Las manecillas parecían girar con rapidez en aquellos extraños días y noches en los que me uní a Nayland Smith para poner al mundo a salvo del doctor Fu-Manchú.
Durante la semana que siguió a nuestra escapada del Silver Heels, sucedieron tantas cosas que me resulta difícil elegir un hecho a partir del cual continuar mi relato, porque de que esta historia, casi en contra de mi voluntad, desde el principio se ha desarrollado de forma insidiosa alrededor de la figura de Ardatha me doy cuenta.
Primero se produjo lo que Smith denominó «echar tierra al asunto». Como el doble de Rudolf Adlon había estado pasando revista a las tropas mientras el Adlon auténtico se encontraba en el Palazzo da Rosa, su gobierno no pudo divulgar la noticia de su muerte (o de su desaparición) en Venecia. Cuando no tuvieron más remedio que admitir su fallecimiento ante un pueblo que lo había considerado como a un dios, les informaron de que había muerto en la cama. El doble, Rudolf Adlon número 2, paso a mejor vida. Todo se llevó a cabo con gran habilidad: silenciaron a los periódicos, unos médicos patrióticos redactaron partes ficticios y, por último, dieron la noticia fatal que una Europa sin aliento esperaba.
Millones de personas de luto desfilaron delante del doble que estaba de cuerpo presente…
Más tarde, el gobernador de Turquía se retiró de la vida pública. «Una victoria incruenta para Fu-Manchú», fue el comentario de Nayland Smith. También debo mencionar que Pietro Monaghani no acudió a la cita con Adlon en Venecia. Había aceptado las órdenes del Si-Fan.
Cuando resultó innegable el asombroso hecho de que Fu-Manchú y toda su gente, incluida Ardatha, habían desaparecido de Venecia como si nunca hubieran pisado la ciudad de las lagunas, recuerdo que propuse partir en secreto hacia una base que el doctor chino no conociera. «¿Cuándo comprenderá, Kerrigan —dijo Nayland Smith— que para la organización controlada por Fu-Manchú no existe nada que pueda considerarse una base secreta? Sabían que Adlon iba a estar en Venecia antes de que los servicios de inteligencia de Europa lo supieran. Reclutaron una tripulación de criminales muy bien preparados para que manejaran la situación y los hicieron desvanecerse en el aire en cuanto terminaron el trabajo como un prestidigitador hace desaparecer una paloma. Piense en el grupo de asesinos que abandonaron el Silver Heels en la lancha. La explosión se oyó en bastantes kilómetros a la redonda y a nosotros nos recogieron unos diez minutos más tarde. Pero ¿qué me dice de la lancha? Hasta hoy, no la han localizado, ni a ella ni a nadie de los que iban a bordo.»
Y así, una noche que no olvidaré jamás, me encontré de vuelta en mi apartamento de Bayswater Road.
Miré por una ventana hacia el parque mientras el crepúsculo avanzaba y los peatones se dirigían a las salidas. No había visto a Nayland Smith desde la mañana y la verdad es que en aquella época el terror me invadía siempre que lo perdía de vista. El hecho de que siguiera con vida mientras la espantosa mano de Fu-Manchú le perseguía, constituía, cada hora que pasaba, un milagro más asombroso.
Entonces, el comportamiento de un hombre que acababa de llegar a la verja del parque que había frente a mi ventana empezó a intrigarme. Era alto, con barba, lentes, y de aspecto más bien desaliñado. El sombrero de ala ancha indicaba que procedía de las colonias, y andaba con las espaldas encorvadas, apoyándose con pesadez en un bastón de fresno. Llevaba una cartera abultada bajo el brazo, y le acompañaban un guarda del parque y un policía que le ayudaba a caminar. Pero fue otra cosa lo que me llamó la atención. ¡Miraba intencionadamente hacia mi ventana!
Descorrí la cortina para ver mejor y, entonces, levantó y bajó el bastón señalando hacia la puerta de mi domicilio. Era indudable que me hacía señas para que bajara y lo dejara entrar, y cuando el tráfico se interrumpió unos instantes, vi que le ayudaban a cruzar la calle. Me retrasé sólo el tiempo necesario para introducir mi automática en el bolsillo y empecé a descender la escalera.
La señora Merton, la asistenta, ya se había ido porque yo no cenaba en casa. En el piso de abajo no vivía nadie y el vecino de arriba estaba fuera, por lo que confieso que recorrí el camino hasta la puerta de entrada con cierto temor. De todos modos, era consciente de que tenía que luchar con todas mis fuerzas contra el creciente terror que me inspiraba el maléfico doctor Fu-Manchú. El terror era su arma.
Abrí la puerta de par en par y miré al hombre que esperaba fuera. Asintió con la cabeza de forma concisa en dirección a sus dos acompañantes y entró.
