26. VENECIA

Durante aquel viaje pude columbrar los poderes especiales con que contaba Nayland Smith, o los medios que habían puesto a su disposición. Y si hubiera necesitado una confirmación de la gravedad de la amenaza que el doctor Fu-Manchú y el Consejo de los Siete representaban, la habría tenido por el modo en que sus más mínimos deseos eran satisfechos.

Nos trasladamos a Venecia en un avión de las Fuerzas Aéreas que realizó el trayecto en algo menos de la mitad del tiempo que hubiera empleado un vuelo comercial.

Entramos en la salita de la suite que nos habían reservado en el hotel de Venecia, donde ya nos esperaba el coronel Correnti, el jefe de la policía. Smith despidió a un atento gerente con una sonrisa y un movimiento de la mano y se volvió hacia el oficial. Realizó las presentaciones oportunas.

—Puede hablar con completa libertad en presencia del señor Kerrigan. ¿Ha llegado Rudolf Adlon?

—Así es.

Smith se dejó caer en una butaca. Todavía no se había despojado del sombrero ni de la gabardina; metió la mano en un bolsillo y sacó una petaca de aspecto ajado en la que solía llevar media libra de tabaco. Empezó a cargar la pipa.

—Imagino que esta situación supone para usted una gran responsabilidad.

—¡Una responsabilidad enorme! —replicó el coronel apesadumbrado—. Incluso mayor si tenemos en cuenta que el señor Monaghani llegará el martes por la mañana.

—¿También de incógnito?

—¡Dios me asista, así es! Esta clase de visitas son las que hacen de mi vida una tortura. Es mucho más difícil realizar mi labor aquí que en Ginebra. Venecia es el centro de reunión favorito de algunas de las figuras más relevantes de la política europea. ¡Siempre vienen de incógnito, pero no siempre por motivos políticos! ¿Por qué escogerán Venecia? ¿Por qué habrá caído sobre mí este peso? —dijo con una indignación latina.

—¿Dónde se hospeda el canciller?

—En el Palazzo da Rosa, como invitado del barón. Ya se ha hospedado allí con anterioridad, pues son viejos amigos.

—¿Algún otro amigo de Adlon se encuentra en Venecia en estos momentos?

—En efecto: el señor James Brownlow Wilton está aquí. Ha alquilado el Palazzo Brioni, junto al Gran Canal, no muy lejos del hotel. Su yate, el Silver Heels, está en la laguna.

—¿Tiene previsto agasajar a herr Adlon?

—Creo que hay una pequeña fiesta privada mañana a mediodía en el Palazzo o en el yate.

Nayland Smith comprimió el tabaco en la manoseada cazoleta de su pipa. Me miró sólo una vez, pero yo sabía lo que tenía en mente y me estremecí con antelación.

—¿Ha hecho lo necesario para que algunos de sus agentes estén a bordo, coronel?

—Por supuesto. Es mi obligación.

—Estupendo. Cuento con que podrá arreglarlo todo para que el señor Kerrigan y yo asistamos al evento.

Por un momento, el coronel Correnti se quedó estupefacto y nos miró con asombro.

—Desde luego… —se esforzó por responder con calma—, podría organizado.

Nayland Smith se levantó y sonrió.

—Empiece cuando quiera —dijo—. Tengo una cita con sir George Herbert, quien me acompañará a entrevistarme con herr Adlon. Dentro de una hora, habré acabado. Si es tan amable de volver entonces, podremos ultimar nuestros planes.

Durante la siguiente hora, me dejaron solo. El hecho de que el doctor Fu-Manchú, aunque no estuviera en persona, tuviera agentes en Venecia, me puso tan nervioso que sólo dejé salir del hotel a Nayland Smith cuando supe que dos policías de paisano le acompañarían.

Intenté distraerme paseando por aquellas calles de carácter único. Se trataba de un lugar hasta cierto punto nuevo para mí. Había estado allí con anterioridad, pero sólo durante unas horas. La noche había caído sobre Venecia cubriéndola con su magia. Las luces se reflejaban en el Gran Canal filtrándose por las ventanas de los ancestrales palacios y una luna en cuarto creciente completaba la imagen. Mientras miraba de hito en hito las caras de aquellos con quienes me cruzaba, pensaba que Ardatha debía de estar cerca. Smith opinaba que debían haber volado desde París evitando pasar por Croydon, donde podían ser reconocidas. Suponiendo que un avión rápido las hubiera estado esperando, ya podrían estar en Venecia.

Como el resto de paseantes y casi de un modo automático, me encaminé hacia la plaza de San Marcos. A pesar de lo tarde que era, parecía que toda Venecia estaba tomando el aire. Si mi mente, en lugar de como un caldero hirviendo, hubiese estado en calma, habría disfrutado de la paz de aquel entorno. Pero mis pensamientos ardían con la idea de que Ardatha estaba en Venecia y de que en cualquier momento podía verse envuelta en una tragedia mundial de la que no podría liberarla.

Un hombre que, fueran cuales fuesen sus errores y estuviera o no equivocada su política, era el mandatario de un gran país, estaba en peligro de muerte. ¡Y quizá sólo un hombre podía salvarlo: Nayland Smith, a cuya cabeza, el pavoroso doctor chino también había puesto precio!

