44. «YO SIEMPRE SOY JUSTO»

Si digo que el horror, la desilusión y el abatimiento me privaron de la voz, del movimiento y, casi, del pensamiento, no exagero la realidad. Mis creencias, mi filosofía de la vida e incluso mi mundo se derrumbaron a mi alrededor.

—Señor Kerrigan —dijo mi aterrador visitante con una voz suave—, no dude en cumplir cualquier orden que le dicte.

Su codo derecho se apoyaba en la cadera y sus dedos, largos y amarillos, sostenían un objeto que parecía una estilográfica de plata. Desvié mi mirada de aquellos tétricos ojos y observé lo que tenía en la mano.

—Esto que sostengo es la muerte por desintegración —continuó—. Vuelva sobre sus pasos. Le seguiré.

Apuntaba el pequeño tubo de plata en mi dirección. Caminé, despacio, hacia el estudio y oí que Fu-Manchú cerraba la puerta y me seguía. Cuando llegué a la mesa, me detuve y me volví hacia él. Evité mirarle a los ojos y contemplé el objeto alargado que sostenía en las manos.

Me desprecié profundamente. Aquel hombre, que en mi opinión no tendría menos de setenta años, no esgrimía más armas que un pequeño tubo y, aun así, me intimidaba. Tenía miedo de atacarlo y de defenderme, porque detrás de aquel objeto vi la artillería mortal de su genio. Pero mi falta de valor no se debía por completo a la cobardía, al miedo que me inspiraba el espeluznante doctor chino, sino al repentino reconocimiento de la duplicidad de Ardatha. ¡Ella, a quien yo deseaba adorar con todas mis fuerzas, me había engañado para que abriera la puerta a aquel ser sobrecogedor!

—No juzgue mal a Ardatha.

Sus palabras produjeron en mí el efecto de un rayo. En primer lugar, respondían a un pensamiento sin expresar (lo que, por sí mismo, era aterrador) y, en segundo, infundieron esperanza a una mente sumida en la más profunda desesperación.

—Esta noche —continuó con su extraña e impresionante voz—, Ardatha vivirá o morirá. Uno de mis propósitos es asistir a su encuentro, porque sé que hoy van a ver se aquí.

En aquel instante, el amor de un hombre por una mujer llega muy hondo, porque agarrándome a aquel hilo de esperanza, un hilo reforzado por la afirmación de Nayland Smith de que el doctor Fu-Manchú nunca mentía, sentí nuevas fuerzas y un renovado coraje. Levanté la vista.

—No cometa ningún error fatal, señor Kerrigan —me dijo con frialdad y precisión—. Está sopesando sus fuer zas contra las mías, su juventud contra mi edad, pero tenga en cuenta el instrumento que sostengo. Algo que antes requería pesados cables y lámparas de arco, ha pasado a ser, como ve, un pequeño tubo —declaró apuntando siempre en mi dirección—. Los objetos voluminosos me desagradan. El aparato con el que proyecto las imágenes y sonidos que ya ha visto, cabe en una maleta. No se precisan postes ni dinamos ni salas de máquinas ruidosas.

Lo observé, pero no me moví.

—Éste es el rayo de Ericksen, que estaba en sus albores cuando se produjo la denominada «muerte» de su inventor, el doctor Sven Ericksen. Creo que esa muerte ocurrió bastante antes de que usted naciera, señor Kerrigan, pero ahora el invento ha sido perfeccionado. Permítame demostrarle sus poderes.

Apuntó el objeto, que entonces decidí que se parecía a una jeringuilla hipodérmica, hacia un jarrón en el que la señora Merton había colocado unas flores esa misma mañana.

—¿Tiene en gran estima a ese jarrón, señor Kerrigan?

—No especialmente. ¿Por qué?

—Porque me propongo utilizarlo como demostración. Observe.

Me pareció que pulsaba un botón que había en el extremo del tubo de plata. No se oyó ningún ruido ni se vio luz alguna, pero, en el lugar donde había estado el jarrón, apareció una nube momentánea, una sombra oscura y percibí un olor acre… ¡El jarrón y las flores habían desaparecido!

—Ericksen es un genio. Fíjese en que digo «es», porque aunque está muerto para el mundo, vive y trabaja para mí. Ahora se habrá dado cuenta de por qué dije que sostenía la muerte en mis manos. Ardatha viene a verle. Le ama. Y cuando alguna de mis mujeres se enamora de esta forma de alguien que no me pertenece, hago con ella lo que me parece oportuno. Si me ha traicionado, morirá… ¡Estese quieto! Sí, simplemente, le ama, lo cual es un error, pero humano, quizá le perdone la vida. Si he venido en persona, señor Kerrigan, no es sólo por esta razón, sino para recuperar la circular de instrucciones firmada por todos los miembros del Consejo de los Siete que sir Denis Nayland Smith (siempre he reconocido sus cualidades) consiguió esta tarde en una casa en Surrey.