—Cierre la puerta —soltó.
¡Era Nayland Smith!
—¡Smith —exclamé con un tono de reproche—, me prometió que no saldría solo!
—¡No estaba solo!
Se quitó el sombrero de ala ancha y los lentes y enderezó los hombros encorvados.
—No he podido completar mi transformación según las mejores tradiciones escénicas —dijo con una ligera sonrisa—. Para que una barba falsa pueda superar un escrutinio minucioso debe pegarse con cuidado.
—¡Pero, Smith, no comprendo…!
—Mi teatral aparición, Kerrigan, tiene una explicación muy sencilla. Iba en un coche de la brigada especial con Gallaho. Cerca del extremo de Sloane Street, justo antes de Knightsbridge, hay una bocacalle a mano derecha. En el preciso momento en que pasábamos frente a ella, un camión salió como una bala, y utilizo esta expresión a propósito porque su forma de acelerar indicaba que disponía de un motor sorprendente. Chocó contra el capó de nuestro vehículo y nos hizo dar una vuelta de campana. ¡A continuación, el conductor del camión no pudo controlar su loca carrera y destrozó a un taxi, y me temo que también al taxista!
—Pero, Smith, ¿no querrá decir…?
—¿Que lo hizo a propósito? ¡Desde luego! —exclamó sacando la pipa y la petaca del bolsillo del ajado abrigo—. Gallaho perdió el conocimiento y me temo que nuestro conductor sufrió heridas graves. Como verá —dijo señalando a un lado de su cabeza—, tampoco yo salí ileso.
Vi un corte dentado que todavía sangraba.
—¿Quiere un poco de yodo, Smith?
—Luego. Sólo es un arañazo.
—¿Qué ocurrió después? ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Esto es lo que ocurrió: a pesar de mi disfraz, me habían reconocido. Se trataba de un intento planeado para recuperar algo que estaba en mi poder. En la tremenda algarabía que siguió, salí por la ventana del coche, que estaba boca arriba, y me confundí entre la muchedumbre que empezaba a congregarse. Los heridos estaban siendo atendidos y mi deber era escapar.
Se interrumpió mientras introducía tabaco en la cazoleta de madera de brezo y me miraba. Los familiares ojos grises en aquel desconocido rostro con barba me produjeron una extraña impresión.
—Siempre llevo conmigo la insignia de los mensajeros del rey —dijo mientras levantaba la solapa del abrigo y me mostraba el galgo de plata—. Me asegura una rápida ayuda oficial en casos de emergencia sin tener que dar largas explicaciones. Me dirigí a un agente, le dije que me acompañara y crucé el parque en línea recta. Allí, pedí a un guarda que me prestara su colaboración. Con todo, me mantuve en lo posible en los espacios abiertos y vigilé a todos los que seguían mi misma dirección.
Miró por la ventana hacia el parque que se iba oscureciendo por momentos.
—¿Qué habría hecho si yo no hubiera mirado hacia fuera o si no hubiera bajado?
—Me habría visto obligado a llamar al timbre, lo que hubiera significado un retraso que me atemorizaba. Pero sabía que se encontraría en casa porque le había prometido ponerme en contacto con usted.
Me dirigí al comedor en busca de bebidas y él se dejó caer en un sillón mientras empezaba a encender la pipa. Depositó la cartera en el suelo, a su lado. Cuando regresé, dijo con amargura:
—Los hechos completos de la conspiración de Venecia se han ido desvelando. Quizá supieran que perseguiríamos al Silver Heels, pero, en cualquier caso, lo cierto es que tenían la intención de volar la embarcación.
—¿Por qué?
—Habían hecho circular la historia de los problemas con los motores. Ya sabe que disponía de unos motores diesel. Con el simple hecho de hacerla volar en el mar, después de que todas las personas de a bordo hubieran escapado en la lancha, se explicaba de modo satisfactorio la muerte de James Brownlow Wilton. Creo que podemos dar por descontado que la lancha no se dirigió a tierra. En mi opinión, aunque quizá nunca pueda demostrarlo, los recogió otra embarcación que los esperaba en las cercanías.
—Pero… ¿y James Brownlow Wilton?
—Conozco los hechos, Kerrigan, todos los hechos, aunque los detalles carecen de importancia. James Brownlow Wilton viajó desde Londres a Montecarlo para embarcar en el yate. Me refiero al James Brownlow Wilton auténtico. En algún momento de la noche (la policía francesa opina que fue en Aviñón), fue secuestrado y el doble ocupó su lugar…
—¡Resulta espantoso pensar en ello!
