32. LA ZOMBI

¡Rudolf Adlon, el dictador de una gran nación europea, se encaminaba hacia la muerte!

Razoné con rapidez intentando contemplar la situación desde lo que pensé que sería el punto de vista de Nayland Smith. Con toda probabilidad, podría llegar a la jefatura de policía en diez minutos. Era inútil buscar un teléfono debido a mi desconocimiento del idioma, pero, si iba a la jefatura, perdería diez minutos, y antes de que estuviera de vuelta con los agentes, Rudolf Adlon podría haber desaparecido como lo había hecho Nayland Smith. Tenía buenas razones para suponer que el pasadizo conducía al Palazzo Morí, pero, a menos que sus planes consistieran en asesinar al canciller en aquel edificio abandonado y esconder allí su cuerpo, ¿adónde se dirigían?

Por mi experiencia sobre los métodos del Si-Fan, supuse que darían a Adlon una última oportunidad para someterse a las órdenes del Consejo. No tardé mucho en decidirme. Los seguiría, y cuando descubriera adonde conducía aquella mujer al dictador, regresaría con los agentes necesarios para rodear aquel lugar.

Ahora, la puerta estaba abierta. Me dirigí a tientas hacia un tenue reflejo rectangular que indicaba la posición de la trampilla. Vi unos escalones de piedra y los descendí con cautela. En el pasadizo, el olor era pestilente y el agua sucia del río Mori se filtraba a través del techo en algunas zonas. Era un antiguo pasadizo de piedra tortuoso y repugnante. En el otro extremo vi la luz imprecisa de la linterna que llevaba la mujer.

El encaprichamiento de Adlon le había cegado impidiéndole ver el peligro. Pero si me ponía en su lugar y reemplazaba a la mortífera mujer por Ardatha, sabía que también yo la habría seguido hasta las mismas puertas del infierno.

Me concentré en aquella luz de guía y avancé. Más adelante, la luz desapareció y descubrí unos escalones ascendentes. Un resplandor en la oscuridad me condujo hasta una puerta entreabierta. Oí una voz que reconocí: era la voz de Adlon.

—¿Adónde me llevas, Mona Lisa?

Había encontrado en el exquisito semblante del espectro que cazaba hombres para el doctor Fu-Manchú un parecido con el famoso cuadro, que yo no percibí…

Vi a las dos figuras, la de la mujer esbelta y la del hombre condenado, recortadas contra la luz de la linterna que proyectaba sombras grotescas a lo largo de un sótano abovedado. En aquella cripta olvidada había un pilar ancho tras el que me escondí hasta que llegaron a lo alto de una escalera y desaparecieron tras una arcada gótica.

En completa oscuridad, me deslicé hasta la escalera y les seguí tanteando los escalones con los pies. El ruido de pasos se apagó y permanecí completamente inmóvil. Oí la risa, grave y hechizadora, de la mujer. Cesó de repente y percibí el murmullo de unas palabras susurradas en voz baja por un hombre. La rodeaba con sus brazos… A continuación, los pasos se reanudaron.

Introdujeron una llave en una cerradura y se oyó el chirrido de una puerta. El ruido resonó, fantasmagórico, como en una caverna, y me indicó lo que iba a encontrar. Esperé hasta que aquellos ruidos, repetidos con mofa por los fantasmas del lugar, se desvanecieron. Avancé y me encontré en el vestíbulo sepulcral del Palazzo Mori.

La luz que acarreaba la mujer se había convertido en una mera chispa. Sin embargo, extremando las precauciones, la seguí. Mientras cruzaba aquel lóbrego lugar, las sombras de hombres encerrados, envenenados o asesinados allí parecieron rodearme con una danza satánica, y unos espíritus torturados de la Venecia medieval se alinearon a mis espaldas, impidiéndome la huida hacia la seguridad. Seguí avanzando con determinación porque sabía que la enorme puerta de la entrada principal no estaba cerrada y que, si no podía volver por el hediondo túnel, disponía de aquella otra salida, aunque supusiera una zambullida en el Gran Canal.

