El Silver Heels capeaba el desagradable temporal. El jefe de la policía continuaba ofreciendo un aspecto desolador, y de vez en cuando me lanzaba una mirada. Oí el ruido de unos pasos en la cubierta y deduje que la policía realizaba su trabajo y examinaba los papeles de la tripulación. Miré con atención hacia las sombras del extremo oscuro del salón y tuve la momentánea impresión de que allí había alguien… y que después desaparecía.
En el silencio que se apoderó de la sala, los crujidos de la nave me parecieron siniestros. Los ojos de Nayland Smith miraban con fijeza al propietario norteamericano. Por alguna razón, me alegró oír su voz:
—¿Organizó un almuerzo para Rudolf Adlon en el yate?
—Así es. Pietro Monaghani, que es un buen amigo mío, me había hablado de él.
—Me da la impresión de que Adlon se sintió muy atraído por la condesa.
Brownlow Wilton sonrió con incomodidad, se inclinó hacia delante y eligió un puro de una caja que había sobre la mesa.
—Quizá tenga razón —dijo—, y la verdad es que no me sorprende; además, ese hombre no hace nada para esconder sus sentimientos.
—¿Herr Adlon regresó al Palazzo da Rosa después del almuerzo?
—Sí, y confieso que no me supo mal.
—¿Y usted fue al palacio durante la tarde?
—No; yo me quedé a bordo, pero casi todos los del grupo bajaron a tierra. Tenían cosas que hacer antes de regresar a París, ¿comprende?
—¿Fue a la estación a despedirlos?
—No, sir. Nos despedimos en el yate y, a continuación, se fueron en la lancha. La verdad es que no soy tan activo como antes. Estuve hablando con el jefe de máquinas para saber si los motores aguantarían hasta Villefranche.
—¿Y ésa fue la última vez que vio a sus huéspedes?
—Sí. Pero nos reuniremos de nuevo en Londres dentro de tres días.
Una vez más, sobrevino un silencio incómodo.
—¿Está seguro, señor Wilton, de que la única razón para separarse del grupo fue el problema de los motores? Es decir, ¿no habrá recibido por casualidad alguna advertencia del Si-Fan?
Cuando oyó esas palabras, la expresión de Wilton cambió por completo. Dejó el puro que acababa de encender y el efecto fue como si se quitara una máscara. Sus grandes ojos negros agrandados por los lentes brillaron febrilmente mientras miraba a Nayland Smith.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó, y se agarró al borde de la mesa—. ¿Cómo lo ha averiguado?
—Mi trabajo es saberlo, señor Wilton.
—¡He recibido dos! Y otra mientras Adlon estaba a bordo. Sí, lo admito, estaba huyendo. Ahora sabe la verdad.
Nayland Smith asintió.
—Eso me temía. Usted controla un importante periódico de los Estados Unidos y sus simpatías apuntan indiscutiblemente a Adlon y Monaghani. ¿Estoy en lo cierto?
—Es posible.
—Además, creo que su fábrica de armamento vende gran parte de la producción a los gobiernos que representan esos dos caballeros.
—Parece saber muchas cosas, sir; aunque, como dice, en eso consiste su trabajo.
—¿Cuánto tiempo le conceden en el tercer aviso?
—Hasta mañana a mediodía.
—¿Y qué es lo que le exigen?
—Me exigieron que viniera a Venecia —dijo mirando a su alrededor como un hombre perseguido—. Y también que diera aquel almuerzo en el yate en honor de Adlon. Ahora me obligan a marcharme tan rápido como pueda. Todo este viaje ha respondido a sus órdenes. Lo admito: estoy terriblemente asustado. Hace tiempo, pasé unos años en Oriente, y sé lo suficiente sobre el Si-Fan como para cumplir sus mandatos.
Nayland Smith clavó la mirada en mí.
—Se da cuenta de los hechos, ¿no es así, Kerrigan? El señor Wilton ha sido utilizado para un oscuro fin que, según me temo, se ha llevado a cabo con éxito.