No dije ni una palabra; seguí observando el tubo.

—El amor transforma a las mujeres de tal modo que incluso mis poderes de escrutinio de la naturaleza humana se ven desafiados. No estoy seguro de cuánto tiempo hace que Ardatha no es leal al Si-Fan en lo que a usted concierne, pero lo averiguaré esta noche. Sin embargo, y, en primer lugar, ¿dónde está el documento?

Clavé la mirada en los brillantes ojos verdes, pero la aparté de inmediato.

—No lo sé.

Permaneció en silencio. El tubo mortal seguía apuntando directamente a mi corazón.

—Bien, sé reconocer la verdad. Lo trajo aquí pero se fue sin él. Lo ha escondido. Sin duda temía que mis hombres lo interceptaran por el camino. Y no estaba seguro de usted. No importa. Respóndame: ¿lo dejó aquí?

Miré con aturdimiento hacia el tubo. La mano del doctor Fu-Manchú podría haber sido una talla de marfil; no se movía lo más mínimo.

—¡Míreme! ¡Responda!

Alcé la vista. El doctor Fu-Manchú habló con suavidad.

—O sea que lo dejó. Eso me parecía. Lo encontraré.

El timbre de la puerta sonó.

—Es Ardatha —dijo con una voz gutural y tétrica—. Veo que tiene un bonito biombo mushrabiyeh, señor Kerrigan. Supongo que lo trajo de Arabia cuando estuvo allí como enviado de su periódico el pasado otoño. Me esconderé tras él. Usted haga entrar a Ardatha. La han seguido y está vigilada. Cualquier intento de abandonar el edificio sería inútil. No se atreva a advertirla de mi presencia. Acompáñela a esta habitación y déjela decir lo que ha venido a decir. Yo la estaré escuchando. De sus palabras depende su vida o su muerte. Yo siempre soy justo.

Con los puños crispados y bañado en un sudor frío me volví y fui hacia la puerta.

—¡Ni una palabra, ni un intento de advertencia… o acabaré con usted!

Abrí la puerta. Ardatha estaba en el rellano.

—¡Querida mía! —exclamé.

Sólo Dios sabe qué aspecto debía de tener yo y la mirada salvaje que debía de haber en mis ojos, y aún así ella se deslizó entre mis brazos como si fueran un refugio.

—¡Querido! ¡No podía aguantarlo más! ¡Tenía que venir a salvarte!

Pensé que nuestro abrazo no acabaría nunca. Salvo en la muerte.

45. EL BIOMBO MUSHRABÍYEH

¡Quizás Ardatha se traicionaría ante el Señor del Si-Fan con la siguiente palabra que pronunciara!

Mi instinto me decía que la tomara en brazos y corriera escaleras abajo hacia la calle, pero los acólitos de Fu-Manchú estaban vigilando; así me lo había advertido, y nunca mentía. Por otro lado, pocas mentes humanas podían guardar un secreto durante largo tiempo frente a sus ardientes ojos verdes. Si intentaba avisarla y no regresaba al estudio, estaba absolutamente convencido de que aquello significaría nuestro fin. Pensé en el brillante tubo parecido a una jeringuilla hipodérmica del que el doctor Fu-Manchú había dicho: «En mis manos sostengo la muerte.»

No, tenía que regresar y dejar que Ardatha dijera lo que había venido a decir… y asumir las consecuencias.

Parecía muy alterada: había notado cómo temblaba durante aquellos momentos, a la vez dulces y amargos, en que la había tenido entre mis brazos. Recordé su serenidad cuando me visitó en secreto en Venecia y supe que esa noche constituía un momento crucial en su historia, en la mía y quizás en la del mundo.

La conduje al estudio. En el umbral de la puerta me miró. Intenté decirle en silencio con los ojos que detrás del biombo mushrabiyeh estaba escondido Fu-Manchú, pero supe con desesperación que no lo había conseguido.

—Siéntate, querida. Te traeré una bebida.

Me esforcé en hablar con tranquilidad, pero ella me dijo:

—¡No, no, por favor, no te vayas! No quiero tomar nada. Tenía que verte, pero sólo dispongo de unos minutos para decirte… ¡tantas cosas! Por favor, escúchame. —Me miró con los ojos color amatista muy abiertos—. Cada segundo es importante. ¡Quédate donde estás y escucha!

Me quedé allí de pie mirándola. Llevaba un vestido sencillo y sus adorables brazos marfileños estaban desnudos. El brillo rojizo de sus cabellos alborotados me produjo un incontrolable deseo de hundir los dedos en sus suaves rizos. La observé. Intenté decirle…

—Aunque el asunto de Venecia salió bien en cuanto al objetivo principal —continuó hablando con rapidez—, falló en ciertos aspectos. Algunos altos oficiales de la policía francesa saben que James Brownlow Wilton fue secuestrado en el tren de la línea azul y que no fue él quien murió en el yate. Supongo que también sir Denis conoce la verdad. Y el barón Trenck, quien asesinó al general Diesler, no recibió la protección adecuada… Todos estos errores se achacan al presidente.

