33. TORTURAS ANCESTRALES

—Me alegro de que vuelva en sí, Kerrigan.

Miré a mi alrededor estupefacto. Se trataba, sin duda, de un sueño grotesco inducido por la droga que me había hecho perder el sentido, la droga que olía a flor de espino, porque (hecho curioso del que incluso en aquel momento me daba cuenta) mis recuerdos se mantenían vivos hasta el mismo instante de mi caída por la trampa del suelo de loto. Sabía que había caído a un lugar saturado de un gas venenoso desconocido para mí. Y, de pronto, tenía aquel sueño extraordinariamente vivido…

Me encontraba en una mazmorra de techo bajo y abovedado, la única luz que se percibía se colaba por una ventana con barrotes de una de las paredes de piedra, y yo estaba sentado en una sólida silla clavada al suelo de cemento. Tenía las manos y los brazos libres, pero mis tobillos estaban encadenados a las patas delanteras de la silla por medio de unos grilletes que se veían muy antiguos, pero también muy fuertes. A mi izquierda había un pilar de algo más de un metro de diámetro, y en las sombras que había detrás de él distinguí una serie de instrumentos extraños y aterradores: braseros, tenazas y otros artilugios de tortura.

¡Casi enfrente de mí, cerca de la ventana con barrotes, y encadenado a una silla parecida, estaba Nayland Smith!

Mi mente consciente me decía que aquel sueño se debía a los pensamientos que tuve en el momento en que perdí la consciencia. Me había imaginado que Smith estaba en poder del doctor chino; me había parecido sentir a mi alrededor los espíritus atormentados de los hombres que habían sufrido y fallecido en aquellos viejos palacios a orillas del Gran Canal.

Se oyó un gemido bajo que se intensificaba y atenuaba, se intensificaba y atenuaba hasta que se desvaneció gradualmente…

—Sé que cree que está soñando, Kerrigan. —La voz de Smith no había perdido ni un ápice de su vigor—. Yo también lo creí, hasta que descubrí que era imposible despertar, pero le aseguro que los dos estamos aquí y despiertos.

Intenté mover la silla y me incliné para tocar los grilletes que rodeaban mis tobillos. Entonces, miré con desaliento a mi compañero de cautiverio consciente de que no estaba soñando.

—¡Gracias a Dios que está vivo, Smith!

—¡Vivo, sí, pero me temo que no por mucho tiempo!

Soltó una carcajada, pero no fue de júbilo. En aquel ambiente húmedo, nuestras voces sonaban apagadas e inexpresivas, como las que se oyen en una cripta. Siempre había visto a Smith bien afeitado, pero cuando me acostumbré a la penumbra observé que una barba incipiente cubría sus mejillas. Su pelo rizado nunca parecía despeinado, pero aquel principio de barba intensificaba las sombras de sus mejillas. El fugaz destello de sus pequeños y uniformes dientes cuando rió, pareció subrayar su aspecto desaliñado.

—Salí tan deprisa, Kerrigan, que olvidé la pipa. Ha sido exasperante tener que permanecer aquí… esperando lo que tengan preparado para mí, sea lo que sea. Descubrirá que la longitud de las cadenas le permite alcanzar el rincón que hay a su derecha, donde, con toda amabilidad, el diseñador de esta estancia ha colocado un sistema de excusado para quienes estén retenidos aquí durante un tiempo considerable. Yo dispongo de un servicio parecido. Un esbirro de aspecto horrible a quien he identificado como un viejo sirviente de Fu-Manchú, me ha atendido de un modo excelente… —señaló unos restos de comida que había sobre una repisa en un hueco del muro situado junto a él— aunque conociendo la afición del doctor por los experimentos de toxicología, la verdad es que mi apetito no ha sido muy bueno.

Me levanté y avancé con cuidado arrastrando las cadenas detrás de mí.

—Es inútil, Kerrigan —dijo Smith mientras sonreía con desaliento—. Está calculado a la perfección, no podemos acercarnos a menos de dos metros el uno del otro.

