—¿Está listo, Kerrigan?
Nayland Smith entró a toda prisa en mi habitación del hotel. El baño y el afeitado que necesitaba con urgencia le habían renovado. Vivía en un estado de continua agitación, y para mí era una fuente inagotable de sorpresas.
—Sí, Smith, estoy listo. ¿Hay más novedades?
Se dejó caer en el borde de la cama y empezó a cargar la pipa. El viento soplaba entre los postigos en la hora más oscura de la noche.
—El Silver Heels ha respondido a nuestra llamada por radio y nos está esperando.
—¿Qué cree que significa todo esto, Smith? Todavía me parece un sueño que usted y yo estuviéramos presos en aquel horrible lugar. Incluso considerando que sea cierto lo que dijo Paulo, que Brownlow Wilton y sus invitados se habían marchado antes de que me apresaran, me resulta increíble. Aquella escena entre Fu-Manchú y Rudolf Adlon… ¡En estos momentos, no puedo creer que ocurriera de verdad!
—Reflexione —dijo Smith—. El Palazzo Brioni fue alquilado en nombre de Brownlow Wilton por su secretario, quien también contrató al personal del servicio. Deduzco que ni el secretario ni Brownlow Wilton tenían la más remota idea sobre la historia del lugar. El edificio contenía una serie de habitaciones que pertenecían a lo que, por lo visto, se conoce como el Viejo Palacio y que, por buenas razones, se cerraron sin que nadie volviera a entrar en ellas.
—Por el momento estoy de acuerdo.
Una vez hubo llenado la pipa, Nayland Smith prendió una cerilla y encendió el tabaco.
—Sólo un miembro del servicio, Paulo, el mayordomo, que ya había servido en la casa con anterioridad, conocía la existencia de las dependencias ocultas. Bien. Entonces, un genio de la maldad que también la conoce, aprovecha la oportunidad. Wilton, quien, poniéndose en peligro, había ondeado la bandera nazi en los Estados Unidos, es la persona adecuada para entretener a Rudolf Adlon. Fu-Manchú sabe que Adlon viene de incógnito a Venecia, y se encarga de que reciba una invitación al almuerzo que se celebra en el yate del millonario. A bordo hay sirvientes de Fu-Manchú.
Se detuvo, empujó el tabaco medio encendido con el pulgar y prendió otra cerilla.
—En la fiesta, Rudolf Adlon conoce a la mujer que responde al nombre de Koreani. Se siente atraído por ella. De hecho, ella se encarga de que así ocurra; y, en este arte, Kerrigan, es una antigua maestra. Le promete una cita, aunque hace hincapié en los peligros y dificultades que esta entraña a fin de preparar a Adlon para el viaje a través de los hediondos túneles… Seguro que se hizo pasar por una mujer infelizmente casada.
—Parece lógico.
—Adlon, hechizado, se escabulle del Palazzo da Rosa y se dirige al lugar donde ella le prometió que confirmaría la cita. Mientras tanto, Koreani ha informado a Fu-Manchú y se preparan para la llegada de Adlon. Afortunadamente, usted vio cómo le daban el mensaje. Adlon acude a la cita… y ya sabemos lo que ocurrió después.
Con la pipa, ahora bien encendida, empezó a caminar de un lado a otro de la habitación.
—Pero, Smith —dije observándole con fascinación porque su sucinto resumen de los hechos revelaba una vez más la claridad de su mente—, ¿está seguro de que Brownlow Wilton desconocía la trama de principio a fin?
Se detuvo unos instantes en los que unas nubes de humo le envolvieron y repuso:
—Es difícil de creer, estoy de acuerdo —soltó—, pero por el momento no veo otra posibilidad. Wilton, como seguramente ya sabe, es un inválido y un excéntrico; de hecho, se trata de un moribundo. Aunque es generoso con las diversiones, con frecuencia se recluye, y se aísla de sus invitados. Hemos averiguado que tomó la decisión de marcharse a Villefranche de improviso, aunque esta vez el número de sus huéspedes era reducido. Creo que hemos identificado a dos.
Asentí con la cabeza.
—Por el informe de un oficial de la policía que estuvo a bordo del yate parece bastante seguro que Ardatha era una de las invitadas. Su descripción de la otra mujer que asistió al almuerzo no deja lugar a dudas, se trata de Koreani. Y lo que Paulo nos ha contado sobre las huéspedes concuerda con las descripciones.
»Todo se preparó del modo más ingenioso —continuó Smith hablando con rapidez y reanudando su interminable paseo—. Seguro que Brownlow Wilton las conoció en circunstancias que propiciaron que las invitara. ¡Después de todo, las dos son encantadoras!
—¿Cree que volaron desde París y se unieron a los otros huéspedes en el yate?
—Con toda seguridad. Cumplían órdenes del Si-Fan, aunque Brownlow Wilton no sabía nada. Ya descubriremos dónde las conoció, pero, en mi opinión, los hechos son claros.
—¿No cree posible que vinieran en el Silver Heels?
