El cuerpo humano es una máquina maravillosamente ajustada. No tenía esperanzas, y desde luego ninguna intención, de dormir; Venecia estaba despierta y vivía con júbilo a mi alrededor, y a pesar de todo, a los cinco minutos de marcharse sir George y tras quitarme algunas prendas, caí en un profundo sueño.
El coronel Correnti me despertó. La luz que entraba en la habitación a través de los postigos medio cerrados, me indicó que el sol se ponía. Había dormido muchas horas.
—¿Alguna novedad?
Cuando me desperté por completo, la tristeza volvió a apoderarse de mí.
El coronel negó con la cabeza.
—Me temo que ninguna.
—Supongo que el almuerzo se ha celebrado… Sir Denis temía que se intentara, allí, algún tipo de atentado.
—Sí, se ha celebrado, y Rudolf Adlon ha acudido. En ocasiones como ésta se hace llamar mayor Badén. Mis hombres me han informado de que nada fuera de lo normal ocurrió allí. El dictador está ahora a salvo y de vuelta en el Palazzo da Rosa, donde se reunirá mañana con Pietro Monaghani. No hemos encontrado ninguna prueba de que exista un complot —declaró encogiéndose de hombros—. ¿Qué puedo hacer? Oficialmente, se supone que ignoro que el canciller está en la ciudad y no hay ningún rastro de sir Denis. ¿Qué puedo hacer yo?
Su indecisión no era inferior a la mía. En realidad, ¿qué podíamos hacer ninguno de nosotros?
Me obligué a tomar una comida ligera. Las atenciones del gerente me exasperaban. Yo miraba continuamente a mí alrededor y aguzaba el oído, porque no podía creer que un hombre tan conocido como Nayland Smith se hubiera desvanecido como por ensalmo. En cuanto a Ardatha, no podía pensar mal de ella.
Me resultaba imposible permanecer inactivo. No podía hacer nada concreto, porque no había elaborado ningún plan, pero al menos podía moverme, recorrer las calles, buscar en los bares, atisbar por las ventanas. Y sin más objetivo que éste, salí del hotel.
Delante de la iglesia de San Marcos, me detuve ensimismado. La magia de la puesta de sol tapizaba la fachada de sombras color púrpura. Titubeé ante dos alternativas. Si continuaba aquella caza inútil por las calles de Venecia, no me encontrarían si surgía alguna novedad. En aquel estado de indecisión, contemplé las puertas de aquella antigua y ornamentada iglesia… ¿Y, qué noticias podían llegar? ¡Qué Smith estaba muerto!
Tenía que huir de aquellos pensamientos y continuar activo. De hecho, era incapaz de permanecer quieto, y se me ocurrió un objetivo razonable. Dado que Rudolf Adlon se alojaba en el Palazzo da Rosa, supuse que la atención de Fu-Manchú también se centraría en aquel lugar. Posiblemente, sólo era una excusa para evitar la inactividad, algo con lo que distraer mi mente de la espeluznante perspectiva del destino de Nayland Smith. Volví presuroso al hotel. El portero me dijo que no había ningún mensaje para mí, así que volví a salir y alquilé una motora; una góndola era demasiado lenta para mi estado de ánimo.
—Siga por el Gran Canal y muéstreme el Palazzo da Rosa —indiqué al conductor.
Nos pusimos en camino y me esforcé por serenarme y escuchar, sin irritarme injustamente, las explicaciones del piloto de la lancha. Quería llevarme al puente de Rialto, a la casa donde murió Richard Wagner, al palacio de Gabriele d’Annunzio, pero, por fin, redujo la velocidad de la embarcación y con aire misterioso dijo:
—Ese edificio de allí es el Palazzo da Rosa. En él se aloja algunas veces el mismísimo signor Monaghani cuando visita Venecia. También se rumorea, aunque no estoy seguro, que el gran Adlon está allí ahora.
—Deténgase un momento.
La oscuridad había caído sobre la ciudad y casi todas las ventanas del palacio estaban iluminadas. Había mucho movimiento entorno al embarcadero; numerosas góndolas se apretujaban contra los postes pintados de la entrada y un gran bullicio y animación indicaban que se estaba celebrando algún tipo de fiesta. Una motora pintada de negro y con aspecto de estar vacía pasó, casi en absoluto silencio, entre nosotros y el palacio.
—¡La policía! —Se puso en marcha de nuevo.
En la laguna soplaba una brisa fresca, y había dos yates anclados. Uno pertenecía a un noble inglés, y el otro, el Silver Heels, era el hermoso crucero blanco de Brownlow Wilton que se había construido siguiendo el diseño de un clíper. A bordo todo parecía en calma, y me pregunté si el famoso norteamericano estaría divirtiéndose en el Palazzo da Rosa.
—¿Adónde quiere que le lleve ahora, señor?
—Adonde usted quiera —respondí sin ganas.
