La pantalla, la pantalla mágica, estaba apagada, y una tenue luz se filtraba por las ventanas. Algo terrible había sucedido: me había vuelto loco… o me habían hechizado. El poder, sospechado pero no experimentado, del aterrador doctor chino había podido conmigo.
Pero ¿con qué fin? Nada parecía haber cambiado en la habitación. Sin embargo, ¿cuánto tiempo había permanecido inconsciente? ¡Y lo más escalofriante de todo: podía pensar, pero no podía moverme! Estaba allí, tumbado boca arriba y tan inútil como un muerto. Mi agitada actividad mental en aquellas condiciones era un doble martirio.
Desde donde estaba veía el vestíbulo y entonces me di cuenta de que no estaba solo.
Un hombre bajo y moreno había abierto la puerta con cuidado. Miró en mi dirección y dejó en el suelo un maletín que manejaba con mucha precaución. Llevaba unas gafas de montura gruesa. Abrió el maletín e hizo algo en el teléfono.
Intenté que los nervios y los músculos me obedecieran; intenté moverme, pero fue en vano. Mi cuerpo estaba muerto; sólo mi mente vivía…
Vi al hombre marcharse. Incluso en ese momento de tormento mental no pude hacer otra cosa que mirarle de forma pasiva, porque ni siquiera podía cerrar los ojos.
Allí estaba yo, en el mismo sitio en que había iniciado los viajes a China, España y el jardín encantado, cuando, incapaz de mover un solo músculo, oí de nuevo una llave que giraba en la cerradura de la puerta… La puerta se abrió y Nayland Smith se precipitó en la habitación. Entonces, me vio en el suelo.
—¡Santo Dios! —exclamó inclinándose sobre mí.
Mis ojos continuaban fijos, mirando hacia el vestíbulo.
—¡Kerrigan! ¡Kerrigan! ¡Hábleme, viejo amigo! ¿Qué ha ocurrido?
¡Hablar!, si no podía realizar ni el más mínimo movimiento…
Me auscultó el pecho, me tomó el pulso, se irguió y pareció dudar un momento. A continuación, le oí y vi, parcialmente, ir de una habitación a otra buscando algo. Entonces volvió, y pude verle otra vez al completo. Me miró con expresión grave. Al entrar, había encendido todas las luces. ¡Se dirigió al vestíbulo y supe que iba a descolgar el teléfono! Sus intenciones eran claras: iba a llamar a un médico. Mi alma me imploró, con un grito, que me levantara para advertirle que no tocara el aparato. Aquel fue el instante de mayor tortura…
Oí el pitido del teléfono cuando Nayland Smith descolgó el auricular.
Me obsesionaba la espantosa idea de que el doctor Fu-Manchú me había inducido a un estado de catalepsia. ¡Me enterrarían vivo! Pero ni siquiera el terror que me provocaba aquella espeluznante posibilidad, podía hacerme olvidar la pequeña y siniestra figura que había manipulado el teléfono, y todos los sentidos me indicaban que aquello llevaría a Smith a la muerte. Aún así, continuaba allí tendido, en mi condición de muerto viviente. Vi y oí cómo Smith, con el auricular en la mano, marcaba un número. Pero lo que me temía no tenía que pasar…
¡Una fuerte explosión hizo temblar todo el edificio! Varios cristales de una de las ventanas se rompieron y el estallido consiguió lo que mi propia mente no había conseguido: me produjo una conmoción que superó a la voluntad del doctor Fu-Manchú.
Experimenté la sensación de que un hilo fino pero resistente que inmovilizaba las células de mi cerebro se rompía de repente. ¡Fue una sensación aterradora, pero el terror se me olvidó en cuanto me di cuenta de que volvía a ser dueño de mis movimientos!
—¡Smith! —grité en un tono agudo e histérico—. ¡Smith! ¡No toque ese teléfono!
La advertencia fue, quizás, innecesaria, porque ya había colgado el auricular y miraba atónito en dirección a la ventana rota.
—¡Kerrigan!
Dio un par de zancadas y se acuclilló junto a mí.
—Todavía no puedo darle una explicación —murmuré, y la parte posterior de la cabeza empezó a dolerme espantosamente—, pero no debe tocar ese aparato.
Me agarró por los hombros y me miró con fijeza a los ojos.
—¡Gracias a Dios que está bien, Kerrigan! No quiero ni contarle lo que me temía… aunque lo haré más tarde. En algún lugar junto al río debe haber ocurrido una catástrofe.
—Pues nos ha salvado de una todavía mayor.
Smith se volvió, abrió la ventana y se asomó. Entonces me di cuenta de que aquello realmente le había trastornado. Río abajo, un humo negro se elevaba de un funesto resplandor rojizo.
Los silbatos de la policía pitaron con estridencia y oí la campana distante de un coche de bomberos… Al día siguiente —la tragedia salió en primera plana— supimos más acerca de aquella trágica explosión en una barcaza que transportaba munición y en la que se perdieron doce vidas. Pero en aquel momento recuerdo que nos interesaba más el efecto del estallido que su causa.