—Su costumbre de recluirse facilitó la tarea. Evitó, o mejor dicho, rehusó ver, a aquéllos que conocían bien al verdadero Wilton y, al llegar al yate, zarparon hacia Venecia. Allí, siguieron el mismo procedimiento. Se hicieron cargo de Rudolf Adlon y, de no haber sido por nuestra presencia, la muerte del millonario en alta mar habría concluido el episodio.
—Ese final se ha aceptado de un modo generalizado, Smith. Los periódicos no dejan de hablar de ello.
—Lo sé. Se han dado instrucciones a los que conocen los hechos reales para que guarden silencio… igual que en el caso de Rudolf Adlon.
—¡Santo cielo! ¡Qué farsa tan espantosa!
Tomó el vaso que le tendía, lo levantó a contraluz y miró a través de él como si pudiera encontrar la inspiración en las burbujas.
—¡Desde luego que se trata de una farsa! Cualquier gobierno, como el de Adlon, que de forma continuada engaña a su pueblo debe estar preparado para enfrentarse a emergencias como ésta. Debemos admitir que la han resuelto muy bien. El general Diesler, el sucesor de Adlon, actuó con prontitud y previsión. El cadáver de cuerpo presente seguía la auténtica tradición de Cesar Borgia. Los partes médicos eran dignos de Maquiavelo. ¡Y ahora, hoy mismo, sepultarán con reverencia un ataúd vacío sobre el que erigirán un monumento!
El teléfono sonó.
—¡Cuidado, Kerrigan! —exclamó Smith—. Recuerde que el doctor Fu-Manchú utiliza imitadores. No diga a nadie que estoy aquí a menos que esté absolutamente seguro de con quién está hablando. Aunque quizá sean noticias del pobre Gallaho.
Descolgué el auricular.
—Hola —dijo una voz inconfundiblemente inglesa—. ¿Es el apartamento del señor Bart Kerrigan?
—Sí.
—El mayordomo de sir Denis Nayland Smith me ha informado de que es posible que sir Denis se encuentre aquí. Soy Egerton, del Foreign Office.
Me volví hacia Smith y, sin emitir ningún sonido, le indiqué con los labios: «Egerton, FO.»
Me susurró al oído:
—Dígale que se pondrá en contacto conmigo, pero que, antes, le diga el número de Fey.
—Si es tan amable de darme el número de Fey —le indiqué, preguntándome qué sería el número de Fey—, intentaré ponerle en contacto con sir Denis.
—Siete, seis, nueve, cuatro —fue la respuesta.
—Siete, seis, nueve, cuatro —le hice saber a Smith moviendo los labios.
Nayland Smith agarró el auricular.
—¿Es usted, Egerton? Sí… me temo que las precauciones son necesarias. Hoy hemos tenido una primicia inesperada. Le agradecería que no mencionara a nadie que estoy aquí… Sí… ¿De qué se trata?
Se puso rígido. Mientras escuchaba, sus ojos grises brillaban febrilmente en su rostro. Sólo una vez intercaló una pregunta.
—¿Dice que la multitud lo linchó? ¿De verdad?
Escuchó de nuevo asintiendo con la cabeza y con una expresión ceñuda y, al final, dijo con voz queda:
—Sabíamos que había recibido los avisos, pero era todavía más obstinado que Adlon. De hecho, Egerton, estoy inclinado a creer que desconfiaba de mí. Ya sabe que no me permitieron entrar en el país.
Oí la voz del invisible Egerton hablando un rato más y después Smith habló:
—Puede contar conmigo. Lo comunicaré de inmediato —dijo, y colgó el auricular.
Se volvió y su expresión me lo advirtió: el doctor Fu-Manchú había ganado otro tanto.
—Sí —asintió—, la labor del Si-Fan continúa.
—¿Qué ha ocurrido, Smith?
—Algo todavía más espectacular que lo publicado acerca de Rudolf Adlon —replicó con amargura—. Los periódicos y los boletines informativos lo comunicarán esta noche. Todo el mundo lo sabrá porque no puede ocultarse ni manipularse. El general Diesler dirigía, desde un balcón cubierto con una tela negra y delante de no menos de doscientas mil personas, una ceremonia funeraria junto al ataúd tapizado que no contiene el cadáver de Rudolf Adlon. Según me ha informado Egerton, dijo: «Hemos sufrido una pérdida irreparable. Hay un enemigo diabólico entre nosotros; un enemigo al que no conocéis…» Ésas fueron, más o menos, sus palabras…
—Bien, y ¿qué sucedió después?
—Ésas fueron sus últimas palabras, Kerrigan.
—¿Cómo?
—A continuación se interrumpió, se agarró el pecho y cayó al suelo. Antes, se había oído una detonación distante, muy distante. Le habían disparado al corazón.
—¡Pero, Smith, en un evento como este cualquier lugar que estuviera en el radio de alcance habría sido desalojado y controlado por la policía o el ejército!
