36. DETRÁS DEL TAPIZ

—¡Disponemos de una hora! —soltó Smith—. ¡Vamos!

—No sería mala idea hacernos con algún tipo de arma —dije, magullado y todavía jadeante por la caída.

—¡Sería inútil! Lo único que nos puede salvar ahora es el cerebro y no la fuerza.

Salimos al pasadizo y percibimos, una vez más, el fantasmagórico gemido y un soplo de aire frío. Por un momento, el pánico me paralizó, pero Nayland Smith se volvió y examinó una rejilla estrecha que había cerca del techo, al final del pasadizo: nos encontrábamos en un túnel sin salida.

—La reja comunica con un tubo de ventilación —me explicó—. A juzgar por el aspecto de este lugar, debemos estar por debajo del nivel del mar, pero que el ventilador situado al final del tubo dé al mar no nos ayuda en nada.

El pasadizo de la derecha medía unos nueve metros de largo. Una bombilla colgaba toscamente de una de las paredes de piedra. A ella se debía el resplandor que veíamos a través de los barrotes de nuestra celda. Avanzamos con paso rápido. En uno de los lados había otras puertas con rejillas parecidas a la nuestra, lo que revelaba, sin duda, la existencia de otras celdas. Al final del túnel, encontramos una puerta maciza que, en contra de lo que imaginábamos no estaba cerrada.

—Con precaución —dijo Smith.

Detrás de la puerta había unos escalones de piedra y los subí siguiendo de cerca a Smith. Después, el pasadizo continuaba, aunque, en este tramo, una de las paredes estaba cubierta con paneles de madera. Otra bombilla de luz tenue iluminaba la zona.

Avanzamos con cautela hasta el final del pasadizo, donde se dividía en otros dos, uno que iba hacia la derecha y otro hacia la izquierda.

—Probemos el de la derecha —me susurró al oído Smith.

Caminamos con sigilo guiados, una vez más, por una luz mortecina que dejamos atrás sin haber encontrado ninguna salida. Al final había otra puerta que tampoco estaba cerrada. Con mucho cuidado, Nayland Smith la abrió.

Nos quedamos de una pieza: ¡comunicaba con otro pasadizo! Aunque éste era algo distinto. El suelo estaba cubierto con fieltro y no había lámparas, sino unos puntos de luz que iluminaban una vieja pared de piedra y que procedían de unas aberturas de los paneles que formaban la otra. Con un ligero apretón, Smith me indicó que extremara las precauciones y nos dirigimos a dos aberturas que estaban bastante juntas. Miramos a través de ellas. Me di cuenta de algo muy significativo: los viejos y bastos paneles de madera que se extendían a lo largo de la pared derecha, constituían un marco o bastidor que servía de soporte a un tapiz.

Estábamos en un pasillo situado detrás del tapiz de una amplia sala.

Algo oscurecía mi visión y entonces comprendí de qué se trataba: en ciertos lugares, habían cortado agujeros en el tapiz y los habían tapado con una redecilla pintada para que no se vieran desde la habitación.

La sala estaba amueblada con todo el esplendor de la antigua Venecia; un esplendor marchito. Las sillas, de madera labrada y ricamente tapizadas en color púrpura, estaban desgastadas y descoloridas; la mesa, con un tablero de mosaico, estaba agrietada, y sobre el suelo decorado había una capa de polvo de años. Las paredes estaban cubiertas con tapices —a través de uno de los cuales yo atisbaba— que representaban escenas de la historia marítima de la Reina del Adriático, pero estaban enmohecidos por el transcurso del tiempo.

Cuatro magníficos candelabros de hierro forjado que sostenían seis velas rojas cada uno, iluminaban la habitación, y una elegante alfombra persa se extendía ante una especie de tarima sobre la que había una butaca de ébano labrado que parecía un trono. El doctor Fu-Manchú, vestido de color amarillo y con el bonete mandarín sobre la cabeza, ser sentaba en él. Sus manos, largas y marfileñas, reposaban sobre los brazos de la butaca; su semblante permanecía impasible y sus ojos brillaban como el jade pulido.

Frente a él, con un pie sobre la tarima, había una figura desafiante: un hombre que vestía de etiqueta; un hombre de cabello liso y negro y con bigote cuyo porte revelaría su identidad a casi cualquier persona.

¡Era Rudolf Adlon!

Habíamos caminado en silencio por el pasillo enmoquetado hasta llegar a la parte posterior del tapiz; cualquier paso en falso habría delatado nuestra presencia. Seguimos sin hacer el menor ruido, pero la visión de aquellos dos imponentes personajes enfrentados me impresionó como no lo habría hecho ningún discurso, y mi concepto del destino del mundo cambió…

Entonces, Adlon habló, y lo hizo en alemán. Aunque mi italiano es deficiente, tengo un buen conocimiento del alemán, así que pude seguir la conversación.

—¡Me han engañado, apresado y drogado! —exclamó Adlon con una violencia reprimida que me sobresaltó—. Me retienen aquí —ahora me doy cuenta de que no estoy soñando— y he escuchado, creo que con bastante paciencia, las declaraciones más absurdas que haya oído nunca. Pero tengo algo que decir. Sólo una cosa: ¡Exijo —dijo golpeando con un puño la palma de la otra mano— que me dejen en libertad de inmediato! ¡De inmediato! ¡Y le advierto —se lo digo muy en serio— que pagará por este ultraje!