Un momento antes había oído vagamente el ruido de una radio, y de pronto se acercaban unos pasos presurosos. Un oficial de la policía entró corriendo con un mensaje que entregó a su superior.
El coronel Correnti se ajustó un potente monóculo y lo leyó. A continuación levantó la vista y su rostro, hasta entonces pálido, se encendió con exaltación.
—Es de la jefatura… —exclamó—. ¡Han encontrado un cadáver en el canal!
—¿Cómo?
Smith se levantó de un salto.
—No están seguros, pero creen que se trata de…
—¡Santo cielo! ¡Es horrible! ¿Qué significa esto?
Wilton también se había levantado y observaba el pálido semblante del coronel.
—Significa, señor Wilton —soltó Smith—, que esta noche ha ocurrido algo que tenía como fin evitar una guerra, pero que, sin embargo, podría provocarla.
—¡Por qué callar lo que el mundo entero sabrá mañana! —exclamó el coronel—. Señor Wilton, algo espantoso ha ocurrido en Venecia. ¡Rudolf Adlon desapareció poco después de abandonar su yate!
—¿Qué?
Wilton se dejó caer en la silla.
—Los hechos son los siguientes —dijo Nayland Smith con sequedad—: Le han utilizado para que Adlon y la mujer a la que usted conoce como condesa Boratov se conocieran en circunstancias que les permitieran encontrarse de nuevo en secreto. El encuentro se produjo… y ya ha visto el resultado.
—Pero ¡quizá se trate de un error! ¡Me cuesta creerlo!
—¡Sosténgalo, Kerrigan, se ha desmayado!
Cuando salimos a cubierta, vimos que Wilton se tambaleaba y buscaba a ciegas algo a lo que asirse… Lo sujeté mientras caía. Bajo las luces de la cubierta, tenía un aspecto cadavérico.
—Esta farsa asesina —dijo en un leve susurro— me ha afectado más de lo que imaginaba. Ahora comprendo el objetivo de la trama… porque lo que ha ocurrido… ¡Supongo que estoy acabado!
El coronel Correnti se encontraba ya a bordo de la patrullera, aunque no fue tarea fácil despegar su corpulento cuerpo de la escala en movimiento. Lo veía mirando a través de una de las portillas de la motora. Habíamos decidido que nosotros regresaríamos de inmediato, dejando que la tripulación llevara a puerto el Silver Heels junto con dos agentes de policía. Pero tuvimos que cambiar nuestros planes.
—Mi camarote está en la proa —musitó Brownlow Wilton—. Si me permiten apoyarme en ustedes, creo que podré llegar.
Smith y yo lo acompañamos hasta su camarote. Era muy espacioso y estaba modernamente equipado. Una vez allí, lo dejamos tumbado sobre la cama.
—Mis escasos conocimientos médicos no me permiten emitir un diagnóstico —dijo Nayland Smith—, pero quizás un estimulante…
López, el camarero, apareció en la puerta. Detrás de él vi el uniforme de los dos carabinieri que debían permanecer en el yate. A la luz que provenía del exterior del camarote, el aspecto del camarero me desagradó más que nunca.
—Si son tan amables de dejar al señor Wilton en mis manos —dijo—, creo que puedo cuidar de él.
El semblante de Brownlow Wilton estaba contraído: parecía sufrir mucho.
—¿Qué le ocurre? —le pregunté en un aparte.
—Una angina de pecho, señor. Está alterado. Me temo que va a sufrir otro ataque. Tiene unas pastillas…
—¡Por todos los santos! ¿No viaja con un médico?
—No, señor. El señor Wilton tiene uno fijo en Venecia, pero creo que, hasta este momento, no había experimentado los síntomas de un ataque.
Nayland Smith contemplaba al hombre enfermo y, de algún modo, su expresión me permitió deducir lo que estaba pensando. En una ocasión, me dijo que el doctor Fu-Manchú podía reproducir los síntomas de casi cualquier enfermedad conocida en medicina…
—No quiero medicamentos…
El enfermo se incorporó realizando un esfuerzo… y Smith se precipitó hacia delante para ayudarlo.
