Le abrimos la puerta principal al comisario. Había muchos cerrojos, pero no estaba cerrada con llave. Se quedó tan perplejo como yo cuando le mostramos las huellas de los tacones.
—Esto —dijo— es sobrenatural.
Yo estaba dispuesto a secundar su opinión, pero también decidido a no dejar ni una sola piedra sin remover para resolver el misterio. Dejando a un lado, por el momento, su oscuro origen y, por consiguiente, sus poderes mágicos, ¿cómo había entrado y salido de aquel lugar aquélla cómplice del doctor Fu-Manchú?
—Quizá se trate sólo de algo fuera de lo común —sugerí—. Al fin y al cabo, todo tiene una explicación. —Intentaba, a toda costa, recuperar mi confianza—. Usted conoce la historia de estos viejos muros mejor que yo. ¿Se le ocurre cómo puede haber entrado y salido alguien del Palazzo Mori como sin duda ha ocurrido esta noche?
—No puedo ofrecerle ninguna explicación, señor Kerrigan —respondió el coronel Correnti con una expresión casi patética en el rostro—. Ninguna en absoluto.
El segundo detective empezó a hablar deprisa y con excitación.
—El oficial dice —me tradujo el coronel— que antiguamente, hace mucho, mucho tiempo, había un acceso a este viejo palacio desde el otro lado del canal; del río Mori, que es por donde usted ha entrado.
—Me parece que no le entiendo.
—Había un pasadizo (algo habitual en aquellos tiempos) que cruzaba por debajo del río Mori, el cual, desde luego, es poco profundo. Por lo visto, en aquella época el embarcadero de la casa estaba en la otra orilla, y se excavó ese pasadizo para comodidad de los gondoleros. Está bloqueado desde hace, por lo menos, un siglo.
—No parece que esto nos sirva de mucha ayuda.
—No, en absoluto. Creo que conozco ese sitio: hay una caseta de piedra. —Habló con rapidez a su subordinado, quien respondió con igual rapidez—. Me dice que, durante un tiempo, la utilizó un decorador como almacén, pero que ahora está vacía de nuevo. No, amigo mío, es inútil. Debemos indagar por otro lado para encontrar la solución a este misterio.
No es necesario que explique nada sobre nuestro registro del viejo palacio. No obtuvimos ningún resultado. Salvo por las huellas en la habitación del piso de arriba, no había señales de que alguien hubiera entrado en el edificio en muchos años. En la planta inferior había marcas de antiguos cuadros en las paredes del amplio salón que evocaban con patetismo una grandeza marchita. También, descubrimos varias habitaciones cerradas con llave, y, aunque no conseguimos acceder a su interior, nos pareció que no tenía sentido intentarlo. Examinamos las cerraduras y vimos señales con claridad que no se habían utilizado recientemente.
Llegados a aquel punto, perdí toda esperanza. Volvimos a la comisaría. No había ninguna novedad. Me aparté intentando ocultar mi desesperación. Un oficial que estaba en permanente contacto con los detectives del Palazzo da Rosa nos informó de que el mayor Badén se había unido a los invitados durante media hora y que, después, se excusó diciendo que le reclamaban asuntos urgentes y se retiró de nuevo a sus aposentos.
—¿Lo ve? —repitió el coronel Correnti encogiéndose de hombros—. No podemos hacer nada.
Intenté controlar el tono de voz cuando repuse:
^¿De verdad comprende lo que está en juego? Un excomisario de Scotland Yard ha sido secuestrado, probablemente asesinado. Es uno de los oficiales de más alto rango del servicio secreto británico. Por otro lado, la figura más destacada de la política europea, y no excluyo a Pietro Monaghani, está, sin lugar a dudas, en peligro de muerte. ¿Está seguro, coronel, de que todos los hombres disponibles se están esforzando al máximo, de que cualquier rincón posible se ha registrado, de que cualquier sospechoso ha sido interrogado?
—Le aseguro, señor Kerrigan, que todos los efectivos disponibles de Venecia están vigilando o investigando esta noche. No puedo hacer nada más…
Creo que durante la hora siguiente me sumí en la más profunda desesperación. Deambulé por las alegres calles de Venecia como un fantasma en un banquete, escudriñando las ventanas iluminadas y las caras de los transeúntes hasta que me di cuenta de que estaba llamando la atención. Regresé al hotel, subí a mi habitación y me senté en el diván en el que Ardatha me había embrujado con sus besos.
¡Cómo maldije aquellos instantes de felicidad robada! Nunca había sentido tanto desprecio por alguien como el que sentía hacia mí mismo. Evoqué la imagen de Nayland Smith, y en aquel estado de confusión creo que hasta oí su voz. Intentaba decirme algo, orientarme, despertar en mi ofuscada mente una chispa de lucidez.
Si hubiera ocurrido a la inversa, ¿qué habría hecho él? Aquella idea me aportó cierta frialdad. ¡Sí! ¿Qué habría hecho él? Me senté con la cabeza entre las manos, intentando pensar con claridad.
