tuve muchas dificultades porque no esperaban una acción tan directa. Sin embargo, aunque mantuvimos bajo vigilancia al personal del servicio, Weimer se enteró del registro y ha desaparecido.

—Pero ¡lord Weimer… un miembro del Si-Fan!

—Lo es. Y en su domicilio encontramos un documento que implica a nombres todavía más relevantes. Ya cuando lo leí (sólo tuve tiempo de echarle una ojeada), me pregunté si lograría seguir con vida teniendo en mi poder una prueba como aquélla. No me presenté en Surrey con mi nombre, ya sabe qué aspecto tenía cuando regresé, y oficialmente el procedimiento estaba a cargo de Gallaho. De todos modos, adopté medidas preventivas.

Había terminado de cargar la pipa y la encendió con cuidado. Sonreía de un modo siniestro.

—Envié al detective sargento Cromer de vuelta a Scotland Yard. Viajó en un autobús de línea acompañado por otro oficial de la policía, ¡y llevaban pruebas que podrían causar problemas a las cancillerías europeas! Una idea llevó a la otra. Di por descontado que me seguirían y que intentarían cortarme el paso. Dejé claro mi rastro hasta su puerta esperando conseguir una buena presa. Y la obtuve, pero había un agujero en la red.

—¿Y ahora qué vamos a hacer?

—Vamos a ir al 10 de Downing Street.

—¿Qué?

—Este descubrimiento tiene un alcance internacional. El primer ministro acaba de regresar de Chequers y se reunirá allí con nosotros. El comisario traerá los documentos en persona desde Scotland Yard. Aquí tiene algo para su relato, Kerrigan. Le prometí que tendría la historia más sensacional de todas las que ha escrito hasta ahora. ¡Vamos!

Lo cierto es que nunca imaginé que participaría en una reunión como aquélla. Fuimos en tres coches, uno a la cabeza, a continuación otro en el que viajábamos Nayland Smith y yo, y un tercero que nos siguió de cerca. El coche que iba en cabeza pertenecía a la brigada especial y cruzó las calles a una velocidad escalofriante. En aquellas circunstancias, debo confesar que no me sorprendió que llegáramos a nuestro destino sin sufrir ningún atentado. Los asuntos que íbamos a tratar eran de tal envergadura que incluso mi temor por la suerte de Ardatha quedó relegado a un segundo plano.

La desesperación me había hecho llegar a la conclusión de que no volvería a verla…

En una sala interesante porque contenía muchas fotografías publicadas en la prensa, nos esperaban el primer ministro y otros miembros del gabinete. También estaban allí sir James Clare, el ministro del Interior a quien ya conocía, y dos embajadores que representaban a potencias extranjeras. Todos parecían muy preocupados. Impresionado, en cierto modo, por los presentes, miré a Nayland Smith.

Caminaba incansable de un lado a otro en la forma habitual que le caracterizaba, y miraba su reloj de pulsera.

Sir William Bard llega tarde —murmuró el primer ministro.

Nayland Smith asintió. Sir William Bard, el comisario de la policía metropolitana, era el único que no había llegado de todos los que estaban citados allí.

—Hasta que no llegue, señor —dijo Smith—, no podemos hacer nada.

Pero, mientras hablaba, se oyó un golpe seco en la puerta y una voz anunció:

—El señor William Bard.