—No. Es evidente que el doctor Fu-Manchú tenía otros planes para ellas, y para él mismo. Pero estoy convencido, e incluso creo con toda firmeza, que Wilton está en peligro. Quizás ahora mismo esté huyendo de ese peligro…
Cuando, al cabo de poco rato, zarpamos y pusimos proa al mar para alcanzar al Silver Heels, el Adriático estaba muy agitado para navegar en una patrullera. Me di cuenta de que el jefe de la policía no se sentía cómodo mientras nuestra pequeña embarcación se balanceaba y cabeceaba en una mar muy gruesa.
Sin embargo, la tormenta estaba amainando y una luna tímida empezó a asomar entre las nubes que se dispersaban. Personalmente, agradecí la tormenta, porque tanto el resplandor de los relámpagos como el estruendo de los truenos distantes encajaban con mi estado de ánimo.
Sin que la mayoría de sus habitantes lo supieran, esa noche, Venecia era batida en busca de una de las figuras más destacadas de Europa. Desde ciudades vecinas habían acudido refuerzos, y ningún representante de la autoridad estaba en la cama.
Rudolf Adlon había sido secuestrado.
Creo que aquella carrera a gran velocidad por las encrespadas aguas calmó, de algún modo, mi espíritu. Centelleó otro relámpago.
—¡Ahí está! —sonó el grito del vigía.
Sin embargo, creo que todos los de la cabina habíamos visto ya el Silver Heels bañado en aquel repentino resplandor, como una nave encantada que navegara, blanca y hermosa, por el mar embravecido.
Cuando estuvimos cerca, colgaron una escala, pero no fue fácil subir a bordo. Finalmente, nuestro grupo logró reunirse en cubierta. Brownlow Wilton y el capitán del yate nos recibieron.
Mi primer vistazo a Wilton evocó en mí un vago recuerdo que no pude definir con claridad. Se cubría con una boina y un impermeable azul con el cuello levantado, y, a la luz de la cubierta, me pareció un hombre pequeño y arrugado; tenía la tez cetrina de un hombre del sur, y nos miraba a través de unos lentes de montura negra.
El capitán, que respondía al nombre de Farazan, parecía portugués. También tenía la tez oscura y llevaba un impermeable. La sorpresa del norteamericano se reflejaba en su actitud y en sus ojos, agrandados por las lentes de las gafas.
—Aunque es un gran placer, caballeros, tenerles a bordo —dijo con una voz débil y aflautada—, también es una gran sorpresa. No puedo decir que comprenda su visita, pero les doy la bienvenida. Bajemos al salón.
Entramos en una amplia sala donde había un camarero de cejas negras en actitud de espera y una mesa iluminada. También vi un bufé frío y los cuellos de unas botellas que asomaban de una cubitera.
—He creído —dijo Wilton sacándose el impermeable y la boina—, que en una noche como ésta y a estas horas, probablemente se sentirían hambrientos. Pónganse cómodos, caballeros. Su llamada por radio me ha despertado, así que a ninguno nos vendrá mal tomar un bocado.
El Silver Heels capeaba el temporal con un balanceo suave y tranquilizador, pero el jefe de la policía miraba la cena fría como un condenado a muerte miraría la capucha negra.
—Creo —musitó—, que un brandy con soda me sentaría bien.
El camarero le atendió en silencio y Brownlow Wilton, sentado a la cabecera de la mesa, nos prodigó su hospitalidad.
—No tenía nada preparado —explicó—, pero personalmente me apetece comer algo y creo que lo mejor será que todos recuperen fuerzas.
Pensé que aquel hombre, un gran magnate de la prensa que además dirigía la fábrica de armamento más importante de los Estados Unidos, tenía un trato agradable y sencillo. No había esperado en él unas maneras tan afables. Confieso que su reputación, el palacio del Gran Canal y el yate habían hecho que me formara una idea totalmente distinta de su persona. Sólo su estado de salud se ajustaba a mis expectativas. Era un hombre enfermo. A pesar de sus declaraciones, no comió nada y apenas tomó unos sorbos de una bebida que parecía agua de cebada.
—Es demasiado temprano para mí y para Kerrigan —informó Nayland Smith cuando el eficiente pero taciturno camarero nos ofreció las bebidas.
Me miró sonriente, pero leí en su mirada la advertencia de que yo también las rechazara.
—Me retiré a dormir en cuanto zarpamos —declaró Wilton—, y cuando un hombre acaba de dormirse y lo despiertan de repente siempre necesita algo de tiempo para recuperar la compostura. Sin embargo, sir Denis Nayland Smith —dijo oteando a través de la mesa con su mirada miope—, quisiera formularle una pregunta: ¿A qué se debe su visita?
Nayland Smith miró a su alrededor, en sombras salvo por la mesa iluminada a la que estábamos sentados.
—Es bastante difícil de explicar —respondió—. Pero, para empezar, ¿dónde están sus huéspedes?
—¿Mis huéspedes? —Los ojos agrandados de Brownlow Wilton se abrieron desmesuradamente—. No tengo huéspedes, sir.
—¿Cómo?
—Los que se hallaban a bordo, que eran sólo cuatro, se marcharon en el último expreso a París. Me vi obligado a deshacer el grupo, y ahora estoy solo con la tripulación.