Era un hecho que la mujer morena había entrado y salido del palacio en ruinas. Fuera quien fuese, o fuese lo que fuere, teníamos pruebas irrefutables de que había estado allí. Nuestro registro no había revelado la explicación del misterio, pero había puertas que no habíamos abierto.
¡Nayland Smith no habría actuado así! Nunca habría dejado el Palazzo Mori sin haber inspeccionado todas las habitaciones. Y tampoco se habría quedado satisfecho con la afirmación del comisario de que el viejo pasadizo que discurría por debajo del canal estaba obstruido…
Me levanté de un salto. ¡Ésa era la línea de actuación que Smith habría seguido! Estaba convencido. Ése sería mi objetivo. Con aspecto desaliñado (no me había cambiado de ropa en treinta y seis horas) salí, una vez más, del hotel.
La vieja caseta de los gondoleros fue fácil de localizar. Estaba sólidamente construida en piedra y tenía tres ventanas y una puerta maciza y cerrada con candado en la pared que no daba al canal. La callejuela por la que se accedía a la caseta estaba desierta y oscura. Había traído una linterna y enfoqué el interior a través de una de las ventanas rotas. Vi bastante basura: fragmentos de papel de empapelar, restos de argamasa y latas de pintura vacías. Examiné el candado. Tenía señales evidentes de haber sido utilizado: ¡lo habían engrasado recientemente! Pero estaba cerrado. Con gran nerviosismo, volví a la ventana rota y miré, de nuevo, al interior. Estaba convencido de que nadie había tocado aquellos desechos en mucho tiempo, aunque habían abierto la puerta no hacía mucho.
Mi excitación iba en aumento. Pensé que, desde algún lugar de este mundo o del más allá, Nayland Smith me había infundido algo de su maestría para la investigación. Tenía una importante labor que cumplir y estaba decidido a realizarla con éxito.
Examiné el candado. No tenía medios para abrirlo ni tampoco los conocimientos necesarios; además, romper el cristal de una de las ventanas sería inútil, porque eran ventanas de cristales fijos y, aunque hubiera quitado todo el cristal, eran demasiado estrechas para que pasara una persona. Rodeé la caseta hasta el otro lado. Había restos de un antiguo embarcadero y en la pared había tres ventanas y una puerta tapiada. Me encontraba en un estrecho saliente encima del canal. Frustrado una vez más, me disponía a irme cuando oí pasos que procedían de la callejuela.
Permanecí donde estaba. Frente a mí, al otro lado del espejeante y angosto canal, se elevaba una de las paredes del desierto Palazzo Morí. Vi la balaustrada de piedra y el balcón de hierro por donde había trepado. Los pasos se aproximaron cada vez más, y entonces oí la voz de una mujer:
—¡Espere un segundo! Tengo la llave.
Era una voz dulce, tranquilizadora, y sentí el imperioso deseo de ver a quién pertenecía, pero no me atreví a moverme.
Oí el ruido metálico del candado y el chirrido de la puerta al abrirse.
—¡Por favor, espere! ¡Aquí no! ¡Podrían vernos!
De repente, una luz iluminó el interior de la caseta. El corazón me latía precipitadamente. Me agaché y miré, con sigilo, por la esquina de una ventana.
Lo que vi aceleró, todavía más, los latidos de mi corazón y reafirmó mi decisión de seguir los pasos que Nayland Smith habría dado…
Rudolf Adlon, con antifaz y una capa por encima del traje de etiqueta observaba, con las manos a la espalda, a una mujer arrodillada en un extremo de la habitación. Tenía una mirada ardiente. Se quitó el antifaz y vi el rostro de un hombre subyugado. La mujer llevaba una capa corta de piel.
Sus brazos parecían de marfil y era delgada, casi serpentina, y su pelo, negro como el azabache, caía, suelto, desde su bien formada cabeza. La reconocí nada más verla, y, entonces, se puso en pie.
¡Había abierto una trampilla! ¡Había deslizado y dejado a un lado una sección del suelo con sus obstáculos de latas y desechos! Se volvió y, por primera vez, vi sus ojos. Eran unos ojos rasgados, con largas pestañas negras y de color verde esmeralda.
Pensé que no había en el mundo otros como aquéllos, salvo los del doctor Fu-Manchú.
Hizo una señal de triunfo y sonrió como debió sonreír Calipso en tiempos pasados.
—¡Tenga paciencia! Éste es el único camino. ¡Sígame!
Sus palabras me llegaron con nitidez a través de la ventana rota. Se ciñó la capa sobre los hombros, hizo una señal a Adlon y empezó a descender los escalones de la trampilla alumbrándose con una linterna. Rudolf Adlon la obedeció. Cuando se inclinó para seguirla, la luz iluminó sus facciones sombrías y ansiosas. Acto seguido, todo quedó a oscuras.