Permanecí allí, a la máxima extensión de mis ataduras, mirando a Smith.

—Quería preguntarle si tiene algún cigarrillo —dijo.

Me palmeé el bolsillo. La automática y la navaja habían desaparecido, pero los cigarrillos seguían allí.

—Sí, la pitillera está llena.

—¿Le importaría tirarme uno? Tengo un encendedor.

Hice lo que me pidió y volví a mi inamovible silla donde seguí su ejemplo. Mientras dejaba salir el humo, me pregunté si estaba cuerdo. ¿Era cierto que Nayland Smith y yo estábamos confinados en una mazmorra de la Edad Media?

El escalofriante gemido sonó y se desvaneció una vez más.

—¿Qué es eso, Smith?

—No lo sé. Yo también me lo pregunto.

—No cree que podría tratarse de algún desgraciado…

—No es un sonido humano, Kerrigan. Parece que se va intensificando… Pero ¿cómo ha llegado hasta aquí?

Se lo expliqué, y fui totalmente sincero. Le hablé de la visita de Ardatha, de los ruidos que había oído junto al canal, y de todo lo que ocurrió después hasta el momento en que caí en la trampa que me habían preparado.

—Creo que hay un punto, Kerrigan, en el que la audacia se convierte en temeridad.

Me reí.

—¿Y qué le ocurrió a usted, Smith?

—Por extraño que parezca, nuestras historias no son muy distintas. Como sabrá, cuando nos separamos no me acosté, sino que apagué las luces y miré por la ventana. Dado el peligro que corría, la habitación no era la más apropiada, pero me di cuenta, con satisfacción, de que un robusto policía vigilaba mi habitación desde una góndola. Deduje que las ventanas de la salita también debían ser accesibles, así que me dirigí hacia allí con sigilo porque creí que usted dormía.

»Una de las ventanas estaba abierta de par en par y, cuando me disponía a cerrarla, oí voces en su habitación. Mi primer impulso fue entrar, pero me detuve porque oí la voz de una mujer. Entonces, me di cuenta de lo que había sucedido. ¡Ardatha había venido a verle en secreto! Como conocía sus sentimientos hacia ella, no estaba en absoluto tranquilo. Sin embargo, decidí no molestarle ni comprometerle de ningún modo. En cualquier caso, tenía a mi alcance una oportunidad que no podía desperdiciar.

»Me descolgué por la ventana de la salita (que no podía ser avistada por el hombre de la góndola), aunque resbalé y me caí. Seguramente, fue el ruido de mi caída lo que atrajo su atención. Descubrí una verja que me separaba del patio que había justo debajo de su ventana, la empujé con suavidad y cedió. Imaginé que Ardatha debía de haberse aproximado desde el otro extremo del patio, así que me deslicé agachado por debajo de su ventana y me escondí en unas sombras cerca de un puentecito que cruza el canal en aquel lugar.

»Cuando Ardatha salió (la reconocí por su descripción) la seguí; y mis experiencias a partir de ese punto son muy parecidas a las suyas. Entró en la caseta de piedra que hay enfrente del Palazzo Mori y recorrí, como usted, los fríos y húmedos túneles. La perdí al final de los escalones que hay a la salida de la bodega, pero, como ya había averiguado todo lo que me proponía, me dispuse a volver sobre mis pasos. Sin embargo, algo me llevó a echar un vistazo a la habitación con el suelo de loto.

Hizo una pausa.

—Quiero dejar claro, Kerrigan, que no tengo ningún indicio de que Ardatha sospechara que la seguía. La presencia de la mujer que había en la habitación podía ser accidental, pero, cuando entré, la vi…

—¿A quién?

—¡Ala zombi!

—¡Santo cielo!

—Mis teorías sobre su identidad se confirmaron. Estaba en lo cierto. Aunque Fu-Manchú no hubiera tomado parte en el asunto, sólo podía tratarse de un espíritu, de una criatura de otro mundo. Yo mismo la había visto sucumbir de una muerte horrible. Pero, espíritu o mujer, sabía que debía detenerla. Me lancé hacia ella para atraparla y…

—¡Lo sé! —gruñí.