Pronunció estas palabras con temor. ¡El presidente! La miré, la miré con fijeza intentando decirle sin mover los labios: ¡El presidente está aquí! Pero descubrí que era un telépata espantoso, porque continuó:

—Al decirte esto no traiciono ningún secreto del Si-Fan, porque sólo te digo lo que ya sabes. Soy una de ellos, y si les he fallado ha sido para salvarte, porque soy una mujer y no puedo evitarlo. Pero lo que he venido a decirte, y cuando lo haya dicho me marcharé, es esto: ¡Van a elegir a un nuevo presidente!

—¿Cómo?

—Con el nuevo presidente, todo el poder del Si-Fan, que ni siquiera puedes imaginar, se volverá en contra de sir Denis y de ti.

Juntó las manos y se levantó.

—¡Por favor, por favor! ¡Si valoras en algo mi felicidad, te suplico con toda mi alma que cuando reciba la primera advertencia le convenzas para que la obedezca! ¡Oblígale a cumplir lo que le manden! ¡Haz que lo encarcelen, si es necesario! Porque, escúchame, ¡si fallas en esto, nada, nada en el mundo podrá salvarlo a él ni a ti!

»Acompáñame hasta la puerta, pero no más allá. Ahora debo irme.

—¡Todavía no, Ardatha! —El doctor Fu-Manchú salió de detrás del biombo.

Era una situación tan espantosa que pareció embotar mis sentidos. Me sentía tan cobarde y traidor que deseé que la tierra me tragara.

Ardatha retrocedió y se alejó de la alta figura cubierta con una capa. Retrocedió y retrocedió hasta que dio con la espalda en la pared y se detuvo con los brazos extendidos. El color iba desapareciendo de sus mejillas y su expresión era de una desesperación absoluta.

—Mírame, Ardatha —dijo el doctor Fu-Manchú con un tono envolvente.

Mientras ella alzaba la vista hacia la majestuosa maldad de su semblante, pensé en una liebre y una cobra.

—Estoy satisfecho —continuó con una voz que era poco más que un susurro— de que tus motivos sean los que has dicho, pero no puedo utilizar más tus servicios. Señor Kerrigan —dijo con aspereza levantando el tubo de Ericksen— sea tan amable de mirar por la ventana e informarme de lo que ve.

Obedecí sin titubear y me dirigí a la ventana de modo que el doctor Fu-Manchú quedó a mis espaldas.

—Descorra las cortinas.

Lo hice y me percaté de inmediato de que la casa estaba rodeada por las fuerzas del Si-Fan. Había dos hombres al otro lado de la calle, cerca de la verja cerrada del parque, que, sin lugar a dudas, miraban hacia mi ventana. Otros dos parecían conversar junto a la puerta de entrada de mi casa. Un coche grande estaba aparcado en la esquina y otros dos individuos vigilaban por debajo del capó.

—Sírvase alzar la mano. Entenderán la señal.

Estaba a punto de obedecer de forma automática, cuando se produjo una serie de extraños acontecimientos.

Un coche que procedía de Marble Arch dio un viraje brusco frente al tráfico que se acercaba y el hábil conductor lo detuvo casi enfrente de mi puerta. Otro coche que se acercaba en dirección opuesta, se paró con un estridente chirrido de los neumáticos casi en la verja de entrada del parque. Un tercero, que parecía seguir al primero, se detuvo en seco en la esquina de Porchester Terrace. ¡En cuestión de segundos, doce o quince hombres se desplegaron por Bayswater Road, y, sin un momento de dilación, se abalanzaron sobre los merodeadores!

El corazón me latía desenfrenadamente. ¡Era la brigada especial!

Se oyó una señal. Sólo una: un aullido leve y extraño, pero supe que iba dirigido a Fu-Manchú. El efecto fue inmediato. Habló, desde detrás, con una voz distinta, discordante y gutural:

—¿Qué ha ocurrido? Respóndame.

—La policía, creo. Tres coches.

—Quédese donde está. No se mueva. Ardatha, ven conmigo.

Permanecí inmóvil con los puños apretados mientras observaba la confusión de abajo.

—¡Bart! ¡Bart! —gritó Ardatha con desesperación.

—¡Silencio! Camina delante de mí.

Les oí correr por el pasillo, pero me había ordenado que no me moviera y no lo hice. Permanecí así hasta que la puerta se abrió y se cerró y supe que se habían ido. Entonces me volví de un salto.

Oí que alguien subía la escalera a zancadas, unas voces exaltadas y un pensamiento sorprendente y casi increíble acudió a mi mente:

¡El doctor Fu-Manchú estaba atrapado!