El coronel Correnti se levantó de un salto, como si hubiera visto a un fantasma. Incluso el aplomo diplomático de sir George Herbert se vino abajo. Todavía era de noche, pero la jefatura de policía hervía con la actividad febril de un enjambre de abejas que hubiera sido importunado.
—¡Bendito sea Dios! —gritó Correnti—. ¡Pero si son sir Nayland Smith y el señor Kerrigan!
—Me alegro de verle, Smith —dijo sir George con sequedad.
—¡Deprisa! —apremió Smith mirándolos con intensidad a la cara—. ¿Las últimas noticias sobre Adlon?
El jefe de policía se reclinó en su asiento y extendió las manos con elocuencia.
—¡Una tragedia!
—¿Qué ha ocurrido? ¡Dígamelo, rápido!
—En algún momento, durante la noche, desapareció de la suite que le habían asignado en el palacio. Dispone de una salida privada, así que nadie sabe con exactitud a qué hora salió. Sin duda, el motivo es un encuentro amoroso, porque el señor Kerrigan vio cómo se concertaba la cita, pero todavía no ha regresado.
—Y no regresará nunca —dijo Nayland Smith en tono sombrío—, si perdemos un minuto más. Quiero una patrulla… de al menos veinte hombres.
—¿Sabe dónde está? —preguntó sir George Herbert.
El jefe de policía se levantó de un salto con los ojos brillándole de excitación.
—¡Sé dónde estaba!
—¿En qué lugar? ¡Dígamelo!
—En una dependencia del Palazzo Brioni…
—¡Pero si pertenece al señor Brownlow Wilton, el norteamericano!
—Eso no importa. Rudolf Adlon estaba allí hace menos de media hora.
Mientras reunían a los hombres necesarios, Smith empezó a dar órdenes con rapidez. Un grupo, a las órdenes de un capitán de los carabinieri, se dirigió, a toda prisa a la vieja caseta de piedra. Una segunda partida se desplazó a la entrada principal del Palazzo Mori, y una tercera se situó para cubrir ambos palacios desde tierra. Nosotros, con el grupo más numeroso y el jefe de la policía, nos trasladamos al Palazzo Brioni.
No sabía con certeza por qué Smith había determinado que aquél era el escenario de nuestra reciente y horrible aventura.
—Conté los pasos tanto durante la ida como a la vuelta —explicó—. No hay la menor de duda. La sala en la que vimos al doctor Fu-Manchú y a Rudolf Adlon se encuentra en el Palazzo Brioni.
La negra motora de la policía avanzó hacia el palacio navegando contra la penetrante ventisca que ululaba, lúgubre, por el Gran Canal. Cuando llegamos a los escalones de la entrada, redujimos la marcha, pero no se veía ninguna luz. La enorme puerta estaba cerrada. Por fin, después de persistentes golpes y llamadas al timbre, una luz se encendió en el vestíbulo. Precedida del ruido de varios cerrojos al descorrerse, la puerta se abrió y un criado muy asustado y medio vestido asomó la cabeza.
—Represento a la policía —dijo Nayland Smith sin tardanza—. Debo hablar de inmediato con el señor James Brownlow Wilton. Sírvase informarle.
Nos agolpamos todos en el vestíbulo, una estancia elegante y acogedora en la que pude distinguir bellas pinturas y estatuas y muebles que eran, todos, piezas de museo. El criado se arregló la bata mientras nos miraba con expresión patética.
—Pero, no entiendo nada —dijo. Era italiano pero hablaba bien en inglés—. ¿Qué es esto? ¿De qué se trata?
En medio del escasamente iluminado vestíbulo, rodeado de todos nosotros y con el viento soplando por la puerta abierta, estoy seguro de que su desconcierto no era fingido.
—En primer lugar, ¿quién es usted? —inquirió Smith.
—Soy el mayordomo, sir. Me llamo Paulo.
—¿Trabaja para el señor Wilton?
—Así es.
—¿Dónde está él?
—Se ha marchado esta misma noche, señor.
—¿Cómo? ¿Adónde?
—Al yate, el Silver Heels, que está anclado en la laguna.
—¿Y sus invitados?
—Se han ido todos, señor.
—¿Quiere decir que la casa está vacía?
—Así es, señor, sólo estoy yo y el resto del servicio.
Un agente del grupo informó con urgencia al jefe de la policía:
—El Silver Heels ha zarpado, señor.
—¡Debemos detenerlo! —espetó Smith—. Envíe a alguien para que realice las gestiones necesarias. Lo dejo en sus manos, pero yo he de formar parte del grupo que lo aborde.
Uno de los agentes, siguiendo las instrucciones del coronel Correnti, salió a toda prisa.
Smith se concentró de nuevo en el asustado mayordomo.
—¿Cuánto hace que trabaja aquí?
—Sólo dos semanas, sir. El secretario del señor Wilton me contrató, pero ya había prestado mis servicios a otros inquilinos del palacio.
—Condúzcanos a la sala de los tapices que está iluminada por cuatro candelabros de hierro.
El hombre nos miró casi aterrorizado.
—Esa habitación, sir, forma parte de lo que se denomina el Viejo Palacio. Lleva cerrada mucho tiempo y no tengo la llave.
—¿Y tampoco la del suelo de loto?
Nayland Smith lo miraba de hito en hito con una expresión grave en su rostro sin afeitar.
