Nayland Smith me urgía a regresar por donde habíamos venido. Cuando traspasamos la puerta, que abrimos y cerramos con sigilo, le susurré:
—¿Por qué por este camino?
—Ya ha oído a Fu-Manchú. Sus esbirros le cubren…
—Es probable que se trate de una mentira. Tiene los nervios de acero.
—En esto último estoy de acuerdo, Kerrigan, pero no le he oído mentir nunca. No es su forma de actuar.
Recorrimos a tientas los túneles mal iluminados hasta que llegamos a la bifurcación donde habíamos elegido el de la derecha. Esta vez, tomamos el de la izquierda. En la oscuridad, porque no había ninguna luz, vislumbré vagamente unos escalones de madera. Con Smith a la cabeza, los subimos. Una vez arriba, encontramos una puerta entornada y una luz que se colaba por la rendija.
—Creo que mi carcelero venía de aquí —me susurró Smith.
Empujamos con prudencia la puerta y vimos un pasillo estrecho. Reinaba un silencio absoluto… pero, justo cuando entramos, el silencio se rompió.
El sonido inconfundible de unos pasos que se acercaban nos llegó desde detrás de unas cortinas. Los pasos se detuvieron y oímos el rumor amortiguado de alguien que arrastraba los pies. A continuación, de nuevo de modo inconfundible, percibimos el sonido de alguien que se alejaba.
—¡Atáquele! —espetó Smith—. ¡O nos atraparán!
Me precipité hacia delante a ciegas, pero me detuve de repente en el umbral de una habitación. ¡Lo que me inmovilizó fue un perfume horriblemente familiar, el de la flor de espino! Me agarré a Nayland Smith mientras miraba con incredulidad.
¡Era la habitación del suelo de loto! Habíamos entrado por el otro lado y, ¡junto a la puerta por la que yo me había hundido en la inconsciencia estaba Ardatha, con los ojos muy abiertos y la tez pálida!
—¡Gracias a Dios! —exclamó—. ¿Cómo han llegado hasta aquí? No se muevan. Quédense donde están.
Nayland Smith no pronunció ni una palabra, y durante unos instantes oí su pesada respiración.
—Rodee la habitación, Kerrigan —dijo por fin—. No se separe de la cenefa negra. No tema, Ardatha, usted no tiene nada que ver con todo esto.
Alcancé el otro extremo de la habitación y cuando estuve al lado de Ardatha la rodeé con mis brazos.
—¡Ardatha! ¡Ven conmigo! ¡No puedo soportarlo más!
—¡No! —exclamó liberándose de mi abrazo pero sin recuperar el color—. ¡Todavía no!
—Siga adelante, Kerrigan —me dijo Smith mientras avanzaba por el margen negro—. Yo me encargo de Ardatha. La deja en buenas manos.
Lancé una última mirada a los ojos color amatista y salí a toda prisa. Sin embargo, en lo alto de la escalera que conducía a la bodega me detuve, regresé sobre mis pasos y le dije a Smith:
—No es necesario recorrer todo el trayecto hasta la caseta. La puerta del Palazzo Mori no está cerrada con llave. Por todos los santos, Smith, no se entretenga.
Estaba de pie junto a Ardatha, observándola. Ella no realizó ningún intento de huir…
Mi linterna había desaparecido junto con la automática, pero, por alguna oscura razón, habían dejado una caja de cerillas en mi bolsillo. Con su ayuda, tanteé el camino hasta el fétido pasadizo que conducía al viejo palacio. Lo recorrí muy despacio, iluminando el camino cerilla a cerilla. Me preguntaba por qué se retrasaba Smith y qué estaría rondando por su cabeza. Alguna cuestión de conciencia, pensé, porque era evidente que su deber consistía en arrestar a Ardatha.
Yo pretendía averiguar si la salida por el canal todavía era practicable. Sabía que era muy tarde y me pregunté si podría llamar la atención de algún gondolero que pasara por allí. De lo contrario, tendríamos que huir nadando.
La puerta permanecía cerrada, pero no con llave, como la había dejado la policía. Fuera, el viento aullaba en la noche. La superficie del Gran Canal era como un océano en miniatura, pero no vi señales de ninguna embarcación.
Confieso que en aquel segundo túnel que discurría bajo el canal se escondían terrores que me provocaban temblores. Dejé la gran puerta abierta, para que la poca luz del exterior entrara en el vestíbulo sepulcral, y desanduve el camino. Una figura fantasmal se aproximaba e identifiqué a Nayland Smith, que avanzaba con lentitud a la luz de una diminuta llama: la de su encendedor.
Venía solo…
Permanecimos en lo alto de los escalones de la entrada zarandeados por la fuerte brisa y todavía a merced del enemigo, que podía atacarnos por la espalda.
—Smith —pregunté, porque aquel pensamiento me atormentaba—, ¿qué ha sido de ella?
—Tenía otro juego de llaves —sólo Dios sabe de dónde lo habrá sacado— y se dirigía a la celda para liberarnos… No tuve el valor de arrestarla.
Continuamos allí, en la tormentosa noche, durante tres, cuatro, cinco minutos, pero no vimos ningún tipo de embarcación.
—No podemos esperar más —espetó Smith—. Tendremos que escapar por el túnel. Permanecer aquí durante más tiempo sería una locura.
—¡Pero la puerta que comunica con el túnel puede estar cerrada!
—Lo está, pero tengo la llave.
—¿Se la dio Ardatha?
—En efecto.
—¿Y qué hay del candado del otro extremo?
—Está abierto.
—Lo que significa que esperaban que alguien saliera esta noche.
—Exacto. Dejo la identidad de ese alguien a su imaginación.
Cruzamos el frío y resonante vestíbulo y Smith abrió la puerta que comunicaba con el último y espeluznante túnel con la llave que le había dado Ardatha. Cuando traspusimos el umbral, la volvió a cerrar.
—Así es como he quedado con Ardatha —explicó con sequedad—. Además, nos cubre las espaldas.
Corrimos tanto como pudimos por el pestilente pasadizo y subimos la escalera del final. La trampilla estaba abierta.
Una vez fuera, en la callejuela oscura y estrecha que conducía a la libertad, dije:
—Debe de estar agotado, Smith.
—Confieso que estoy algo cansado, Kerrigan, pero dado que, sinceramente, había aceptado la idea de que iba a perder mi identidad y ser transportado a algún lugar elegido por el doctor Fu-Manchú para llevar una nueva vida, esta libertad me parece gloriosa. Pero ¡no debemos olvidarnos de Rudolf Adlon!
—Dispone de una hora.
—Y nosotros de menos, si queremos salvarle.