Realizando un inmenso esfuerzo, respondí con calma:
—Sí, Ardatha. ¿Cómo has conseguido mi número? No figura en el listín telefónico.
—A estas alturas deberías saber —cómo adoraba su singular acento— que los números privados no tienen secretos para aquellos a quienes pertenezco.
Tuvo unos instantes de una indecisión casi tímida.
—Detesto oírte decir esto, Ardatha. Me siento sumamente infeliz con respecto a tu situación. ¡Gracias a Dios que me has llamado! ¿Por qué lo has hecho?
—Porque tenía que hacerlo.
—¿Qué quieres decir?
—No puedo extenderme mucho desde donde te llamo. Tengo que verte esta misma noche. ¡Es urgente!
Continué esforzándome por controlar mi voz, por obligar a mi desbocado corazón a comportarse con normalidad.
—Está bien, Ardatha, ya debes saber que deseo verte con toda mi alma, pero…
—Pero ¿qué?
—Esta noche no puedo salir.
—No te pido que salgas, yo vendré a verte.
—¡Querida mía, es estupendo! Pero cada vez que te arriesgas por mí…
—¡Tengo que correr este riesgo, o Nayland Smith y tú dejaréis de existir!
—¿Cuándo llegarás?
—Dentro de cinco minutos. Pero escúchame. Conozco la casa donde vives. ¡No podrías creer lo bien que la conozco! Deja descorrido el pasador de la puerta de la calle para que no tenga que esperar fuera. Subiré y llamaré al timbre de tu puerta. Por favor, no mires por la ventana ni hagas nada que indique que estás esperando la llegada de alguien. ¿Me lo prometes?
—Desde luego.
Y luego, el silencio.
Colgué el auricular totalmente aturdido. Después de todo, Ardatha era sincera. Nayland Smith era más sabio que yo, porque en los momentos de desesperación, cuando yo la había tildado de Dalila, él siempre la había defendido. Entonces, a mi mente acudió un razonamiento lógico que disipó la exultante felicidad que me invadía…
Aquella misteriosa cartera, que por lo visto era tan valiosa que Smith había temido incluso llevarla consigo en el coche de la brigada especial, estaba en mi apartamento… y el Si-Fan lo sabía. ¡Ardatha venía para llevársela!
Con la mano en la puerta, me detuve y me estremecí, indeciso y sin saber qué hacer. ¿Acaso mis instintos me traicionaban? No recordaba haberme dejado impresionar nunca por algo que no valiera la pena. Si el corazón de Ardatha no era valeroso y espléndido, sino vacío y sin consistencia, me dije, entonces mis años de experiencia habían sido inútiles.
En cualquier caso, ésta sería la prueba de fuego, porque si Ardatha tenía un propósito escondido, lo averiguaría, y, por doloroso que fuera, significaría el final de nuestra relación. Por lo demás, no tenía nada que temer, a menos que me redujeran a la fuerza y registraran el piso. No podía dar ninguna información, ni siquiera bajo tortura, porque no sabía dónde había escondido la cartera Nayland Smith.
Bajé la escalera. Las luces de la pequeña galería acristalada que conducía a la entrada estaban encendidas. Abrí la puerta y dejé el pasador descorrido para que se pudiera entrar desde fuera sólo empujándola. A continuación, en ese estado anímico que cualquier hombre en mis circunstancias experimentaría, volví a mi apartamento.
La espera, aunque breve, me pareció interminable…
El timbre de mi puerta sonó. Recorrí, desde el estudio, el corto pasillo hasta la entrada. Imaginaba frases con las que dar la bienvenida a Ardatha intentando controlar mis impulsos amorosos, pero sin parecer demasiado frío.
¡Abrí la puerta… y allí, en el rellano, vistiendo una capa y un sombrero negro de ala flexible, estaba el doctor Fu-Manchú!