—En aquel momento, mi utilidad para el mundo tocó a su fin.

Observó el humo que desprendía su cigarrillo.

—¿Dice que la reconoció? ¿Quién es?

—Es la hija de Fu-Manchú.

—¿Qué?

—Así es, y continúa exactamente igual que cuando la vi por primera vez. Es un milagro viviente, un muerto entre los vivos. Pero… ¡aquí estamos! Y, con toda franqueza, debo confesar que estamos donde nos merecemos.

Se interrumpió unos instantes para escuchar… quizás aquel gemido espeluznante, pero no se oyó nada salvo un tenue goteo de agua.

—¡Supongo que se da cuenta, Smith —susurré—, que Rudolf Adlon está en manos de Fu-Manchú!

—Me doy perfecta cuenta. Y dudo que siga con vida.

No podría explicar por qué sentí lo que sentí hacia aquella persona que podía desencadenar un huracán en Europa, pero, por un momento, me olvidé de mi propio peligro, y la idea de que Rudolf Adlon había fallecido, de que el poder que dominaba una nación había dejado de existir, me estremeció. Permanecimos en silencio durante bastante tiempo, sentados y fumando mientras nos observábamos con la mirada vacía. Por fin, Nayland Smith habló:

—Tal y como yo lo veo, sólo tenemos una oportunidad.

—¿Cuál?

—¡Ardatha!

—¿Qué le hace pensar así?

—Ahora que conozco su origen oriental, cosa que sospeché en todo momento, creo que si se entera de que está usted aquí, intentará rescatarle.

Negué con la cabeza.

—Aunque esté en lo cierto, no creo que lo consiguiera…, De todos modos, siento decirle que, en mi opinión, es realmente malvada.

—Roguemos para que no sea así. Con anterioridad, arriesgó quizá más de lo que usted imagina para salvarle.

—Y si no vuelve a intentarlo…

Aquel insoportable gemido se oyó otra vez como para insinuar que Ardatha fracasaría, que todo fracasaría.

No sé cuánto tiempo llevaba sentado allí totalmente abatido, cuando oí unos pasos lentos y tenues que se acercaban. Miré a Nayland Smith, que tenía una expresión rígida e imperturbable. Se oyó el tintineo de unas llaves y la pesada puerta se abrió de par en par. En el mismo instante, una luz situada en algún lugar detrás del ancho pilar se encendió y vi, como había sospechado, una cámara de tortura equipada por completo. Los insectos nocturnos se precipitaron en busca de un escondrijo.

El doctor Fu-Manchú entró… Llevaba una sencilla túnica amarilla de mangas anchas y unas sandalias de suela gruesa, y cubría su incomparable cabeza con un bonete mandarín que quizás era el que encontré en la cabaña de los pantanos de Essex.

No puedo explicar lo que sentí en aquel momento, porque no recuerdo haber sentido nada. Cuando, en la ocasión anterior, había estado en manos del doctor chino, me animó saber que Nayland Smith estaba libre, que había una posibilidad de que acudiera en mi ayuda. Pero, esta vez, los dos éramos prisioneros y me había resignado a mi suerte.

En el hombro izquierdo de Fu-Manchú había un diminuto y arrugado tití. Me pareció que me observaba inquisitivamente. Fu-Manchú avanzó hasta el centro de la celda. Su caminar era extraño, felino. Se detuvo a mitad de camino entre los dos y nos lanzó una mirada larga y penetrante, primero a Nayland Smith y después a mí. Intenté sostener aquella mirada de sus ojos medio entornados, pero me desesperé al comprobar que no podía.

—¿Así que ha decidido unirse a mí, sir Denis? —dijo con voz susurrante y levantó una mano para acariciar al diminuto mono—. Por fin el Si-Fan disfrutará del beneficio de sus capacidades.

Nayland Smith no respondió. Miraba y escuchaba.

—Más tarde dispondré que lo trasladen a mi cuartel general temporal. Emplearé sus servicios para salvar a la civilización de los maníacos que quieren acabar con ella.

