Los tenues pasos se detuvieron al otro lado de la puerta. A continuación, se oyó el inquietante tintineo dé unas llaves y el chirrido de la cerradura; después, la puerta se abrió y se encendió la luz…
La hija de Fu-Manchú entró en la cámara. Iba vestida con la misma ropa que llevaba en la sala con el suelo de loto: un vestido que se ceñía a su figura como las escamas a los peces. La única joya que lucía era el collar árabe. Cuando entró y miró a su alrededor, me di cuenta en seguida de que no me buscaba a mí, sino a Nayland Smith: cuando sus ojos rasgados se encontraron con los míos, no mostraron el más mínimo interés; no obstante, cuando miró al otro lado y vio a Smith, sus ojos se abrieron de par en par y una luz nueva iluminó sus profundidades, haciéndolos brillar como esmeraldas.
Durante unos instantes permaneció de pie observándolo. Su expresión denotaba anhelo, un anhelo sin esperanza. Recordé las palabras del doctor Fu-Manchú y pensé que aquella mujer estaba luchando por revivir recuerdos que ya estaban enterrados.
—Así que va a unirse a nosotros —dijo.
Fu-Manchú había utilizado una expresión parecida. Había en aquella mujer un misterio que, sin duda, Smith me desvelaría, porque el maléfico doctor había dicho que Fah lo Suee estaba muerta y que la había reencarnado en la persona de Koréani…
El inglés de Koréani era peor que el de Ardatha, pero había en su voz una modulación, dulce y acariciadora, que sonaba, a mis oídos, como el ronroneo amenazador de los grandes felinos: un puma o una tigresa.
No obtuvo respuesta.
—Me alegro, pero ¡dígame algo!
—¿Qué quiere que le diga? —inquirió Nayland Smith en un tono frío e indiferente—. ¿Qué interés puede tener para usted mi vida o mi muerte?
Se acercó a él sin dejar de observarlo.
—Hay algo que debo saber. ¿Me recuerda?
—Perfectamente.
—¿Dónde nos conocimos?
Smith y yo nos habíamos puesto en pie con esa cortesía automática que hace que un hombre se levante cuando una mujer entra en la habitación.
La hija de Fu-Manchú estaba tan cerca de Smith que podría haberla tocado. Contemplé su semblante adusto, que ahora reflejaba otra expresión, y me pregunté a qué esperaba.
—Hace mucho tiempo —respondió él en voz baja.
—¿Cómo puede hacer tanto tiempo? Yo le recuerdo a usted, pero no cómo nos conocimos.
—Quizás haya olvidado hasta su nombre.
—¡Eso es absurdo! Me llamo Koréani.
—No, no —replicó Smith sonriendo y negando con un movimiento de cabeza—. Nunca supe su verdadero nombre, pero el que le pusieron de pequeña, que es con el que yo la conocí, es Fah Lo Suee.
Frunció el ceño, esforzándose por recordar.
—Fah lo Suee —murmuró—. Es un nombre ridículo. Es el nombre de un perfume, de una esencia dulce. ¡Resulta infantil!
—Era una niña cuando se lo pusieron.
—¡Ah! —Sonrió de un modo tan seductor que entendí cómo debía de haber jugado con las emociones de quienes había atraído hasta la red de Fu-Manchú—. Realmente hace mucho tiempo que me conoce. Me lo había parecido, pero no recuerdo su nombre.
Yo no existía para Koreani. Se había olvidado de mí y no tenía para ella más interés que cualquiera de los horribles artilugios de aquel lugar.
—Yo siempre me he llamado Nayland Smith, aunque no sé hasta cuándo.
—¿Qué importancia tiene el nombre cuando se forma parte del Si-Fan?
—No quiero olvidar como lo ha hecho usted, Koréani.
—¿Qué es lo que he olvidado?
—Se ha olvidado de Nayland Smith. Incluso ahora, no reconoce mi nombre.
Volvió a fruncir el ceño con desconcierto y dio un paso más hacia Smith.