La tormenta se iba extinguiendo en el horizonte, aunque el fragor distante de los truenos llegaba hasta nosotros de cuando en cuando.
—Según tengo entendido —dijo Nayland Smith—, sus cuatro huéspedes eran el conde y la condesa Boratov, el señor Van Dee y la señorita Murano.
—Exacto.
Wilton parecía sorprendido.
—¿Y quién es el señor Van Dee?
—Un conocido hombre de negocios de Filadelfia. Somos amigos desde hace años.
—Ya veo. ¿Y la señorita Murano?
—Es una antigua compañera de estudios de la condesa Boratov. Una joven muy atractiva. Vivió mucho tiempo en África, donde su familia sufrió muchas adversidades. Posee un cabello cobrizo extraordinariamente hermoso.
Me sentí muy desgraciado porque estaba describiendo a Ardatha.
—¿Y dónde conoció a esa joven?
—En Londres, hace cuatro semanas.
—Supongo que por mediación de los Boratov.
—En efecto. Le pedí que se uniera a nosotros en el yate, porque estaba con la condesa en Londres, y aceptó.
—¿Cuánto tiempo hace que conoce a los Boratov, señor Wilton?
El rostro cetrino de Brownlow Wilton se endureció y pareció arrugarse más. Miró hacia el coronel Correnti y aquel remoto recuerdo volvió a mí, pero se desvaneció de nuevo. El Silver Heels se balanceaba con ímpetu y, de una manera vaga, oí un trueno.
—Comprendo, caballeros, que actúan con total autoridad, pero, ya que me honran con su compañía sin que conozca la razón, quisiera saber, al menos, por qué están interesados en mis amigos.
—Reconozco que he sido demasiado brusco, señor Wilton —manifestó Smith—, pero su propio futuro está en juego. Esta misma noche se ha cometido un crimen en el Palazzo Brioni que podría cambiar la historia de Europa…
—¿Cómo dice?
Brownlow Wilton se inclinó sobre la mesa.
—Ahora no tenemos tiempo para los detalles, sólo le pido su colaboración. ¿Dónde conoció a los Boratov?
—En Norteamérica, durante un viaje que realizaron en otoño del año pasado.
—¿Podría describirme a la condesa?
—Se trata de una mujer muy bella, sir. —La voz aflautada de Wilton adquirió una nota de admiración incuestionable—. Es alta, delgada y con unos ojos fascinantes de un verde muy brillante.
Nayland Smith asintió con frialdad.
—¿Y el conde?
—Es un aristócrata ruso muy distinguido que, antiguamente, formó parte de la Guardia Imperial.
—¿Y dice que se fueron todos en el expreso de París?
—Así es. Todos.
—Entonces ¿usted se quedó solo cierto tiempo en el palacio?
—No, sir. Cenamos aquí, en el yate. Recibí noticias de Gran Bretaña que me obligaban a regresar. El capitán Farazan lo preparó todo. Arregló los papeles de aduanas y zarpamos de inmediato. Mis huéspedes tomaron el tren y ahora están de camino a París.
Nayland Smith clavó la mirada en James Brownlow Wilton.
A continuación, se oyó una discreta voz:
—Disculpe.
El camarero, que se llamaba López, había salido y se hallaba junto a Wilton alargándole una nota en una bandeja.
Wilton la tomó, aceptó sus disculpas y leyó el mensaje. El taciturno López salió de nuevo.
—¡Vaya! Un asunto personal, caballeros… carece de importancia.
Pero su expresión contradecía sus palabras. Vi que Nayland Smith lo observaba, perplejo. Wilton arrugó el trozo de papel en la mano.
—¿Puedo preguntarle —prosiguió Smith— si utilizó el pequeño estudio del Palazzo Brioni? Me refiero al que tiene una hermosa imagen de la Virgen.
Brownlow Wilton lo miró fijamente a través de sus potentes lentes. Creo que intentaba guardar la compostura.
—Allí me ocupaba de la correspondencia, sir. Siempre me ha gustado esa habitación.
—¿Sabía, o quizás el agente inmobiliario le informó de la existencia de un ala desocupada del palacio que ha permanecido bajo llave durante años?
—No lo había oído nunca. Eso es algo completamente nuevo para mí.
—Según creo, tiene usted un secretario que se ocupa de la mayoría de los detalles. Además, según me han dicho, aprovisionó al Silver Heels en Mónaco y vino a Venecia para buscar un acomodo adecuado para su llegada. ¿Cómo se llama su secretario?
—¿Se refiere a Hemsley? Lleva conmigo muchos años. Lo he enviado por delante a Londres. Yo también me dirijo allí, pero antes quiero dejar el yate en dique seco. Algo no va bien con los motores.
—¿Fue él quien contrató a la actual tripulación?
—Así es, y, en general, son muy eficientes.
—¿Alguno de ellos había trabajado para usted con anterioridad?
—Ninguno. Hemsley cree que es mejor empezar de cero, y lo mismo puedo decir de los empleados del servicio en Venecia. No los había visto nunca.