—¿Cree que es aconsejable, señor Wilton…?
—Permítame apoyarme en su brazo… hasta esa butaca. ¡López! He descubierto que un traguito de un bourbon añejo no hace daño en estos casos. ¡Si son tan amables de acompañarme, caballeros! Aunque sean abstemios, creo que esto acelerará mi cura.
Su valor era tan admirable que negarnos habría constituido una grosería. López fue en busca del bourbon añejo y Nayland Smith salió a cubierta y llamó a la patrullera.
—¡Diríjanse a puerto! No nos esperen más. Nos quedamos a bordo. El Silver Heels virará y les seguirá…
Al cabo de unos minutos estaba sentado junto a la mesa del salón con el enfermo a mi izquierda mientras Nayland Smith, que se sentía demasiado inquieto para relajarse, se apoyaba en un lavamanos profusamente decorado. Detrás de mí, López servía las bebidas.
—Si me lo permite —murmuró Smith, y se dio la vuelta para lavarse—. Tengo las manos sucias del viaje.
Antes de volverse para tomar el vaso que López le ofrecía, vi su cara en el espejo y me sobresaltó. Los ojos le brillaban como el acero y tenía las mandíbulas apretadas. Pero casi dudé de lo que vi, porque cuando se volvió ¡sonreía!
López se retiró en silencio y dejó la puerta abierta. Oí cómo se alejaba la patrullera y unas órdenes dictadas a voz en grito. A continuación sentí una vibración: el Silver Heels estaba virando.
—¡Por el futuro, caballeros!
Brownlow Wilton levantó el vaso.
—¡Santo cielo! ¡Miren! ¡Es el doctor Fu-Manchú! —gritó Nayland Smith mientras miraba alarmado hacia el otro lado de la sala.
Brownlow Wilton dejó el vaso sobre la mesa con mano temblorosa (yo no había tocado el mío), se levantó de un salto con una agilidad sorprendente y ambos miramos con fijeza hacia la puerta. Yo también me había puesto en pie. ¡Pero al otro lado del umbral no vimos a nadie! Me volví hacia Smith con consternación. Estaba bebiendo de su vaso y, cuando terminó, lo dejó sobre la mesa.
—¡Discúlpeme, señor Wilton —dijo con un nerviosismo que nunca antes había percibido en él—, ese espectro está empezando a obsesionarme! Sólo ha sido la sombra de una nube.
—Bien —dijo Wilton con cierto temblor en su aguda voz—, la verdad es que me ha sobresaltado… aunque no sé a quién creyó que había visto.
—Olvídelo, señor Wilton. Me temo que la tensión se está haciendo notar, pero el whisky me ha sentado bien. Termine su bebida, Kerrigan. Quizá me convendría descansar un rato. ¿Hay algún camarote disponible?
—¡Sin lugar a dudas! —exclamó Brownlow Wilton mientras pulsaba un timbre—. ¡A su salud, caballeros!
Se tomó el bourbon como si realmente lo necesitara y, mientras López entraba en silencio, terminé el mío.
—López, acompañe a sir Denis Nayland Smith y al señor Kerrigan al camarote A. Está a su disposición, caballeros. Hay una hora de travesía hasta…
Lancé una rápida mirada a Smith. Su sorprendente falsa alarma había provocado otra crisis en la frágil salud de Wilton. Sus facciones estaban contraídas y su cuerpo yacía exánime en la silla.
—¡No se preocupe, señor! —dijo López mientras yo me inclinaba y levantaba el débil cuerpo de Wilton—. Creo que si descansa un rato se recuperará…
Deposité al enfermo en su cama. Sus ojos miraban fijamente a López, que estaba detrás de mí. Intentó hablar… pero ninguna palabra salió de su boca.
—Aquí tiene a su próximo paciente, Kerrigan… —dijo Nayland Smith con voz pastosa.
¡Se estaba tambaleando! Corrí hacia él.
—Por aquí, señor.