La luz se desvaneció por completo, pero el sonido de unos tacones me indicaron que me quedaba camino por recorrer. ¡Una de las puertas que la policía había encontrado cerrada, estaba abierta! (La cerradura antigua había sido forzada y había otra nueva que apenas se veía.) Al otro lado de esa puerta, Rudolf Adlon se dirigía a su propia destrucción.

Descendí cinco escalones a tientas y supe que estaba de nuevo por debajo del nivel del agua. Al final de un túnel parecido al que cruzaba por debajo del río Mori, vi a las dos figuras. El hombre rodeaba a la mujer con el brazo y arrimaba su cabeza a la de ella. Yo sabía que no podían verme en la oscuridad de aquella vieja catacumba a menos que mis propios movimientos me delataran, y cuando las siluetas se volvieron borrosas y desaparecieron del todo, adiviné que al final del pasadizo arrancaba una escalera ascendente.

Reparé en un hecho importante: aquella húmeda y fétida madriguera iba en dirección paralela a la del Gran Canal. Debíamos de estar muy lejos del punto de partida.

La oscuridad era tan densa que no tuve más remedio que encender la linterna. La utilicé con prudencia, enfocando justo delante de mis pies. El suelo era pegajoso, repulsivo, pero continué hasta la escalera. Apagué la linterna y un rayo de luz me indicó que conducían a una puerta entreabierta.

La empujé con cautela y me encontré en una bodega vacía. Una bombilla desnuda colgaba del techo abovedado y cuatro escalones amplios conducían a un arco. Me pregunté si era prudente seguir avanzando, pero me temo que el espíritu de Nayland Smith me abandonó y que la locura hereditaria guió mi siguiente movimiento, porque subí los escalones y me asomé a una sólida puerta de madera claveteada que daba a un pasillo alfombrado.

Comparado con la frialdad subterránea, el cambio de ambiente era considerable. Oí la voz de Rudolf Adlon. ¡Hablaba con alegría y pasión, pero, a continuación, el tono subió hasta alcanzar una nota alta, un grito… y cesó de repente!

¡Habían terminado con él! ¡Todo había acabado! Presa de una iracunda indignación seguí adelante y me asomé por una puerta entreabierta, a la habitación del otro lado. Se trataba de una estancia pequeña, con un suelo de parqué de curioso diseño: una cenefa de madera negra de aproximadamente medio metro de ancho rodeando una flor de loto con los pétalos abiertos. Las paredes estaban recubiertas de paneles de madera, y me pareció que la habitación estaba vacía. Me aventuré con imprudencia a sacar la cabeza y entonces ¡vi a la portadora de la muerte observándome con una fría sonrisa!

Supongo que aquella criatura que, en opinión de Nayland Smith, debió haberse convertido en polvo hacía ya mucho tiempo, era excepcionalmente hermosa, pero la atmósfera que la rodeaba y mi conocimiento, ya indudable, de su labor criminal, provocaron para que viera en ella a un ser espeluznante.

Se había quitado la capa, que colgaba de su brazo, y vi su figura esbelta y perfecta y sus pequeñas y delicadas facciones. Su belleza era tan arrogante que despertó en mí un recuerdo que no tardó en cobrar forma: podría haber posado para el retrato de la reina Nefertiti que se había encontrado en la tumba de Tutankamón. Un collar árabe de oro grabado realzaba el parecido. Más tarde supe que otras personas habían tenido la misma sensación.

Pero fueron sus ojos, clavados en mí, los que despertaron viejas supersticiones. La extraña palabra zombi retumbaba en mi cerebro, porque aquellos ojos, verdes como esmeraldas, eran alargados y estrechos; y su mirada, difícil de sostener. ¡Eran como los ojos de Fu-Manchú!

—Bien —dijo con serenidad—, ¿quién es usted y por qué me ha seguido?

Consciente de mi desesperada situación, del hecho de que no tenía a nadie que me cubriera, dudé.

—La he seguido —di je por fin— porque era mi deber.

—¿Su deber? ¿Por qué?

Estaba allí de pie, al otro lado de la habitación, y sus extraños y entornados ojos no dejaban de mirarme.

