Se sentó en un diván mullido y con cojines, estilo Renacimiento, y me miró sonriendo.
—Parece asustado —dijo—. ¿Soy yo quien le asusta?
—No, Ardatha, usted no me asusta, aunque debo admitir que su aparición me ha sorprendido mucho.
Llevaba un vestido sencillo y un abrigo con cuello de piel, el mismo que le vi en la entrada de Hyde Park. Se cubría el pelo con un pañuelo y me pareció distinguir una mirada burlona en sus ojos.
—Venir ha sido una locura —continuó—, y ahora me pregunto…
Intenté controlar mi galopante corazón para hablar con normalidad.
—Se pregunta si lo merezco —le sugerí avanzando hacia ella con esfuerzo.
La verdad es que estaba aterrorizado como nunca creí que pudiera estarlo a causa de una mujer. ¡Mi enloquecida pasión había despertado una respuesta en Ardatha! ¡La había llamado y había venido! Pero tenía poca fe en Bart Kerrigan como amante de una mujer tan compleja y misteriosa. Esa noche me correspondía conseguir su amor o perderla para siempre. Tanto sus palabras como sus ojos me decían que la elección era mía.
Le ofrecí un cigarrillo y fuego y me senté a su lado.
Sentí la necesidad de abrazarla, retenerla, y no dejarla ir nunca más. Pero contuve aquellos impulsos primitivos.
—Le vi en Victoria —dijo.
—¿Qué? ¿Cómo es posible?
—Tengo ojos para ver.
Se reclinó en los cojines, volvió la cabeza y me dirigió una sonrisa.
—No tenía ni idea de que me hubiera visto.
—Por eso estoy aquí esta noche. —De repente, se puso muy seria—. ¡Debe irse de aquí! ¡Hágame caso, tiene que volver a su país! Esto es lo que he venido a decirle.
—¿Sólo ha venido por esto, Ardatha?
—Sí. No le busque otro significado. Me gusta, pero no cometa el error de creer que amo con facilidad.
Le dijo en un tono tan frío e inflexible que me inmovilizó. Mis emociones me empujaban en varias direcciones. Por un lado, aquella hermosa muchacha de ojos color amatista que, al margen de lo que hiciera o dijera, me atraía y trastornaba, era una delincuente. Por otro lado, a menos que su mirada me engañara, me deseaba. Sin embargo, y en tercer lugar, aunque dijera que aquella visita nocturna se debía a un sentimiento de amistad, ¿cuál era el auténtico motivo? Me agarré con fuerza las rodillas y la miré de reojo.
—Me alegra comprobar que es un hombre que piensa —dijo con suavidad—, porque hay asuntos entre nosotros en los que debemos pensar.
—Sólo pienso en una cosa: que la amo. Siempre está presente en mis pensamientos, día y noche, y me siento infeliz porque sé que está envuelta en una conspiración de terror y asesinatos de la que usted, su auténtico yo, no forma parte. Si no significara tanto para mí y sólo la deseara, no habría pensado; la habría rodeado con mis brazos y la estaría besando, que es, también, lo que deseo. Pero, la verdad, Ardatha, es que me importa mucho más que esto aunque sé muy poco de usted, y…
—¡Chis…!
De repente, me agarró del brazo con fuerza. Puse mi mano sobre la suya, pero la advertencia había sido imperiosa, así que presté atención.
Permanecimos en silencio durante unos instantes mientras mi mirada descansaba sobre un extraño anillo que ella llevaba. La presión de sus dedos me produjo un escalofrío que los besos apasionados de otra mujer no habrían provocado.
De algún lugar, entre las sombras, me llegó el ruido sordo de algo que caía y de unos pasos silenciosos. Solté la mano de Ardatha con la intención de levantarme, pero ella me susurró:
—¡No mire afuera! ¡No se asome!
Dudé y ella me sujetó con firmeza.
—¿Por qué?
—Porque existe la posibilidad de que me hayan seguido. ¡Por favor, no se asome!
Oí una voz distante que provenía del canal, un chapoteo en el agua, y nada más. Me volví hacia Ardatha y… no hicieron falta palabras. Se deslizó, casi imperceptiblemente, entre mis brazos, y sus labios se elevaron hacia mí…