—¡La habitación con el suelo de loto! —El semblante de Paulo reflejaba, ahora, pavor—. He oído hablar de ella, sir, pero también forma parte del Viejo Palacio y yo nunca la he visto. Comprenderá que esas habitaciones tienen una reputación deplorable. Si se conociera su existencia, nadie alquilaría el palacio; además, han permanecido cerradas durante veinte años.
—Entonces tendremos que forzar la cerradura de una de ellas. ¿Sabe dónde se encuentran los accesos?
—Conozco dos de ellos.
—Guíenos hasta allí.
Paulo se volvió para cumplir las órdenes y, entonces, oí unas voces distantes.
—¿Qué son esas voces? —soltó Smith.
—Algunos de los criados, sir, que se han despertado.
Smith lanzó una mirada al coronel Correnti.
—Averigüe qué es lo que pasa, coronel —dijo—. Usted, Paulo, condúzcanos a esas puertas.
El grupo se dividió una vez más. Smith, el jefe de policía, el detective Stocco, dos carabinieri y yo seguimos al mayordomo. Nos llevó hasta una puerta que había debajo de un arco. Éste quedaba escondido por un fabuloso armario, una pieza excepcional laqueada en color violeta.
—Aquí detrás, sir, está una de las puertas, pero no tengo la llave.
—Retiren esto.
Al cabo de pocos minutos, los agentes habían apartado el armario. Smith se acercó y examinó la vieja cerradura de hierro. Pronto llegó a una conclusión, se volvió y negó con un movimiento de cabeza.
—Esta puerta no ha sido utilizada. ¿Dice que sabe dónde hay otra?
—Sí, señor. Si son tan amables de seguirme…
—El sujeto es sincero —me susurró en un aparte—. Se trata de una conspiración muy bien encubierta. —Miró su reloj de pulsera mientras cruzábamos un comedor desierto—. Las probabilidades de salvar a Adlon son cada vez menores, pero alguien más está en peligro.
—¿A quién se refiere?
—A James Brownlow Wilton. Es conocido en los Estados Unidos por su simpatía hacia los nazis. Empiezo a vislumbrar el alcance del complot, Kerrigan.
En una habitación amueblada con extremo lujo para servir de estudio, Paulo abrió la puerta de un armario vacío que era de madera de satén con incrustaciones de marfil y madreperla.
—La parte trasera de este armario, sir —dijo—, está formada por paneles muy antiguos. Siempre he creído que se trataba de una entrada al Viejo Palacio…
—La puerta se ha utilizado recientemente… ¡Tiene una cerradura nueva! —dijo Smith con ojos febriles.
—No lo creo, sir. El señor Wilton utilizaba esta habitación y estoy convencido de que desconocía la existencia de esta puerta. Siempre he evitado mencionar cualquier cosa relacionada con las habitaciones cerradas a los inquilinos del palacio.
—¡Las carabinas! —gritó Smith en un tono que reflejaba su excitación—. ¡Ustedes dos! ¡Hagan volar la cerradura! ¡El destino de una nación depende de ello!
El ruido de los disparos amortiguados reverberó sin freno en el estudio lujosamente amueblado. Se oyeron gritos y pasos apresurados. El otro grupo se precipitó en la habitación… La cerradura estaba hecha añicos y la puerta se abrió de golpe.
—¡Sígame, Kerrigan!
Nayland Smith, portando una luz, entró en la oscura cavidad. Yo le seguí con el coronel Correnti pisándome los talones.
—¿Lo ve, Kerrigan? ¿Lo ve?
Descendimos cuatro escalones de piedra y nos encontramos en uno de los estrechos pasadizos que rodeaban las dependencias del Viejo Palacio. Me orienté con rapidez.
—¡Por aquí, Smith, creo!
—¡Está en lo cierto! —contestó—. ¡Caramba! ¿Qué es esto?
Una puerta estaba abierta de par en par. Entramos en tropel y la luz de las linternas inundó la sala de los tapices en la que había visto a Rudolf Adlon enfrentándose al doctor Fu-Manchú.
Las velas rojas de los candelabros estaban apagadas, y el tapiz estaba en tan mal estado que, en algunos lugares, se desprendía de la pared. La silla de ébano continuaba sobre la tarima, pero, salvo por las velas apagadas, una de las cuales Smith examinó, nada demostraba que aquella sala siniestra hubiera sido ocupada en los últimos veinte años.
Durante la hora siguiente exploramos algunas de las estancias más extrañas que he visitado nunca. Incluso entramos en la cámara situada debajo del suelo de loto. Todavía se percibía el olor a espino, aunque el desconocido gas ya no estaba en cantidades anestésicas. Una red colgaba debajo de la trampilla…
Echamos un vistazo a las espeluznantes catacumbas venecianas en las que cientos de hombres habían desaparecido sin que se volviera a saber de ellos. ¡Pero no encontramos a nadie!
Las otras patrullas tampoco tuvieron nada que reportar. ¡Rudolf Adlon, cuyas palabras más insignificantes exaltaban a Europa, se había desvanecido por completo como en la época de los dux, cuando eminentes ciudadanos venecianos desaparecían, también, sin dejar rastro!
Era algo tan sorprendente que me costó aceptarlo. Ningún empleado del servicio había entrado nunca en aquellas estancias y bodegas cerradas. ¡Todo lo que había oído, todo lo que había visto allí, podía haber sido producto de mi imaginación! Y de no ser por la presencia y el testimonio de Nayland Smith, así lo habría creído.
¡Una vez más, como una nube maléfica de la que surgen rayos que provocan la destrucción, el doctor Fu-Manchú se había desvanecido misteriosamente!
¿Y Ardatha?