—Porque había alguien con usted.

—Se equivoca. Estoy sola.

Contemplé su belleza refinada y perversa. Y entonces percibí un intenso olor parecido al de la flor del espino.

—¿Dónde está?

—¿A quién se refiere?

—A Rudolf Adlon.

Se rió y sus dientes brillaron haciéndome pensar en un vampiro. Era la misma risa que había oído en los sótanos, una risa profunda y sarcástica.

—Sueña usted, amigo mío. Sea quien sea, está soñando.

—Sabe perfectamente quién soy.

—¡Vaya! —exclamó levantando las cejas con un gesto burlón—. ¿Entonces es usted famoso?

¿Qué debía hacer? Mi instinto me aconsejaba darme la vuelta y salir huyendo, aunque algo me decía que si lo hacía, me atraparían.

—Yo le aconsejaría que volviera por donde ha venido. Ha entrado usted ilegalmente en una propiedad ajena. Y, en mi opinión, será mejor para usted que no le encuentren aquí.

—¿Me aconseja que me vaya?

—Sí. Y es un gesto de amabilidad por mi parte.

Aunque el sentido común me susurraba que si me iba caería en una emboscada en aquella tumba resonante que era el Palazzo Mori, estuve seriamente tentado de hacerlo. Había algo realmente inquietante en la presencia de aquella mujer, en la imperturbable mirada de sus ojos luminosos. En pocas palabras: le tenía miedo. A ella y a la silenciosa casa en la que me encontraba; a los malolientes pasadizos de los pisos inferiores y al desfile de seres sedientos de sangre de la Venecia medieval a la que su ajustado vestido y sus hombros de marfil parecían pertenecer de modo incuestionable.

Pero me pregunté a qué esperaba, por qué seguía allí observándome con aquella sonrisa sarcástica. Aunque no se oía ningún ruido, con toda seguridad le bastaría con alzar la voz para que alguien acudiera en su ayuda.

Dominé aquellos temores insidiosos que amenazaban con traicionarme y calculé a toda prisa mis posibilidades. La habitación tenía más de tres metros de largo. Podía alcanzarla en tres zancadas. Aún mejor, ¿cómo podía haberlo olvidado? Supongo que porque se trataba de una mujer… En un segundo, la estaba apuntando con mi automática.

No realizó el más mínimo movimiento. Había algo extraño en su calma, algo que, de nuevo, me recordó al escalofriante doctor Fu-Manchú. Sólo sus labios temblaban con aquella ligera y provocadora sonrisa.

—¡No mueva las manos! —espeté, y mi desesperada situación imbuyó mis palabras de auténtica amenaza—. Sé que las circunstancias son graves… y usted también lo sabe. Dé un paso hacia delante. Me iré, como sugiere, pero detrás de usted.

—Suponga que me niego a moverme.

—¡Entonces, vendré a buscarla!

Todavía no se percibía ningún ruido salvo el tono grave de nuestras voces; nada que indicara la presencia de otro ser humano.

—Sería un loco si lo intentara. Mi consejo era sincero. No se atreva a dispararme a menos que también tenga in tención de suicidarse, y le advierto que si da un solo paso hacia mí, morirá.

Clavé la mirada en ella, aunque lo que más temía era un ataque por la espalda, pues recordaba la eficiencia de los esbirros del doctor Fu-Manchú. Quizás uno de ellos se me acercaba con sigilo por detrás, pero no me atreví a mirar.

—¡Váyase! ¡No volveré a repetírselo!

Entonces, dándome cuenta de que, en aquel instante o nunca, debía forzar la situación, di un salto hacia delante… El intenso olor a espino se convirtió, de repente, en penetrante, incluso abrumador, y, sofocando un grito, me di cuenta, demasiado tarde, de lo que había sucedido.

La mujer estaba de pie sobre la cenefa negra, como yo lo había estado, ¡pero el centro del suelo era una trampa en forma de estrella invertida! Cuando la pisé, se abrió sin ruido, y pasé de la consciencia a un vacío nauseabundo de flor de espino y olvido…