—Quizá se refiera a algo que no comprendo. ¿Por qué tiene miedo a olvidar? ¿Acaso su vida ha sido tan feliz?
—Quizá —dijo Smith— no quiero olvidarme de usted como usted se ha olvidado de mí.
Alargó los brazos hacia ella, que estaba justo frente a él. Lo miré, incapaz de creer lo que veía: le desabrochó el collar de oro, lo sostuvo unos segundos y lo dejó caer en uno de sus bolsillos.
—¿Por qué ha hecho esto? —preguntó la mujer, que ahora se encontraba muy cerca de Smith—. ¿Acaso cree que le ayudará a no olvidar?
—Quizá. ¿Puedo quedármelo?
—No es nada. Se lo regalo. —Su voz y todas las líneas de su cimbreante figura eran una invitación—. Es el Takbír, la plegaria musulmana. Significa que no hay más dios que Dios.
—Y yo le agradezco el regalo, Koreani.
Se quedó largo tiempo observando a Smith, pero él no se movió. Finalmente, ella empezó a alejarse.
—Tengo que irme. Nadie debe encontrarme aquí. ¡Pero tenía que venir! —Dudó, todavía, un momento—. Me alegro de haber venido.
—Y yo me alegro de que lo hiciera.
Se volvió, me lanzó una mirada y se dirigió a la puerta. Una vez allí, se detuvo y miró de reojo a Smith.
—Volveremos a vernos pronto.
Salió, apagó la luz y cerró la puerta tras ella. Oí el tintineo de las llaves y el sonido de sus pasos mientras se alejaba por el pasadizo.
—Por todos los santos, Smith —exclamé en voz baja—, ¿qué le ha pasado?
Levantó un dedo en señal de advertencia.
Lo miré sin comprender y entonces sostuvo en alto el collar de oro. Era de fabricación sencilla y bastante tosca, y consistía en unas cadenas de oro de las que colgaban unas medallas grabadas con letras árabes. El cierre se componía de un aro y un basto gancho de oro. Con rapidez y eficacia, desató el cordel del asa de la jarra y lo ató al aro.
Entonces comprendí el propósito de aquel extraño episodio cuya representación me había asombrado tanto. Una vez más, se echó sobre el suelo de piedra y se arrastró hasta alcanzar con el gancho del collar el ángulo que formaban los brazos de las tenazas. Falló dos veces, pero a la tercera el gancho se afianzó en la herramienta. Tiró del pesado instrumento de hierro con suavidad hasta que pudo agarrarlo con las manos.
—¡Kerrigan, si alguna vez he actuado con rapidez en mi vida, ahora tengo que superarme!
Su mirada brillaba de excitación y habló con voz entrecortada. En un abrir y cerrar de ojos, estaba sobre la silla retorciendo los brazos entre los barrotes mientras sujetaba con firmeza las tenazas en una mano. Por la tensión de la postura y la respiración rápida y jadeante, deduje que aquella tarea no le resultaba nada fácil.
—¿Puede alcanzarla, Smith?
El lúgubre gemido se elevó una vez más seguido del leve tintineo y, después, el ruido metálico cesó.
—¡Sí, las he tocado! Pero es difícil sacar la llave de la cerradura.
Volvió a oírse el tintineo. Apreté los puños y contuve el aliento. Smith alargó el brazo izquierdo entre los barrotes, se inclinó y empezó a retirar el derecho muy despacio. Yo tenía miedo incluso de hablar hasta que le vi tirar con más confianza de las tenazas e introducirlas de nuevo en la habitación. ¡En su extremo había un manojo de llaves!
Bajó de la silla, dejó caer las llaves y las tenazas en el suelo y permaneció inmóvil durante unos instantes con los ojos cerrados…
—¡Fantástico! —exclamé—. Un error habría sido fatal para nosotros.
—Lo sé —dijo alzando la vista—. Me ha costado un gran esfuerzo, Kerrigan, pero, por suerte, Koreani no había dado una vuelta a la llave y ha salido con suavidad.