La expresión de López continuaba imperturbable. Ni siquiera puedo intentar describir mi estado de ánimo mientras sujetaba con fuerza el brazo de Smith y seguíamos al camarero por la cubierta. ¿Qué podía haber causado la indisposición de Smith?
Vi el destello de un relámpago a lo lejos, sobre el mar, y un trueno retumbó como un redoble de tambores… La patrullera ya se había perdido de vista y el Silver Heels se balanceaba con suavidad.
Smith avanzó, haciendo eses, por la solitaria cubierta.
—¡Siga mi ejemplo! —me susurró al oído—. ¡Cuando me tumbe sobre la cama, déjese caer en una butaca a mi lado, donde sea, pero tan cerca de mí como pueda! Empiece a tambalearse…
El camarero abrió la puerta y encendió la luz de un camarote espacioso parecido al que ocupaba Brownlow Wilton.
—Es aquí, señor.
—Me temo que siempre he sido… un mal marinero —murmuró Smith con voz pastosa—. Me echaré un rato…
Le ayudé a tumbarse en una de las dos camas mientras López quitaba la colcha. Se quedó allí con los ojos cerrados y, por lo que parecía, intentando decir algo. Cerca de su cama había una butaca y, aunque desconfiaba de mis dotes de actor, me dejé caer en ella de repente. Ya no pensaba: confiaba en Nayland Smith porque veía más allá de lo que yo podía ver.
El camarero retiró, solícito, la colcha de la otra cama y la extendió sobre mí.
—¡Lo siento… no puedo más! —balbuceé, y bajé los párpados.
El camarero salió y cerró la puerta.
—¡No hable! ¡No se mueva! —dijo Smith en un leve susurro—. Vuélvase hacia mí hasta que le vea la cara y espere.
Me volví sobre un costado y permanecí inmóvil. Veía a Smith con claridad. Sus ojos, aunque entornados, escudriñaban el camarote; especialmente, la puerta y las dos portillas que daban a la cubierta. Por encima de los crujidos y los gemidos de la embarcación, oí unos tambores distantes. Algo me decía que me estuviera quieto… que alguien nos observaba.
—Hable en voz baja —dijo Nayland Smith—. El hombre llamado López ha ido a informar. ¿Se da cuenta de lo que ha ocurrido?
—En absoluto.
—¡Hemos caído en una trampa!
—¿Qué?
—No se mueva. Es probable que nos estén vigilando… Había presentido el peligro, pero así y todo me precipité en él. Supongo que no tenía derecho a arrastrarlo conmigo.
—No sé de qué me habla.
La embarcación había virado con una maniobra torpe, y me di cuenta de que nos dirigíamos de nuevo a Venecia. Los crujidos y gemidos de la madera se apaciguaron, y el estruendo de los tambores se fue desvaneciendo.
—Sospecho que los planes de Fu-Manchú incluyen que no volvamos a tierra.
—¡Por todos los santos!
—¡Chist…! ¡Silencio! Hay alguien en la portilla.
Permanecí totalmente inmóvil y lo mismo hizo Nayland Smith. Ese sexto sentido que surge de repente en los momentos de peligro, fue lo único que me permitió darme cuenta de que, en efecto, alguien nos estaba espiando. Mi cerebro, agotado por aquel torbellino de grotescas experiencias, se negaba a resolver este nuevo enigma. ¿Por qué nos habían atrapado a los dos? ¿Y a qué esperábamos?
—Todo despejado otra vez —informó Smith en voz baja—. Aunque la puerta esté cerrada con llave, cosa que dudo, las portillas son anchas y podremos escapar por ellas.
—Pero, Smith, ¿qué es lo que sospecha?
—No se trata de ninguna sospecha, Kerrigan; es un hecho. El yate está en manos de los acólitos de Fu-Manchú; desde el capitán hasta el grumete.
—¡Santo cielo! ¿Está seguro?
—Totalmente.