El piloto pareció comprender mi estado de ánimo. Supongo que creyó que era un enamorado sin esperanzas a quien su amada había abandonado. Lo cierto es que no andaba desencaminado.
Giramos por un canal lateral donde las clemátides y las pasionarias cubrían los antiguos muros, las ventanas y las celosías. Al primer vistazo, lo reconocí como un rincón perpetuado por muchos pintores. En la oscuridad mostraba una belleza fantasmal. La motora parecía una profanación en aquel lugar y deseé haber alquilado una góndola. Mientras aquella idea me pasaba por la cabeza, una de esas embarcaciones con forma de cisne, que lucía el blasón de alguna familia noble y que era conducida por un gondolero de espléndido uniforme, apareció, silenciosa, por una esquina, precedida sólo por la peculiar llamada del hombre que gobernaba el remo.
Mi acompañante paró el motor.
—¡Vienen del Palazzo da Rosa! —me informó volviendo fascinado la vista hacia la embarcación.
Yo también miré, distraídamente, porque en realidad no me interesaba. Había un único pasajero en la góndola…
¡Y era Rudolf Adlon!
—¡Deténgase! —espeté con brusquedad cuando vi que el conductor iba a poner de nuevo en marcha el motor—. Quiero ver qué pasa.
Algo más había llamado mi atención. En el balcón de una vieja y desvencijada mansión, que una vez debió de ser el hogar de un príncipe mercader pero que estaba convirtiéndose en una ruina, había una mujer. Los reflejos de luz del otro lado del canal iluminaban su cara. Llevaba puesto un vestido ajustado de vivos colores que dejaba uno de sus brazos y un hombro a la vista.
Se apoyaba en la barandilla y miraba hacia la góndola que se acercaba. Yo observaba con ansiedad, casi sin respirar, y, entonces, el gondolero detuvo la graciosa embarcación con ese movimiento de barrido de la pértiga tan sencillo pero que queda tan lejos del dominio de un remero aficionado. Rudolph Adlon se puso en pie y miró hacia arriba. ¡Entonces, la mujer dejó caer una rosa con una nota atada!
Adlon la atrapó con destreza, envió un beso a la bella dama con la punta de los dedos y se sentó otra vez. La góndola siguió su ondulante camino y se perdió en las profundas sombras de un alto y viejo palacio.
—¡Ah! —suspiró el piloto de la motora, y lanzó, también, un beso en dirección al balcón—. ¡Una cita! ¡Qué romántico!
La mujer de la cita había desaparecido, pero no había lugar a dudas. ¡Era la misma a quien había visto con Ardatha, la que Nayland Smith había descrito como «un cadáver viviente, una enviada de la muerte!»
El comisario colgó el auricular.
—El mayor Badén —dijo— está en sus aposentos privados, ocupado en importantes asuntos oficiales. Ha dado órdenes de que no le se moleste. Por lo tanto —continuó encogiéndose de hombros—, ¿qué puedo hacer yo?
Confieso que me estaba cansando de aquellas palabras repetidas hasta la saciedad.
—¡Le aseguro —exclamé con nerviosismo— que no está en sus aposentos privados! ¡Al menos no lo estaba hace un cuarto de hora!
—Es posible, señor Kerrigan. Ya le he dicho que algunos de los eminentes personajes que visitan Venecia de incógnito, vienen a veces por asuntos distintos a los de Estado. Pero dado que, para empezar, se supone que desconozco que Rudolf Adlon se encuentra en el Palazzo, ¿qué puedo hacer yo? Uno de mis mejores oficiales de servicio está ahora allí y éste es su informe. ¿Qué más puedo hacer?
—¡Nada! —gruñí.
—En cuanto a la protección de ese hombre de Estado, me temo que nada. Pero sí que puedo hacer algo en relación con el otro asunto. ¿La mujer que me ha descrito es sospechosa de ser cómplice de las personas que intentan acabar con la vida de Rudolf Adlon?
—En efecto.
—¡Entonces, saldremos en su busca, señor Kerrigan! Estaré preparado en cinco minutos.
Cuando llegamos al canal en el que me había cruzado con el dictador, era noche cerrada, pero la luz de la luna pintaba a Venecia de plata. En esta ocasión viajaba en una de esas lanchas negras de aspecto fúnebre, que ya había visto antes.
—El balcón está justo encima de nosotros —señalé.
El coronel Correnti alzó la vista y después me miró con sorpresa.
—Me resulta difícil de creer, señor Kerrigan —dijo—. No me malinterprete, no es que dude de su palabra; sólo dudo de que haya señalado el balcón correcto.
—Estoy completamente seguro —repuse molesto.
—Entonces, este asunto es, realmente, muy extraño.
Lanzó una mirada a los dos oficiales de paisano que nos acompañaban. Yo ya los conocía. Uno era Stocco, el que hablaba bien el inglés.
—¿Por qué?
—Porque estamos en la parte trasera del viejo Palazzo Mori. Es propiedad de la familia Mori, pero, como verá, está en estado ruinoso. Le aseguro que nadie lo ha habitado en muchos, muchos años. Sé con certeza que ni siquiera está amueblado.