No comprendía con exactitud el significado de aquellas palabras, pero advertí que Fu-Manchú parecía haberse olvidado de mi presencia y extraje mis propias conclusiones.

—Esta noche, un hombre que amenaza la paz mundial tomará una decisión trascendental. Su vida o su muerte carecen de importancia para mí, pero estoy decidido a que reine la paz. La pretensión occidental de que las razas más antiguas podrían beneficiarse de su ridícula cultura debe ser rectificada. ¡Su cultura!

Su voz desembocó con desdén en una nota gutural.

—¿Qué ha hecho su cultura? ¿Qué han logrado sus aviones, esos juguetes en manos infantiles? Aparte de conseguir que todos los hogares estén en primera línea de fuego, ¡nada! Napoleón no disponía de bombarderos, ni de explosivos potentes, ni de ningún otro «adelanto». Y aun así, conquistó gran parte de Europa. ¡Pobres niños, que se ven obligados a trasladar sus oraciones de los ángeles a los aeroplanos!

Se interrumpió unos segundos, y se hizo un extraño silencio. Desde mi posición, en la silla baja de madera, el doctor Fu-Manchú se veía excepcionalmente alto. Poseía una serenidad física estremecedora, porque, de alguna manera, hacía más patente la desenfrenada actividad de su cerebro. Era como una columna que soportaba una luz cegadora.

El agudo parloteo del tití rompió el silencio. Con una mano diminuta, tocó la mejilla de su amo. El doctor Fu-Manchú miró de reojo a la pequeña y arrugada criatura.

—Ya le había presentado a mi tití con anterioridad, sir Denis, y creo recordar que le mencioné que es de edad muy avanzada. No le diré cuántos años tiene porque podría dudar de mi palabra y no lo podría tolerar —dijo con sorna—. Mis primeros experimentos para retrasar la senilidad los realicé en mi leal Peko y, como ve, tuvieron éxito.

Retiró al tití de su hombro y lo introdujo en un pliegue de la manga izquierda. El semblante de Nayland Smith continuaba imperturbable. Conté los pasos que debía haber entre mi silla y el lugar en el que se encontraba el doctor Fu-Manchú. Quedaba fuera de mi alcance.

—Tiene usted talento, sir Denis, aunque deteriorado por ciertos rasgos de ese arrojo del que los británicos están tan orgullosos. Sus actuaciones en favor de las ridículas pretensiones de quienes gobiernan mal a Occidente le han llevado a colocarse en el bando contrario al mío. Recapacite sobre lo que defendería si luchara a mi lado, sobre qué tipo de satisfacciones ha aportado el desarrollo de su civilización. Piense en los hogares felices de Europa y Norteamérica, en los jornaleros que cantan en los viñedos, en la paz y la prosperidad que su «progreso» ha significado para la humanidad.

Su voz se elevó. Percibí un tono de excitación reprimida pero febril.

—Pero no importa. En el futuro, dispondremos de tiempo suficiente para encaminar sus ideas a rutas más adecuadas. Voy a satisfacer su natural curiosidad acerca de mi presencia en este mundo, que continúa incluso tras mi desagradable experiencia en las cataratas del Niágara…

Los puños de Nayland Smith se crisparon.

—Creo que recuperaron el cuerpo de aquel loco brillante, el profesor Morgenstahl, y de los restos de la lancha. Uno de mis sirvientes más devotos conducía la embarcación. No murió, como ustedes creyeron, y su cuerpo tampoco se perdió. Durante unos segundos quedó aturdido por la lucha que mantenía contra Morgenstahl, a quien, por cierto, vencí. Mi sirviente se recuperó a tiempo para solucionar la emergencia en la que nos encontrábamos. Consiguió encallar la barca en unas rocas cercanas al comienzo de los rápidos gracias a la luz de una bengala que lanzó un piloto que nos sobrevolaba. Mi adepto, un nativo de la Malasia oceánica, es un nadador extraordinario. Amarró un cabo desde la roca hasta la zona canadiense.

