El tétrico gemido, que parecía el de un alma perdida que hubiera encontrado una muerte espantosa en aquellas mazmorras, rompió el silencio que siguió a la salida del doctor Fu-Manchú. Se intensificaba y se apagaba, se intensificaba y se apagaba… hasta que se desvaneció.
—¡Kerrigan! —exclamó Smith con una energía que me admiró—. ¿Ha sentido un soplo de viento?
—Sí, a ráfagas… ¿Qué cree que quiso decir con…?
—Es un viento marino.
—En efecto. ¡Oh, Dios mío! ¿Estará viva Ardatha?
Una vez más, el horripilante lamento se oyó, aunque esta vez se unió a él un fantasmagórico tintineo metálico.
—¿Qué es eso, Smith?
—Me lo he estado preguntando desde hace rato… Y sí, está viva, Kerrigan, pero no podemos contar con ella… Ahora que me dice que ha notado una brisa, deduzco de qué se trata. En el pasadizo debe de haber una ventana o un ventilador. El gemido que oímos es el viento que aúlla a través de una ranura.
—¿Y el horrible tintineo?
—Irritante, pero significativo.
—¿Por qué?
—¡No se oía antes de la visita del doctor! Y significa que ha dejado la llave en la cerradura con otras colgando de ella. La corriente de aire —que siento ahora por encima de mi cabeza y que proviene de los barrotes— balancea el manojo de llaves.
Me miró desde el otro lado de la oscura celda.
—¡Entre esas llaves, Kerrigan, es muy probable que se encuentren las de nuestros grilletes!
Pensé en aquella circunstancia. Mi mente hervía como un volcán.
—No es un hombre que cometa descuidos. ¿Por qué habrá dejado la llave?
—Según mi experiencia —dijo Smith mirando su reloj de pulsera—, ese espeluznante sujeto que atiende mis necesidades llegará en cinco minutos. Estoy convencido de que ha dejado la llave en la cerradura para su comodidad. Y, aunque Ardatha esté viva, he aprendido a leer el significado oculto de las palabras de Fu-Manchú, y, con toda seguridad, no vendrá en nuestra ayuda esta noche. ¡Y alguien más está con vida!
—¡Adlon!
—Aunque me temo que sus horas están contadas.
Se puso en pie sobre la sólida silla, miró a través de los barrotes de la ventana y me dijo por encima del hombro:
—He examinado con detenimiento este pasadizo no menos de seis veces. Tiene menos de un metro de ancho. El extremo por el que llega la corriente de aire no se ve desde aquí, pero allí debe de estar situado el ventilador. Al fondo, a mi derecha, se ve un reflejo de luz. De allí es de donde vienen nuestros visitantes.
Bajó de la silla y se quedó mirando en mi dirección. Sus ojos brillaban enfebrecidos.
—Me preguntaba… —dijo pensativamente—. ¡Páseme otro cigarrillo!
Lo encendió y, aparentemente inconsciente de la longitud de la cadena que sujetaba sus tobillos, empezó a caminar por el reducido espacio que le permitían las circunstancias; mientras, daba caladas al cigarrillo con la energía de un fumador de pipa y formaba nubes de humo a su alrededor.
La esperanza empezó a renacer en mi mente, hasta entonces presa del desaliento.
—¡Por la mente de Houdini! —murmuró—. El problema es el siguiente, Kerrigan: las llaves cuelgan a un palmo de esta reja, pero apartada a medio metro. Si observa la posición de la puerta comprobará que estoy en lo cierto. Me resulta del todo imposible alcanzarlas. Por mucho que me contorsionara, no podría acercarme lo suficiente a la cerradura de la que cuelgan. ¿Me sigue?
—A la perfección.
—Muy bien. Lo que necesitamos con urgencia —porque el carcelero se llevará las llaves con toda seguridad— es una idea; o sea, discurrir el modo de llegar a las llaves y sacarlas de la cerradura. ¡Tiene que haber una manera de conseguirlo!
Siguió un largo silencio quebrantado sólo por el sonido metálico de las cadenas de Nayland Smith, el gemido periódico del viento al pasar por la abertura invisible y el tintineo del manojo de llaves.
—No se trata sólo de cómo alcanzarlas —indiqué—, sino de cómo girar la que está en la cerradura para poderlas sacar.
—Estoy de acuerdo. Pero, aun así, debe haber una manera.
Se quedó quieto; de hecho, incluso rígido. Seguí la dirección de su mirada.
Las tenazas sobre las que Fu-Manchú había llamado nuestra atención no estaban donde las encontró, sino junto al pilar…
—¡Smith! —susurré—. ¿Puede alcanzarlas?
Sin dirigirme una palabra ni una mirada, caminó hasta el límite que le permitía la cadena, se echó en el suelo y se arrastró como una serpiente. ¡Extendido en toda su longitud y con la mano derecha estirada al máximo quedaba a quince centímetros del objetivo!
Soltó una especie de gruñido.
—¡Smith!
La voz me tembló de un modo irrisorio. Volvió a ponerse en pie y me miró. Aunque me habían quitado la automática, la navaja y todo lo que pudiera servir de arma, todavía tenía un pequeño cordel de unos treinta centímetros que me guardé al desembalar un paquete que había recibido y que, por hábito, había guardado enrollado en el bolsillo. Lo exhibí con un gesto triunfante.
La expresión de Nayland Smith cambió.
—¿Puedo preguntarle qué utilidad práctica le encuentra a ese pedazo de cordel?
—Podría atar uno de sus extremos al asa de esa jarra metálica que hay en la estantería situada junto a usted; después, arrastrarse otra vez y lanzar la jarra entre los brazos abiertos de las tenazas. Tirando del cordel, podría acercar la herramienta.
Por un instante, Smith pareció desconcertado.
—¡Genial, Kerrigan! —dijo sin perder la calma—. Lánceme la cuerda.
Lo intentó varias veces sin éxito, pero, al final, logró colocar la jarra entre los brazos de las tenazas.
Empezó a tirar del cordel mientras yo lo miraba sin ni siquiera respirar…
La jarra se volcó y la herramienta no se movió.
—No hay nada que hacer —dijo con voz entrecortada—. No funcionará.
En ese momento, como si caminaran sobre mi corazón, oí unos pasos que se aproximaban.