Tras este breve intervalo, recuperó de nuevo su fría eficiencia. Recogió el manojo de llaves, las examinó con detenimiento y, al final, seleccionó una y la probó en la cerradura del grillete que ceñía su tobillo izquierdo.
—¡No es esta llave!
Lo intentó con otra y oí un leve chasquido.
—¡Ésta sí que lo es!
En unos segundos, sus piernas estaban libres.
—¡Rápido, Kerrigan! Acérquese.
Me lanzó las llaves, y quince segundos más tarde también yo estaba libre.
—¡Devuélvame las llaves, rápido!
Se las lancé de vuelta. Smith las agarró, volvió a subirse a la silla, miró a través de los barrotes… ¡y las dejó caer en el suelo del pasadizo!
—¡Smith! ¡Smith! —exclamé con un hilo de voz.
Bajó del asiento y se volvió para mirarme.
—¿Qué ocurre?
—¡Podíamos salir libres! ¿Por qué ha tirado las llaves?
Señaló, en silencio, hacia la puerta. ¡No había cerradura!
—Aunque tuviéramos la llave, no nos sería de ninguna ayuda. La puerta no se puede abrir desde dentro. No tenemos más remedio que esperar. Esconda los pies y los grilletes bajo la silla, como yo. El carcelero oriental no tardará en llegar. Si se dirige primero hacia usted, yo saltaré sobre sus espaldas, y si viene hacia mí, lo ataca usted.
—Es posible que grite.
Smith sonrió con malicia y me mostró las tenazas.
—¿Las quiere usted? La probabilidad es del cincuenta por ciento.
—Consérvelas usted, Smith. En caso necesario, tendrá una oportunidad.
Apenas habíamos acabado de colocarnos de manera que pareciera que teníamos los grilletes puestos, cuando oímos unos pasos rápidos que se acercaban.
—¡Bien, ya está aquí! Recuerde el plan, Kerrigan.
Hubo un silencio al otro lado de la puerta y, después, un gruñido. A continuación, oímos un tintineo que nos indicó que se había agachado para recoger las llaves. Era evidente que le parecía sospechoso que se hubieran caído de la cerradura. Cuando, por fin, abrió la puerta, miró a uno y otro lado con la duda escrita en una de las caras más feroces que había visto en mi vida.
Llevaba una camisa con el cuello desabrochado, unos pantalones de franela gris y unas alpargatas atadas con cordones que no suelen verse en Europa. Su corpulencia, el pelo negro y liso y sus facciones me indicaron que era uno de los esbirros de Fu-Manchú. Lo observé y vi la señal de la diosa Kali en su frente. Su cara amarilla estaba cubierta de cicatrices de tal modo que uno de sus ojos permanecía cerrado permanentemente y una herida que alcanzaba el labio superior producía en su cara el efecto de una mueca perpetua.
Sus dudas no se disiparon con facilidad, porque continuó mirando a su alrededor durante un rato en una postura que le hacía parecer un boxeador en guardia. Dejó la llave en la cerradura con el manojo colgando, salió y volvió a entrar con una bandeja sobre la que había algo cubierto con una tapa, un bol de fruta y una jarra. Titubeó durante otro largo rato antes de cruzar hacia donde estaba Nayland Smith y me miró de reojo.
Se dirigió a la estantería, y estaba a punto de dejar la bandeja cuando salté sobre él. Lo pillé por sorpresa, lo agarré de las piernas y lo derribé. La bandeja y su contenido cayeron al suelo con estrépito, pero, incluso mientras él caía, me percaté de la clase de elemento con que me iba a enfrentar. Mientras todavía estaba en el aire, se volvió hacia un lado y cayó sobre el hombro izquierdo. ¡A continuación, me dio una patada en las piernas desde el suelo! Fue un buen truco y de ejecución perfecta. Caí con la mitad del cuerpo sobre él y, durante la caída, intenté asirme a algo, pero no fue necesario…
Mientras el esbirro levantaba el torso del suelo con sus poderosos brazos, Smith le golpeó con fuerza en la cabeza. No había defensa posible ante este segundo ataque. Se desplomó con un ruido sordo y se quedó inmóvil.