El doctor Fu-Manchú acarició al tití con un gesto reflexivo.

—Sin la ayuda de aquel cabo y la fuerza de mi sirviente, dudo que hubiera logrado alcanzar la orilla. La travesía me agotó y la barca se desencalló sólo unos segundos después de que yo saltara…

Nayland Smith no habló ni se movió. Sus puños continuaban crispados y su semblante inexpresivo.

—Habrá observado —continuó Fu-Manchú— que mi hija actúa otra vez en defensa de mis intereses. Sin embargo, no recuerda su anterior identidad: Fah lo Suee está muerta. La he reencarnado en la persona de Koreani, una bailarina oriental cuya popularidad me resulta útil. Éste es su castigo…

El tití emitió una especie de silbido que me pareció misteriosamente burlón.

—Más tarde, también usted experimentará esta forma de amnesia. La prueba de fuego a la que sometí a Koreani en su presencia, resultó muy beneficiosa aunque el horno no tenía combustible. Lo había preparado para usted, sir Denis, como una puerta a su nueva vida en China.

Mi mente estaba embotada. No comprendía algunas de las declaraciones del doctor chino, pero otras me resultaban atrozmente claras. A veces, en la voz del orador chino se percibía una nota casi exultante, reprimida con dureza pero apreciable. Tenía la majestuosidad de los grandes genios o —y aquel pensamiento me produjo un escalofrío— de los grandes dementes. ¡Quizás era un maníaco brillante!

—Me satisface comprobar —continuó— que mi nueva creación, un preparado de Crataegus, el espino común, cumple su propósito de modo tan admirable. El efecto anestésico que produce es inmediato y total, y no hay efectos secundarios molestos. Preveo que sustituirá a mi mezcla de mimosa con la que usted, sir Denis, ya está familiarizado.

Extendió una mano descarnada en dirección a la sala de tortura.

—Instrumentos medievales destinados a estimular las memorias renuentes.

Avanzó unos pasos y levantó unas tenazas de mango largo.

—Una herramienta para arrancar tendones.

Habló con voz tenue y, a continuación, dejó caer aquel instrumento de tortura. El ruido metálico que produjo me hizo sentir mareado.

—Torpe y primitivo. En China lo hemos hecho mucho mejor. Seguro que recuerda las Siete Puertas. De todos modos, esos métodos de interrogación ya no son necesarios. Puedo averiguar todo lo que quiero con el simple uso de esa desatendida herramienta que es la voluntad humana. No hace mucho, he descubierto, con este sistema, que Ardatha, quien hasta ahora había sido una aliada fiel, no es de fiar en los asuntos relacionados con el señor Kerrigan.

Cuando oí esas palabras, contuve la respiración…

—Por consiguiente, he tomado las medidas necesarias para que no interfiera… No dice usted nada, sir Denis.

—¿Por qué tendría que decir algo? —La voz de Smith no denotaba la más mínima emoción—. Mi negligencia me llevó a caer en una trampa que hasta un niño habría detectado. No tengo nada que decir.

—¿Se refiere al suelo de loto? Efectivamente; a su manera, es ingenioso. Esa habitación y otras que permitían el acceso a las bodegas y las mazmorras estuvieron tapiadas durante generaciones. Las volví a abrir no hace mucho, aunque confieso que no preví que alojarían a un huésped tan distinguido. En una mazmorra contigua descubrimos dos esqueletos, los de un hombre y una mujer. Ciertas irregularidades en algunos huesecillos nos revelaron que no habían fallecido de un modo feliz…

No dio la espalda como si fuera a marcharse.

—Espero continuar esta conversación en el futuro, sir, Denis, pero ahora debo dejarles. Un asunto de la máxima urgencia requiere mi atención.

Mientras se dirigía a la puerta, el tití saltó desde su brazo al hombro y, volviendo la cabecita hacia nosotros, realizó un gesto burlón. La luz se apagó. Oí la llave que giraba en la cerradura y aquellos pasos silenciosos y felinos que se alejaban por el pasadizo de piedra…

Estaba empapado de sudor.