—Estos datos no me interesan —repliqué enfadándome por momentos—. Lo que le he dicho es cierto. Están en juego cuestiones muy importantes; por lo tanto, le sugiero que consiga la llave y que inspeccionemos este lugar.
Se volvió con un gesto de desesperación hacia sus subordinados.
—¿Dónde están las llaves del Palazzo Mori?
Consultaron entre ellos e incluso el piloto de la lancha intervino.
—La familia Mori, por desgracia, se arruinó —resumió Correnti—. Los miembros que aún viven están dispersos por todo el mundo. No sé dónde se encuentran. Las llaves las tiene el abogado Borgese y me temo que será difícil localizarle esta noche.
—Y también una pérdida de tiempo —repuse. Sabía lo que Nayland Smith habría hecho en aquellas circunstancias—. Pasar de la balaustrada del embarcadero a ese balcón del primer piso no es difícil para un hombre de acción.
—Y todos nosotros somos hombres de acción, ¿no es así? Incluso desde aquí se ve que el pestillo no está echado. Ahí tienen nuestra puerta de entrada. ¿Por qué dudamos?
El comisario no parecía muy decidido, pero supongo que recordó la gran responsabilidad que pesaba sobre sus hombros y, aunque a desgana, consintió.
Amarramos la lancha junto al embarcadero y yo, el más impaciente, fui el primero en subir a gatas al techo de la cabina. Desde allí salté a la deteriorada construcción de piedra de la balaustrada y me subí a ella. Me balanceé de forma un tanto peligrosa y estiré los brazos, pero sólo rocé la ornamentada barandilla de hierro que había señalado.
—¡Súbame! —le pedí a Stocco, que estaba cerca de mí.
Así lo hizo. La lancha se balanceó, pero el detective consiguió levantarme lo suficiente para que pudiera agarrarme a la barandilla. El resto fue fácil.
El coronel Correnti gritó una orden mientras Stocco era izado hasta donde yo estaba.
—Tenemos que bajar a la puerta principal e intentar abrirla para que entre el comisario —dijo.
Empujé con el hombro la celosía del balcón y cedió sin dificultad. Pasamos de la plateada luz de la luna a una oscuridad total. Mi compañero encendió una linterna.
Se trataba de una habitación que, en tiempos, debió de ser un dormitorio. Apenas quedaba algún mueble, pero había fragmentos de tapices enmohecidos. En el suelo, que alguna vez debió de estar pulido, se apreciaban las huellas de las patas de una antigua cama.
—Esperemos que las puertas no estén cerradas —señaló Stocco.
Al menos, la de la habitación no lo estaba.
—¡Subamos primero al piso de arriba! —exclamé con impaciencia cuando salimos al rellano.
Nos asomamos por encima del recargado pasamanos de madera y, a la luz de la linterna, vimos una escalera de mármol que descendía en curva y se perdía en la penumbra gótica. Abajo había un amplio vestíbulo en sombras con columnas fantasmales. Incluso el más leve de nuestros movimientos resonaba de un modo sobrecogedor. Se percibía en la atmósfera un desagradable olor a moho y humedad que me recordó a una tumba. Sin embargo, nos detuvimos allí sólo un momento y, a continuación, corrimos escaleras arriba. Nuestros pasos producían un extraño ruido metálico en los peldaños de mármol. En la planta de arriba, nos detuvimos indecisos, y Stocco iluminó con la linterna a nuestro alrededor.
—Ésa es la habitación —dije señalando una puerta cerrada.
El detective probó el picaporte y no encontró resistencia. Frente a nosotros, al otro lado de la habitación, vimos una celosía a medio cerrar. Un segundo después, me encontraba en el balcón desde el que la misteriosa mujer había dejado caer la rosa a Rudolf Adlon.
—¡Aquí es donde estaba!
El detective recorrió la habitación con la luz de la linterna. Las paredes estaban recubiertas de elegantes paneles de madera clara y en el techo, no había más que manchas de humedad en las que los hongos crecían por momentos.
—Ilumine aquí —ordené con excitación.
¡En el espeso polvo del suelo de parqué estaban marcadas las huellas, ligeras pero inconfundibles, de unos zapatos de tacón alto!
—¡Santo cielo, tenía razón! —exclamó Stocco.
Sí, tenía razón. Aquella casa era una tumba. ¡Rudolf Adlon se había citado con un ser de otro mundo, una zombi, un cadáver resucitado! ¡Y ésa era, sin duda, la residencia idónea para tal criatura!
Seguramente, aquel lugar fue, en parte, responsable de mi forma de sentir, porque mientras permanecía allí, mirando a mi compañero y recordando que Nayland Smith había sido secuestrado por aquel maestro de magos llamado doctor Fu-Manchú, me sentí inclinado a creer que era cierto que una difunta se movía entre los vivos.