—Cualquier lugar dentro del radio de alcance… Estoy de acuerdo, Kerrigan; o sea: dentro de un radio normal. El disparo se efectuó desde lo alto de la torre de la catedral, ¡desde una distancia de tres kilómetros!
—¡No lo entiendo!
—Un destacamento de la policía que desfilaba cerca de la catedral oyó cómo se producía la detonación en lo alto del campanario. Entraron a toda prisa y atraparon a un hombre que descendía corriendo los cientos de peldaños. ¡No era otro que el barón Trenck, el editor millonario arruinado y exiliado por Adlon, y conocido como uno de los tres mejores tiradores de caza mayor de Europa!
—Pero, Smith…
—¡El rifle que tenía en las manos estaba equipado con una mira telescópica… y un cargador neumático Jasper!
—¡Santo cielo!
—¿Lo ve? El doctor ya ha podido utilizar ese valioso invento gracias a la labor de su hija Koreani. Y a pesar de los esfuerzos de la policía, que intentó proteger al barón bajo arresto, los fanáticos seguidores de Adlon… —Se interrumpió un momento—. Creo que, prácticamente, lo destrozaron. Ahora voy a formularle una extraña petición, Kerrigan.
—¿De qué se trata?
Debo confesar que todavía no me había repuesto de la conmoción que me había causado aquella horrible noticia.
—Le pido que mire por la ventana mientras escojo un escondite en algún lugar de su apartamento para esta cartera.
—¿Un escondite?
—Déjeme que le explique. El violento ataque que sufrí en Sloane Street se debió a que querían arrebatarme esta cartera que llevaba a Scotland Yard. Un coche de la brigada especial llegará en unos minutos. He autorizado al agente Egerton para que pida uno y me iré en él.
—Y yo con usted.
—¡Ni hablar!
—¿Cómo?
—Es de esperar otro atentado contra mi vida, aunque probablemente no sea del mismo tipo. Estaré bien protegido, y su presencia no me salvaría. Pero esta vez el atentado podría tener éxito, por lo que voy a esconder este objeto tan valioso en su apartamento.
—¿Y por qué quiere esconderlo de mí?
—Porque si usted supiera dónde está, Fu-Manchú podría encontrar el modo de obligarle a revelárselo.
—Pero ¿por qué aquí?
—Por una buena razón. Tenga la amabilidad de hacer lo que le pido, Kerrigan.
Miré a través de la ventana pensando en el intrincado laberinto en el que me había metido desde aquella tarde en que Nayland Smith había llamado a mi puerta. Lo oí moverse de un lado a otro en una habitación contigua y, al cabo de un rato, regresó. Un coche de la policía aparcó delante de la puerta y el timbre sonó.
—Estaré en buenas manos hasta que vuelva a verle —dijo Smith—. Me pondré en contacto con usted más tarde, cuando haya organizado el traslado seguro de la cartera a un lugar donde pueda presentar su contenido a un comité que debo convocar para este fin.
—Pero ¿de qué se trata, Smith?
—Discúlpeme, Kerrigan, pero no quiero decírselo. Lo sabrá a su debido tiempo. Sólo le pido una cosa, y el mejor modo de ayudarme será hacer lo que le digo con exactitud. ¡Esta noche, no salga del apartamento hasta que tenga noticias mías, y desconfié de las visitas igual que yo desconfío de cada centímetro de mi trayecto hasta Scotland Yard!
Cuando se hubo marchado (y bajé hasta la puerta de la calle para asegurarme de que el coche pertenecía realmente a la policía) me senté en el escritorio durante un rato intentando ordenar mis notas y poner por escrito algunos de los recientes y sorprendentes acontecimientos de la campaña del Si-Fan en contra de las dictaduras. Era una historia difícil de creer y aún más de contar, pero que debía relatarse. Valía la pena hacerlo.
Una llamada de teléfono me interrumpió. Era de Scotland Yard y conocía al interlocutor: el inspector jefe Leighton, de la brigada especial. Tenía noticias de Gallaho; había logrado salir con sólo cortes y contusiones. Los médicos habían perdido todas las esperanzas de salvarle la vida al conductor: además, entre los heridos de mayor o menor consideración causados por el aparentemente enloquecido comportamiento del camionero, estaba él mismo. En la colisión se había roto el cuello.
—Tenía aspecto de asiático —manifestó el inspector Leighton—. Puede que sir Denis lo reconozca. La compañía propietaria del camión no sabe nada del asunto…
Todavía estaba pensando en sus palabras cuando el teléfono volvió a sonar. Descolgué el auricular.
—¿Hola?
—Sí —dijo una voz—, ¿es usted Bart Kerrigan?
¡Era Ardatha!