—Pero Wilton…
—En Europa nos ocupamos de los reyes y los dictadores, pero en los Estados Unidos Wilton ostenta casi tanto poder como, digamos, Goebbels en Alemania. Sus tendencias políticas son bien conocidas y sus intereses son del dominio público.
—Pero Wilton es un moribundo…
—¡Creo que sería más acertado decir que Wilton es un hombre muerto!
Esta vez, sólo el ruido de las hélices rompió el silencio. Por instinto, supe que Nayland Smith estaba pensando con intensidad. Al poco rato preguntó en voz muy baja:
—¿Puede oírme, Kerrigan? No me atrevo a hablar más alto.
—Sí.
Las palabras «Wilton es hombre muerto» me habían trastornado y me preguntaba qué habría querido decir con ellas.
—Creo que sería buena idea que escapáramos a toda prisa, nos pusiéramos esos chalecos salvavidas y saltáramos por la borda, pero hay una fuerte marejada y la idea no me atrae especialmente.
—¡A mí no me atrae en absoluto!
—Quizá podamos esperar hasta que estemos más cerca de la costa. Por el momento, el peor riesgo que corremos es que descubran que no estamos inconscientes.
—¡Inconscientes! ¿Y por qué deberíamos estar inconscientes?
De todos los recuerdos extraños y horribles que conservo de aquella lucha para evitar que el doctor Fu-Manchú reajustara el equilibrio del poder mundial, creo que el más extraño fue aquel intervalo entre susurros durante el que permanecimos tumbados en el camarote del Silver Heels.
—Por la sencilla razón —continuó la queda y pausada voz de Smith— de que habían vertido alguna droga en las bebidas que tomamos con Wilton. Insistieron en que bebiéramos bourbon precisamente por esto. Es evidente que su fuerte aroma escondería cualquier tipo de droga que utilizaran.
—Pero, Smith…
—¡Cambié los vasos, Kerrigan, después de provocar una pequeña distracción! Si lo recuerda, pareció que ingería la mía de un trago, pero, en realidad, se fue por el desagüe del lavamanos.
—¿Y la mía?
—Como disponía de muy poco tiempo, no tuve otra alternativa: Wilton se bebió la suya y usted la de Wilton.
—¡Santo cielo! ¿Quiere decir que es probable que esté muerto en su camarote?
—¡Chist…! Recuerde que si sospechan que estamos despiertos acabarán con nosotros. Sí, quiero decir que debe de estar muerto, pero no en su camarote…
Guardó silencio durante unos minutos y deduje que estaba escuchando. Yo también lo hice mientras me devanaba los sesos intentando desentrañar el significado de sus palabras.
—Me pregunto por qué los dos policías no han…
Mi frase fue interrumpida de repente. Oí unos pasos rápidos, un grito… y otra vez se hizo el silencio salvo por un trueno lejano.
—¡Smith! ¿No podemos hacer nada?
—¡Malditos asesinos! ¡Es demasiado tarde! Estaba haciendo tiempo mientras elaboraba un plan… —Su voz grave denotaba un triste remordimiento—. ¡Vaya!
¡Las luces se apagaron!
—Ahora podemos movernos —soltó Smith, y, mientras hablaba, los motores se detuvieron y el Silver Heels cabeceó ociosamente en la marejada.
—¡Es el momento de entrar en acción! ¡Rápido, Kerrigan! ¡Tenga el revólver a mano!
Me levanté de la butaca y me encaminé hacia la puerta. Estaba más cerca de ella que Smith.
—¡Maldición! —exclamé.
¡La puerta estaba cerrada con llave!
—No me di cuenta de que la cerraban.
En la oscuridad logré entrever que Smith intentaba abrir una de las portillas que daba a la cubierta de estribor.
—¡Vaya! ¡Nuestra situación es más grave de lo que pensaba! ¡Las portillas también están cerradas!
Permanecimos un momento en silencio escuchando los ruidos de fuera, que iban en aumento.
—Están preparando la lancha —murmuré, porque había visto una en el yate—. ¿Qué significado tendrá?
—¡Significa que van a hundir el Silver Heels y a nosotros con él!