29. VENECIA RECLAMA UNA VÍCTIMA

El oficial de policía tardó una eternidad en llegar al hotel. Por fin, se presentó —se trataba de un capitán de los Carabinieri—, acompañado de dos detectives. Su inglés era bastante deficiente, pero, por fortuna para mí, uno de sus hombres lo hablaba bien.

Le relaté los hechos con claridad y registraron la habitación.

—Me temo, señor —dijo el detective que hablaba inglés—, que sus sospechas se ven confirmadas. Estoy seguro de que su amigo no salió por la puerta principal del hotel. Sin embargo, y puesto que no ha llegado a tocar la cama, existe la posibilidad de que se marchara por propia voluntad. ¿No lo cree así?

—¡Sí! —dije aferrándome, feliz, a aquella alternativa—. ¡Puede ser! ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes?

Hubo una breve consulta en italiano entre los tres.

—Me sugieren —continuó el detective— que si sir Denis Nayland Smith, a quien el coronel Correnti había asignado vigilancia, hubiera decidido salir, por la razón que fuese, lo más probable es que le hubiera despertado.

—Yo no estaba durmiendo —respondí escuetamente.

¿Cuál era mi deber? ¿Debía confesar que Ardatha había estado conmigo?

—Entonces, resulta aún más extraño. ¿Estaba, quizá, leyendo o escribiendo?

—No, sólo pensaba y miraba por la ventana.

—¿Oyó algún ruido sospechoso?

—Sí. Me pareció oír pasos y algo que se arrastraba, y después, nada más.

—Todo esto resulta muy extraño —continuó el agente—, porque hay dos agentes de servicio. Uno en una góndola amarrada cerca de la entrada del hotel y el otro en la parte trasera. Antes de venir he interrogado personalmente a esos dos agentes y ninguno ha visto nada sospechoso.

El misterio era cada vez más insondable.

—Las luces de mi habitación estaban encendidas —dije—. ¿Se ve mi ventana desde el puesto del agente de la góndola?

—Lo comprobaremos.

Nos dirigimos a mi habitación. No puedo describir los sentimientos que me embargaron cuando miré el diván en el que Ardatha había estado entre mis brazos… Uno de los detectives se asomó a la ventana e informó de que, debido al muro del pequeño patio que yo ya conocía, mi ventana quedaba fuera del radio de visión del agente.

—¡Pero sí que podía ver la ventana de sir Denis!

Otra idea acudió a mi mente.

—¡La salita! —exclamé

—Es posible. Vamos a ver.

Fuimos allí y, supongo que sólo porque nadie había concedido ninguna importancia a aquella estancia, de inmediato nos pareció evidente que uno de los postigos estaba abierto.

¡Y no lo estaba cuando me separé de Smith esa misma noche!

—¿Lo ve? —exclamó el detective—. Aquí tenemos la solución: lo drogaron o lo redujeron en su habitación, lo trajeron hasta aquí y lo bajaron desde esta ventana.

—Pero —dije pensando en Ardatha— ¿cómo pudieron llevárselo los secuestradores sin llamar la atención de alguno de sus hombres?

Se produjo otro intercambio de pareceres. Los tres se estaban exaltando por momentos.

—Debo informarles —dijo un gerente desconcertado y a medio vestir que se había unido al grupo— de que debajo de la ventana de su habitación, señor Kerrigan, hay una verja que permite el acceso al puente que cruza el río Banieli o Pequeño Canal.

—Pero usted dice —consulté al detective—, que tienen un hombre apostado en la parte trasera del hotel.

—Es cierto, pero en esa parte la oscuridad es muy densa a estas horas de la noche. Sería posible (sólo posible) que alguien alcanzara y cruzara el puente sin ser visto.

En mi mente estaba reconstruyendo la tragedia de la noche. Imaginaba a Nayland Smith, drogado, impotente, transportado seguramente sobre el hombro de uno de los esbirros de Fu-Manchú, justo por debajo de mi ventana mientras yo permanecía embriagado por la belleza de Ardatha. La rabia y el remordimiento me atenazaron.

—¡Pero es del todo increíble —grité— que un crimen como este pueda llevarse a cabo en Venecia! Debemos encontrar a sir Denis. ¡Tenemos que encontrarle!

—Todos estamos de acuerdo, señor, en que debemos encontrarle. Esto es un mal asunto para la policía veneciana porque se encuentran ustedes bajo nuestra protección. Nuestro superior ha sido informado y estará aquí en breve. Es una tragedia, en efecto, y lo lamento profundamente.

Vencido por la sensación de inutilidad de todo aquello, por la falta de esperanzas de poder derrotar a ese genio criminal que jugaba con las vidas humanas como un jugador de ajedrez con las figuras, volví a la salita. Miré, anonadado, la ventana abierta por la que mi pobre amigo había desaparecido, probablemente para siempre. La policía abandonó la suite, en deferencia, supongo, a mi evidente desconsuelo.