Smith volvió de la ventana y clavó la vista en mí.
—¿Cómo entró en el piso, Kerrigan? ¿Dónde está Fey?
—Fey me abrió la puerta, pero después el inspector Gallaho de Scotland Yard le telefoneó para que fuera a recogerle a usted allí.
—Yo no he estado en Scotland Yard y sé a ciencia cierta que Gallaho está fuera de Londres. Pero prosiga.
—Fey no dudó en ningún momento de que el interlocutor era Gallaho. Me sirvió una bebida, me dijo que después de recogerle vendrían directamente aquí y se marchó.
—¿Qué ocurrió después?
—Después ocurrió algo increíble.
—¿Está seguro de que se ha recuperado por completo?
—Lo estoy.
Smith me hizo sentar en un sillón y se dirigió al aparador de las bebidas.
—Continúe —dijo con voz queda.
—La pantalla del televisor se iluminó y apareció el doctor Fu-Manchú.
—¿Cómo dice?
Se volvió hacia mí con una mano sobre el sifón y una expresión grave en el rostro.
—Así es. Usted se preguntaba con qué finalidad habría hecho instalar ese invento en su aparato. ¡Pues ahora puedo darle un ejemplo de un fin para el que lo ha utilizado! Puede que sea especialmente sensible a la influencia de ese hombre, y me parece que usted así lo cree, porque en una ocasión anterior me comporté de un modo extraño mientras miraba esos ojos electrizantes. Pues bien, esta vez he sucumbido por completo. Tuve una serie de visiones extraordinarias que debían emanar del cerebro del doctor Fu-Manchú. ¡Después recuperé la consciencia pero no podía moverme!
—Así es como lo encontré cuando llegué —confirmó Smith, y vino hacia mí con un vaso en la mano.
—Estuve en ese estado durante cierto tiempo antes de que usted regresara. Un hombre abrió la puerta con una llave y entró en el vestíbulo.
—Descríbamelo.
—Era bajo de estatura, tenía el pelo negro y liso y me pareció que llevaba unas gafas de cristales muy gruesos. Transportaba un maletín que manejaba con mucho cuidado. Estuvo manipulando el micrófono del teléfono, echó una ojeada hacia donde yo estaba (o sea, tumbado en el suelo como usted me encontró) y se marchó de forma tan sigilosa como había venido.
—Es evidente —dijo Smith dirigiendo la vista hacia el vestíbulo—, que su imprevista aparición les supuso un problema. No sabían que usted iba a venir. Lo habían organizado para que el desconocido que imitaba la voz de Gallaho alejara a Fey de aquí, pero tenían que encargarse de usted, el intruso inesperado, de un modo diferente. Ahora me inquietan dos cosas, Kerrigan. ¿Está en condiciones de investigar?
—Absolutamente.
—Quisiera saber: primero, cuánto tiempo habría continuado en el estado en el que lo encontré si no hubiera tenido lugar la inesperada explosión que le hizo volver a la consciencia; y, segundo, qué hizo en el teléfono el hombre de baja estatura y pelo negro.
—¡Por todos los santos, vaya con cuidado!
Caminó hacia el vestíbulo y levantó el auricular con suma delicadeza. Yo estaba junto a él. Aparte de un intenso dolor de cabeza, me sentía perfectamente normal. Dio unos golpecitos en el micrófono y lo observó con curiosidad.
—¿Está seguro de que es el micrófono lo que manipuló?
—Por completo.
Lo expuso a la luz que provenía de la salita, y ambos vimos algo. Había una burbuja, incolora y no más grande que un guisante pequeño, adherida al aparato justo debajo de donde, si alguien hablara, apoyaría los labios.
—¡Santo cielo! —susurró Smith—. ¿Comprende lo que esto significa, Kerrigan?
Asentí con la cabeza porque había comprendido la estremecedora realidad y me había quedado sin habla.
—¡Cualquiera que hablara en voz alta haría estallar la burbuja e inhalaría su contenido! Dios sabrá lo que hay en su interior, pero por fin sabemos cómo murieron el general Quinto y Osaki.
—¡La muerte verde!
—Sin lugar a dudas. La mente que ha previsto que, al encontrarle inconsciente, telefonearía a un médico de inmediato y hablaría con agitación, es, desde luego, una mente muy perspicaz. Como habrá deducido, el procedimiento habitual es que alguien telefonee a la víctima y se queje de que no le oye, lo que provoca que esta acerque los labios al micrófono y hable en un tono más alto.
Con mucho cuidado colgó el auricular.
En ese momento, la puerta se abrió despacio y Fey entró. Nos miró fijamente a los dos.
—¡Contento, señor! ¡Asustado! Algo extraño sucedido.
—Muy extraño, Fey. Supongo que cuando llegaste al Yard descubriste que la llamada no provenía de allí.
—Sí, señor.
De repente, el timbre del teléfono sonó y Fey se dispuso a descolgarlo.
—¡Deténgase! ¡Hasta nuevas órdenes y bajo ningún concepto debe tocar el teléfono, Fey!
—Muy bien, señor.