Lanzó una rápida mirada a su alrededor y cuando su rostro, que siempre consideré falto de belleza natural, se volvió en mi dirección, algo en sus ojos encendidos y en el desafiante perfil de su mentón, despertó en mí una admiración que nunca creí que pudiera sentir por él.

Sin embargo, el doctor Fu-Manchú no se movió. Podría haber sido una imagen esculpida en vez de un hombre. Después le contestó en alemán. Nunca había oído a nadie que no fuera alemán hablar tan bien aquella lengua.

—Es lógico que su excelencia esté enojado. Pero he preparado esta entrevista personal sólo por una razón. Podría haberlo borrado del escenario político y de la vida misma sin tantas formalidades, pero quería hablar con usted. Supongo que para alguien que está acostumbrado a dar órdenes y no a recibirlas, las instrucciones del Consejo de los Siete del Si-Fan pueden resultarle inaceptables.

—¿Inaceptables? —Rudolf Adlon se inclinó hacia delante con aire amenazador—. ¡Inaceptables! ¡Insensato! ¡El Si-Fan! ¡Ya he tenido más que suficiente de esta tontería! Mi tiempo es demasiado valioso para malgastarlo con magos chinos. Ponga fin a esta farsa o me veré obligado a emplear la fuerza.

Tenía los puños apretados y las aletas de la nariz dilatadas y parecía a punto de saltar sobre la impasible figura entronada en la butaca de ébano. Por propia experiencia, yo sabía lo que debía de estar sufriendo en aquel momento por la humillación, el desconocimiento de su paradero y una desorientación parecida a la que se experimenta en una pesadilla. Y entonces Rudolf Adlon me pareció un personaje excepcional.

En aquel instante comprendí por qué una nación grande e inteligente lo había aceptado como líder. Fueran cuales fuesen sus errores, aquel hombre no tenía miedo.

El doctor Fu-Manchú no había movido ni un músculo. Las veinticuatro velas rojas ardían sin oscilar. En aquella habitación, decadente y mortecina, no soplaba ni un hálito de aire, y aquellos ojos impertérritos examinaban con fijeza al canciller.

—Hasta hoy —la voz gutural concordaba a la perfección con el idioma alemán—, los dictadores han cumplido con el cometido que se esperaba de ellos. Mi misión es controlar sus planes de expansión. El Si-Fan ha intervenido en Abisinia y ahora nos estamos centrando en Marruecos y Siria. China, mi China, puede cuidar de sí misma. Siempre logrará detener a los majaderos que invadan su territorio como las plantas carnívoras devoran a las moscas. En cierta medida, yo he favorecido este proceso.

Rudolf Adlon permaneció en silencio.

—Abrí las compuertas del río Amarillo. —En su extraña voz volvió a vibrar aquella nota exultante de fanatismo—. Invoqué la ayuda de esos espíritus elementales en los que usted no cree. Los hijos de China no desean la guerra. Son felices viviendo en los pacíficos ríos, en los campos de arroz, en los blancos valles donde crece la flor del opio. Y están dispuestos a morir… Las gentes de su país tampoco desean la guerra.

Adlon continuó sin emitir una palabra, cautivado en contra de su voluntad…

—Mis agentes me informan de que una gran mayoría quiere la paz. Y en la actualidad no más de una docena de hombres podrían provocar una guerra. Usted es uno de ellos. Sus ideales se oponen a los míos. Podría usted prescindir de Jesucristo, Mahoma, Buda y Moisés, pero ninguno de esos árboles milenarios debe ser talado. Tienen un propósito: me son útiles. ¡El Consejo de los Siete le ha ordenado que no se entreviste con Pietro Monaghani y, sin embargo, usted está aquí!

El dictador estaba librando una batalla, una batalla que yo también había librado y perdido, contra el poder de aquellos fascinantes y maléficos ojos…

—Le prohíbo que acuda a la cita. Hablo en nombre del Consejo del que soy presidente. Un conflicto europeo sería contrario a mis planes. Y si ha de producirse algún cambio radical en el mapa del mundo, serán mis hombres quienes lo llevarán a cabo.

Adlon se sobrepuso. De un salto, se colocó sobre la tarima mirando tembloroso a la figura sentada.

—¡Tiene usted hasta que cuente a diez! Somos uno contra uno. Usted está loco y yo cuerdo, pero le advierto que soy el más fuerte.

Yo estaba tan tenso, tan listo para la acción, que creo que hice algún movimiento que alertó a Nayland Smith, porque, de repente, me agarró con fuerza de la muñeca hasta que hice una mueca de dolor y recobré el juicio. Creo que había sentido el impulso de rasgar el tapiz y unirme a Rudolf Adlon.

—Mis acólitos le apuntan desde distintas posiciones —continuó el doctor Fu-Manchú con su voz suave y sibilante—. Le he explicado con paciencia y detenimiento que podría haber causado su muerte veinte veces en los últimos tres meses. Pero como hay muchas cosas de su carácter que considero dignas de admiración, he decidido optar por la vía que nos ha llevado a encontrarnos cara a cara. Ha recibido el último aviso del Consejo y ahora tiene una hora para decidirse. Abandone Venecia esta noche antes de ese plazo y le garantizo su seguridad. Niéguese y el mundo no oirá hablar nunca más de usted.