La muchacha por la que había perdido el corazón, incluso la razón, era una Dalila moderna. Su papel había consistido en acallar mis recelos, en retenerme —con besos si era necesario— mientras el malvado jefe del Si-Fan apartaba a un enemigo de su camino.

Aquellos pensamientos me torturaban. Apreté los clientes; la cabeza me daba vueltas. Había fallado de todas las maneras en que un hombre podía fallar. Había sucumbido a los ardides de una vampiresa profesional y había entregado a mi amigo a una muerte segura.

De todos modos, había asuntos todavía más importantes que mi propia desesperación. La vida de Rudolf Adlon pendía de un hilo y ¡Nayland Smith había desaparecido! Venecia, la ciudad de los dux, había reclamado una nueva víctima.

El amanecer se extendía glorioso sobre la ciudad cuando la primera y única pista se presentó. Un carabiniere que terminaba su ronda a las cuatro de la mañana fue interrogado minuciosamente, como todos los que habían estado de servicio aquella noche. Recordaba (algo que en circunstancias normales no habría mencionado): que una muchacha vestida con elegancia y con un pañuelo en la cabeza, que andaba con paso vivo, se cruzó con él cerca del hotel. Le prestó poca atención, aunque se percató de que era hermosa; ¡y la descripción de su ropa coincidía con la de Ardatha!

Detrás de ella, a unos veinte metros, vio a un hombre, un inglés alto y resuelto, que vestía un traje de mezclilla y un sombrero flexible y que parecía ocultarse deliberadamente en las sombras.

Según deduje, la hora era más o menos la misma en que Ardatha y yo nos habíamos separado… La teoría del detective había resultado acertada. Algo había atraído la atención de Smith sobre la presencia de la muchacha. Nadie lo había secuestrado, sino que la había vigilado y seguido. Pero ¿adonde? ¿Qué había sido de él? El sentimiento de culpabilidad que pesaba sobre mí se hizo todavía más abrumador. Sin lugar a dudas, era el responsable directo de lo que pudiera haberle ocurrido a mi amigo.

Cuando aquella información llegó, me hallaba en la comisaría. Mandaron venir al agente y, por medio de un intérprete, le interrogué. Como yo conocía a los implicados más íntimamente que cualquiera de los presentes, sus respuestas a mis preguntas despejaron todas las dudas: ¡La muchacha descrita era Ardatha y Nayland Smith la había seguido!

Incluso en aquellos momentos de profunda preocupación por Smith, casi de forma automática obré de acuerdo con mi conciencia cuando el coronel Correnti me preguntó:

—¿Cree que sir Denis conocía a la muchacha?

—Es posible —repliqué—. Quizá creyó que era una cómplice del doctor Fu-Manchú.

Cuando dejé las dependencias policiales para dirigirme al hotel, Venecia brillaba con el esplendor de la mañana, pero yo recorrí las calles y los puentes de aquella ciudad encantada en tal estado de abatimiento que debí despertar la compasión de todos los que se cruzaron conmigo.

Sabía muy poco sobre los planes de Smith respecto al almuerzo en Silver Heels, y aunque me había preparado para asistir en su compañía y estaba ansioso por conocer a Rudolf Adlon en persona, me pareció inútil presentarme solo. No me imaginaba lo que Nayland Smith había esperado averiguar allí ni entendía qué papel desempeñaba James Brownlow Wilton, el magnate de la prensa neoyorquina, en aquella madeja enmarañada. La situación era muy compleja, y yo me sentía totalmente agotado.

Intenté dormir unas horas, pero me resultó imposible conciliar el sueño, Sir George Herbert se presentó a las diez de la mañana. Era un joven que aparentaba más edad de la que tenía y con la marca indeleble del Foreign Office en su figura. Su expresión era grave.

—Se trata de un golpe muy duro, señor Kerrigan —me dijo—. Soy consciente de cómo le ha afectado a usted; para mí, constituye un auténtico desastre. Las amenazas a Rudolf Adlon, que, como sabe, se encuentra aquí de incógnito, proceden de una organización que no amenaza a la ligera. El general Quinto ha sido asesinado y lo mismo podría ocurrirle a Rudolf Adlon.

—Estoy de acuerdo. Pero no conozco los planes de Smith para protegerle.

—¡Yo tampoco! —Hizo un gesto de desesperación—. Lo habíamos preparado todo para que asistiera al almuerzo de hoy en el yate del señor Wilton, pero no tengo ni idea de lo que pretendía conseguir allí.

—Tampoco yo.

Pronuncié aquellas palabras en tono quejumbroso, me desplomé en un sillón y miré, seguramente con crispación, a sir George.

—Las autoridades italianas están haciendo todo lo posible. Sobre ellos pesa una gran responsabilidad, porque la reputación del comisario no es lo único que está en juego. Si hay alguna novedad, se la comunicaré de inmediato, señor Kerrigan, pero ahora le aconsejaría que descansara.