No lograba relajarme, y me acordé de las palabras de Smith: «Haga lo que quiera, Kerrigan, pero por el amor de Dios, no se deje ver.» Era imposible que me descubrieran porque caminaba entre las sombras esquivando la luz de la luna, y evitaba los lugares concurridos escabulléndome como un criminal que teme ser apresado.

Volví al hotel. El vestíbulo parecía desierto, pero lo escudriñé con atención antes de atravesarlo en dirección a la suite qué nos habían asignado. La salita estaba a oscuras, pero, cuando iba a franquear el umbral, un olor a tabaco me hizo detenerme.

—¡Hola! —grité—. ¿Hay alguien?

—Soy yo —se oyó la voz de Smith desde la oscuridad.

Se levantó y encendió la luz, y entonces vi que sujetaba la pipa con los dientes. Incluso antes de que hablara, deduje lo que había sucedido por su adusta expresión.

—¿Le ha visto?

Asintió.

—¿Cuál era su actitud?

—Su actitud… usted mismo podrá juzgarla mañana cuando le vea en Silver Heels. ¡Ha llegado tan lejos, ha subido tan alto, que me temo que se cree inmortal!

—¿Megalomanía?

—Le falta poco, y, desde luego, no acepta consejos. Reconoció a regañadientes que había recibido los avisos del Si-Fan; al menos, dos. Y apenas se encogió de hombros cuando le dije que un tercero estaba al caer.

Paseaba de un lado a otro de la habitación pellizcándose el lóbulo de la oreja izquierda.

—Si de algo hay que salvar a Adlon, es de sí mismo. ¡Si pudiera, Kerrigan, lo secuestraría y me lo llevaría de Venecia esta misma noche!

—Cuento con usted, coronel —dijo Nayland Smith cuando el jefe de policía se levantó para irse—. Mi amigo y yo estaremos en el Silver Heels mañana. Así tendré la oportunidad de estudiar a los invitados del señor Brownlow Wilton y averiguar en cuál de ellos está interesado Rudolf Adlon.

Después, nos quedamos solos.

—¿La policía ha encontrado alguna pista? —pregunté.

Smith sacudió la cabeza con indignación.

—El doctor raramente deja pistas. Además, éste es un movimiento trascendental en su partida. No sé si Monaghani está sentenciado, pero Adlon admite que él sí que lo está. Aún falta saber si Monaghani se presentará, aunque, por esta noche, creo que he hecho todo lo que podía. ¿Tiene algún plan?

—No.

—Ojalá pudiera encontrarle a Ardatha —dijo con suavidad mientras salía—. Buenas noches.

La puerta se cerró y oí que se encaminaba a su habitación. Entonces me dejé caer en un sofá y encendí un cigarrillo. ¡Cómo deseaba encontrarla! Nunca creí que el amor fuera así. Podía calcular, fácilmente, los minutos que había pasado con ella, cosa que hacía con frecuencia. En total no llegaban a una hora. Aun así, de todas las mujeres que había conocido, ella era la única a la que mis pensamientos volvían una y otra vez.

Había intentado convencerme de que se trataba de una obsesión nacida de las misteriosas circunstancias en que la conocí, un capricho que pasaría con el tiempo, pero mis esfuerzos siempre eran en vano. Me tenía hechizado. Conocía todas las expresiones de sus picaras facciones, todos los tonos de su voz; la oía hablarme miles de veces a lo largo del día y, durante toda la noche, soñaba con ella.

No era de extrañar que Nayland Smith estuviera cansado, porque yo mismo lo estaba. Aún así, y aunque hacía rato que había pasado la medianoche, sabía que me resultaría imposible conciliar el sueño. El Gran Canal, separado de mi ventana sólo por un estrecho muelle, el Gran Canal bañaba los muros centenarios. De vez en cuando pasaba una motora, y otras veces se oía el chapoteo de una góndola fantasmal deslizándose por el agua. En una ocasión, el crujir de una embarcación que trasladaba al hotel a un huésped trasnochador, me recordó con horror las bodegas del Monks’ Arms, donde tan cerca de la muerte había estado.

Llamé al servicio de habitaciones y pedí que me subieran una bebida; apagué las luces de la salita y me dirigí a mi dormitorio con la intención de acostarme. Sin embargo, cuando me trajeron la bebida y encendí otro cigarrillo, el insomnio volvió a apoderarse de mí. Abrí los postigos y me asomé a la ventana contemplando las aguas, con reflejos oleosos, del canal.

¡Venecia! La ciudad que parecía un cuadro pintado con sangre y pasión. De algún modo, parecía apropiado que Fu-Manchú estuviera allí, y también Ardatha. La luna se había escondido y luces misteriosas bailaban a lo lejos sobre el agua, transportándome a los tiempos de los dux.

Miré hacia un patio en sombras situado en una esquina de la plataforma sobre la que estaba construido el hotel, también un antiguo palacio. Desde la escalera de la entrada principal se podía acceder a él, aunque, por lo que pude entrever en la oscuridad, se trataba de un callejón sin salida. El antepecho de mi ventana se alzaba a poco más de un metro del suelo empedrado. Entonces, advertí que alguien se movía entre las sombras…

Me eché hacia atrás y hundí la mano en un bolsillo en el que siempre, desde que había conocido al doctor Fu-Manchú, llevaba una automática. A continuación, oí una voz, una voz suave:

—Ayúdeme a subir, tengo que hablar con usted.

¡Era Ardatha!